Lecturas: La guerra de los secadores
Una estación de lo tragicómico
por Anahí Flores
Desde las primeras páginas, el narrador de La guerra de los secadores, de Sebastián Grimberg (Desde la Gente, 2021), nos avisa que él es dramático. De esta forma, entramos en la novela advertidos de que algunas cosas tal vez nos sean contadas con un tono exagerado.
La historia está ambientada en una estación de servicio, que es el lugar donde el protagonista trabaja llenando tanques, limpiando autos, baldeando baños. El equipo de trabajo, que tiene sus propias internas y fricciones, está formado por él y dos empleados más. Cierto día, un grupo de chicos se instala en el semáforo de la esquina a limpiar los vidrios de los autos que pasan y a partir de ahí se desata una tensión entre esos chicos y los empleados, ya que la situación afecta las propinas de estos últimos. Sabemos del protagonista que se esmera en no mancharse, para no tener que lavar la ropa tan seguido. “No mancharse es todo un arte”, nos dice. Mancharse o no mancharse para él no es un detalle menor: antes trabajaba en un local de lavado de ropa donde el vapor y el calor eran tan fuertes que parecía, nos cuenta, estar en el trópico. Cada situación laboral por la que pasa la vive con agobio, y las diferencias de clases sociales están presentes a diario en los autos de lujo que llegan a toda hora a la estación de servicio.
La novela está cargada de detalles tragicómicos. Este tono tragicómico vuelve la historia más liviana, a pesar de la fuerte insatisfacción que el protagonista tiene constantemente, ya sea por su vida actual —limitada a dormir e ir a trabajar—, o por su vida pasada —en la que está incluido el recuerdo recurrente de una novia que lo abandonó y en quien él sigue pensando—, o incluso insatisfacción por su futuro próximo y lejano.