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Literatura y deportes: A treinta años del mejor libro sobre fútbol

Por Alejandro Duchini

Cuando en septiembre de 1995 se publicó El fútbol a sol y sombra, del escritor uruguayo Eduardo Galeano, la literatura deportiva en Argentina era menospreciada. Pero Galeano rompió el molde. Demostró que el fútbol -y también el deporte- podía reflejar la realidad social. Que era un espejo de lo que somos en esta parte del mundo.

Casi que no había literatura deportiva en nuestro país. Algunos ensayos, como Literatura de la pelota, del poeta desaparecido Jorge Santoro, o Fútbol argentino, de Osvaldo Bayer. Lo demás eran libros que se publicaban a las perdidas sobre las historias de los clubes o memorias de ex futbolistas. No más que eso.

Exiliado durante la dictadura, Galeano era para los ‘90 uno de los mejores referentes sociales e históricos del continente. Lo avalaba Las venas abiertas de América latina, pero también otros libros hermosos, como Días y noches de amor y de guerra, uno de los libros más bellos que puedan leerse. Así que Galeano, un caminante del mundo, pero sobre todo de las calles de su Montevideo natal, empezó a contar al hombre a través del fútbol.

Y lo que hizo fue una obra maestra, tal vez el mejor libro sobre fútbol. Que se publicó justo al año de que a Diego Maradona lo sacaran del Mundial de los Estados Unidos por un supuesto doping. Galeano fue, entonces, la voz más potente de los defensores de Diego. Y la voz que, en algún punto, pudo acallar a los juzgadores de turno.

“Jugó, venció, meó, perdió. El análisis delató efedrina y Maradona acabó de mala manera su Mundial del 94. La efedrina, que no se considera droga estimulante en el deporte profesional de los Estados Unidos y de muchos otros países, está prohibida en las competencias internacionales. Hubo estupor y escándalo. Los truenos de la condenación moral dejaron sordo al mundo entero, pero mal que bien se hicieron oír algunas voces de apoyo al ídolo caído. Y no sólo en su dolorida y atónita Argentina, sino en lugares tan lejanos como Bangladesh, donde una manifestación numerosa rugió en las calles repudiando a la FIFA y exigiendo el retorno del expulsado”, lo describió. Y agregó: “Al fin y al cabo, juzgarlo era fácil, y era fácil condenarlo, pero no resultaba tan fácil olvidar que Maradona venía cometiendo desde hacía años el pecado de ser el mejor, el delito de denunciar a viva voz las cosas que el poder manda callar y el crimen de jugar con la zurda, lo cual, según el Pequeño Larousse Ilustrado, significa ‘con la izquierda’ y también significa ‘al contrario de como se debe hacer’”.

El fútbol a sol y sombra (hermano mayor de Cerrado por fútbol, del mismo Galeano) fue renovado sucesivamente después de cada Mundial. Su última actualización incluyó Brasil 2014. El 13 de abril del año siguiente, Galeano moriría en su casa montevideana a consecuencia de un cáncer que padeció durante largo tiempo. Esa misma casa en cuya puerta de calle colgaba el cartel que decía “cerrado por fútbol”, para que nadie lo moleste mientras miraba partidos.

Entre otras cosas, se lee a Galeano: “¿En qué se parece el fútbol a Dios? En la devoción que le tienen muchos creyentes y en la desconfianza que le tienen muchos intelectuales”. Y después: “En 1880, en Londres, Rudyard Kipling se burló del fútbol y de ‘las almas pequeñas que pueden ser saciadas por los embarrados idiotas que lo juegan’. Un siglo después, en Buenos Aires, Jorge Luis Borges fue más que sutil: dictó una conferencia sobre el tema de la inmortalidad el mismo día, y a la misma hora, en que la selección argentina estaba disputando su primer partido en el Mundial del ’78”.

El libro pertenece a un tiempo en el que el fútbol tenía mucho de popular detrás, pero empezaba a transformarse en una industria. Los ‘90 confirmaron la tendencia. Galeano la vio venir y escribió: “La historia del fútbol es un triste viaje del placer al deber. A medida que el deporte se ha hecho industria, ha ido desterrando la belleza que nace de la alegría de jugar porque sí. En este mundo del fin de siglo, el fútbol profesional condena lo que es inútil, y es inútil lo que no es rentable”.

Y nos invitó a pensar: “Muchos años después, ya en los fines del siglo, el dueño del club Milan ganó las elecciones italianas con una consigna, ¡Forza Italia!, que provenía de las tribunas de los estadios. Silvio Berlusconi prometió que salvaría a Italia como había salvado al Milan, el súper equipo campeón de todo, y los electores olvidaron que algunas de sus empresas estaban a la orilla de la ruina”. Y además: “El fútbol y la patria están siempre atados; y con frecuencia los políticos y los dictadores especulan con esos vínculos de identidad. La escuadra italiana ganó los mundiales del ’34 y del ’38 en nombre de la patria y de Mussolini, y sus jugadores empezaban y terminaban cada partido vivando a Italia y saludando al público con la palma de la mano extendida”.

Nos cuenta sobre el sentido de pertenencia que significa el fútbol: “Rara vez el hincha dice: ‘hoy juega mi club’. Más bien dice: ‘Hoy jugamos nosotros’”; y habla del futbolista: “El barrio lo envidia: el jugador profesional se ha salvado de la fábrica o de la oficina, le pagan por divertirse, se sacó la lotería. Y aunque tenga que sudar como una regadera, sin derecho a cansarse ni a equivocarse, él sale en los diarios y en la tele, las radios dicen su nombre, las mujeres suspiran por él y los niños quieren imitarlo. Pero él, que había empezado jugando por el placer de jugar, en las calles de tierra de los suburbios, ahora juega en los estadios por el deber de trabajar y tiene la obligación de ganar o ganar”. Compara al gol con el “orgasmo” y al árbitro lo define como “el abominable tirano que ejerce su dictadura sin oposición posible y el ampuloso verdugo que ejecuta su poder absoluto con gestos de ópera”.

Y cuenta, así, de un tirón, la triste historia de Moacir Barbosa, el arquero del seleccionado brasileño en el Mundial del ‘50, cuando se produjo el Maracanazo en la final ante Uruguay. “Pasaron los años y Barbosa nunca fue perdonado. En 1993, durante las eliminatorias para el Mundial de Estados Unidos, él quiso dar aliento a los jugadores de la selección brasileña. Fue a visitarlos a la concentración, pero las autoridades le prohibieron la entrada. Por entonces, vivía de favor en casa de una cuñada, sin más ingresos que una jubilación miserable. Barbosa comentó: ‘En Brasil, la pena mayor por un crimen es de treinta años de cárcel. Hace 43 años que yo pago por un crimen que no cometí’”.

Obdulio Varela, Alfredo Di Stéfano, Garrincha (“cuando él estaba allí, el campo de juego era un picadero de circo, la pelota un bicho amaestrado, el partido, una invitación a la fiesta”) y Romario desfilan a la par que Galeano cuenta acontecimientos políticos y culturales. 

Escribe sobre Pelé: “Había nacido en casa pobre, en un pueblito remoto, y llegó a las cumbres del poder y la fortuna, donde los negros tienen prohibida la entrada. Fuera de las canchas, nunca regaló un minuto de su tiempo y jamás una moneda se le cayó del bolsillo. Pero quienes tuvimos la suerte de verlo jugar, hemos recibido ofrendas de rara belleza: momentos esos tan dignos de inmortalidad que nos permiten creer que la inmortalidad existe”.

Hincha del Nacional montevideano, Galeano iba a la cancha llevado por su padre. De esos recuerdos y de vivencias posteriores está hecho El fútbol a sol y sombra. Y de frustraciones: cuenta que sólo jugaba bien a la pelota cuando dormía. Y cuando no dormía lo miraba o lo escribía. Así le salió el tal vez mejor libro de fútbol de este lugar del mundo.

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