Lecturas: Tilde, tilde, cruz
El brillo de lo inútil
por Marcos Urdapilleta
Tal vez no sea para nada casual que una historia cuyo protagonista está anclado en la inmadurez haya resultado ganadora, en 2019, del Premio Gombrowicz de Novela. Porque Laurita, el personaje que narra y protagoniza Tilde, tilde, cruz, es eminentemente inmadura. Tiene casi treinta años, y por momentos aparenta once. Vive en Epecuén, un pueblo al oeste de la provincia de Buenos Aires que, en el mundo real pero no en la ficción, está actualmente en ruinas. Laurita quedó ahí al cuidado de su padre, viudo prácticamente desde el momento en que ella nació, después de que sus hermanos mayores partieran sucesivamente para la ciudad. En el medio, construye dos obsesiones: el coleccionismo y la mentira, que se vuelven, a lo largo del relato, dos formas de la narración. Y lo hace desde un lugar particular: su propia voz. Una primera persona que está desquiciada porque está salida de eje, porque está descentrada, porque está atravesada por esta inmadurez que la constituye desde la contradicción. Porque, en síntesis, como pasa con los mejores narradores, muestra y a la vez distorsiona el mundo representado por su propia lente. ¿Qué pasa con una mujer que acelera al pulso frenético de un auto viejo y todavía resiste en el capricho, en el nesquick y los dibujos animados? En esta pregunta hace pie la novela de Fernando Chulak, y no se queda ahí.
La primera de las obsesiones de Laurita es la construcción ritual de una mentira. Y hasta tal punto esta mentira está arraigada en quien ella es que se lee, desde el comienzo, como una parte fundamental de su biografía. Ella está ahí varada, en Epecuén, al cuidado de su padre enfermo. Esto es lo que les dice a sus hermanos de la capital, que todos los meses le mandan plata por Western Union para hacerse cargo de los gastos, y a quienes ella nunca les dice la verdad: que el padre hace rato que está muerto. Hasta acá, el relato podría ser el de una estafa y ya. Pero el asunto es más complejo y más interesante, porque hay un engaño, sí, pero: ¿se trata realmente de eso, de una estafa? Las familias son sistemas cerrados, producen su propio lenguaje y sus propias reglas de juego. Y las reglas del juego que le tocó a Laurita la dejaron en un lugar al quedó adherida, el lugar inercial del que se queda atrás y pierde. Así leído, entonces, el engaño no es una estafa sino una revancha, y lo que encanta del relato es la consciencia (nunca dicha) que Laurita tiene de este complot que se les hace a los complotados.
El coleccionismo es la segunda obsesión de Laurita. Y es un coleccionismo que, igual que su mentira, va a contramano. Laurita no colecciona objetos valiosos, o colecciona lo que el resto de los mortales considera basura, y hace con eso una economía en la que lo que cuenta es el brillo de los espejitos de colores. Calefones viejos, cabezas de león, estampitas de un Papa que ya no es, hilos de cobre, latas de galletitas: todo esto sostiene al personaje y con el personaje al relato. Este tal vez sea, además, uno de sus rasgos más llamativos y conmovedores: la mirada de Laurita está alumbrada por el brillo de lo inútil, encuentra belleza en ese brillo, y la señala para nosotros, los lectores.
La mirada, entonces, y la mentira que construye, y el coleccionismo, todo esto organizado por la voz de su protagonista, por ese narrador inusual y logradísimo que es el personaje de Laurita. ¿Cómo está construida esta voz? La prosa de Chulak es ágil y atrapante, y tiene momentos de mucha altura en los que la imagen se ajusta al fraseo y gana en fuerza -un ejemplo tomado más o menos al azar: “Afuera de casa el calor es todavía más horrible: es el aliento pesado de un enfermo”.
Por debajo de la prosa, el verosímil no se cae nunca y tiene en primer plano el éthos particular de Laurita: su inmadurez. Pero un poquito más abajo hay algo más. Laurita construye mentiras y colecciona objetos que solo ella advierte preciosos. La voz, entonces, no solo es infantil sino también paranoica: ¿qué tanto saben los otros acerca de lo que yo sé? El mecanismo es inteligente, porque activa por inversión una pregunta que apunta a la profundidad del personaje: ¿qué corre, en realidad, por debajo de esta voz, por debajo de los juegos infantiles, del fetichismo, de la inmadurez paranoica? ¿Qué sabe Laurita que nosotros no?
Chulak insiste en que no le interesan las etiquetas respecto del personaje. ¿Qué tiene, exactamente, Laurita? ¿Qué hay ahí?, ¿hay retraso, hay paranoia, hay psicosis? No se sabe. No lo sabe la narradora, no lo saben (o no lo dicen) sus hermanos, no lo sabe el lector. Porque en todo caso no importa. Porque, igual que en la vida real, la etiqueta aparecería solamente para obturar. El personaje de Laurita -y con el personaje, su voz- es interesante porque su anormalidad está mostrada pero no dicha. Laurita es accesible, incluso aprehensible, pero no es claramente ubicable. Chulak evita atravesarla con un alfiler para su exhibición inmóvil y prefiere en cambio no solamente mostrar cómo vuela sino, sobre todo, hacerla hablar. Y esta es una de las decisiones que más densidad narrativa le dan al relato. Lo primero que llama la atención de la novela es el tono. La voz de su protagonista y narradora: Laurita habla y piensa (y a veces las dos cosas juntas, a veces no queda claro qué dice y qué piensa) desde todo lo que es: diferente, amorosa, un poco egoísta, un poco paranoica, sobre todo infantil. Compleja.
Tilde, tilde, cruz se puede leer como el relato de una doble farsa. Laurita miente y construye una conjura contra los conjurados, pero al final de la novela hay un giro que lo cambia todo, y que hace de la mentira -del estrépito de su caída- un juego de cajas chinas. Pero también, y tal vez sobre todo, la novela puede leerse como un relato de aprendizaje. Porque lo que encierra el museo de extravagancias inútiles que Laurita colecciona, lo que ata con los hilos de cobre que consigue solo al final, es la asunción, progresiva y compleja, dolorosa, de un duelo: el de su familia, el de su infancia. En ese sentido, la novela cuenta la caída de un doble engaño porque con la caída del complot familiar caen, también, la obsesión y el fetiche, y se abre el duelo. El deslumbrante episodio final es en ese sentido una fiesta y un tributo (un potlatch) y también una promesa, porque el juego de la ficción vuelve a empezar.