Calamar en su tinta (fragmento) *
Por Juan Forn
(Publicado como contratapa en Página 12, forma parte de su libro póstumo Yo recordaré por ustedes)
La cuestión es que el libro se publicó un par de meses más tarde, le organizaron a Bioy una presentación en La Plata, y como el viejito Carlos Frías (director de la colección de argentinos de Emecé) estaba enfermo, me mandaron a mí a acompañarlo. Fuimos en su Volvo, él al volante. El viaje era eterno en aquella época, y era diciembre, la ruta hervía, y Bioy manejaba a dos por hora, pero conversaba como si no estuviésemos en una ruta endemoniada, sino dejando pasar el tiempo en un bar al aire libre. Me contó que se había comprado aquel Volvo porque no sabía qué hacer con los dólares que le había pagado la Playboy italiana por cuatro de sus viejas Historias de amor ilustradas cachondamente por Milo Manara. Se divirtió como un enano cuando le confesé que abría siempre los sobres que me mandaban entregar en su casa y en la de Borges (“¿Así que ya sabe la miseria que nos pagan por derechos de autor?”). Al llegar a la librería donde se presentaba el libro, pasó de largo y estacionó en una calle lateral. Me llamó la atención, cuando salimos del auto, que me pusiera las llaves en la mano. Más me llamó la atención que, a medida que nos acercábamos a la librería, se me colgara del brazo, empezara a arrastrar los pies y me murmurara al oído: “Usted no me suelte en ningún momento y explíqueles a todos que estoy muy viejito y no puedo quedarme mucho tiempo”. Sorteamos como pudimos los flashes de los fotógrafos, Bioy soportó con estoicismo los interminables discursos y la firma posterior de ejemplares sin dejar que me alejara un milímetro de él. Y cuando la gente se abalanzó en malón a las bandejas de canapés y bebidas primorosamente desplegados en el fondo, me agarró el brazo con su garra, dijo en un hilo de voz: “Diga que se ha hecho muy tarde y tenemos que irnos”, tendió una mano trémula a sus anfitriones y así salimos de la librería, él encorvado y arrastrando los pies, yo de lazarillo, pensando que a lo mejor el viejo estaba cansado de verdad y que mi hambre de lobo no era un precio tan alto ante la posibilidad de manejar aquel Volvo. Pero al doblar la esquina Bioy se enderezó como un resorte, me arrancó de la mano las llaves del auto, en dos saltos estuvo al volante y arrancamos rumbo a Capital.
Para entonces ya eran como las once de la noche, pero seguía sin refrescar; y a Bioy no le gustaba el aire acondicionado, así que íbamos con las ventanillas abiertas, y a cada parrillita que pasábamos por la ruta el olorcito era más y más irresistible, y Bioy estaba de tan buen humor que yo pensé: “Ahora paramos a comer y coronamos la noche”. Pero el muy cabrón siguió a la misma desesperante velocidad, ajeno por completo a la hora, a los ruidos que hacía mi estómago y a mi decepción cada vez más evidente, hasta que entramos en la ciudad, enfiló por la 9 de Julio, dobló por Posadas, frenó a metros de Schiaffino, en la puerta del garaje de su departamento y, mientras esperaba inequívocamente que yo me bajara para internarse con su bólido en las profundidades del edificio, me dijo con esa cabrona manera que tenía de sonreír como si se le iluminara toda la cara: “Ha sido una pesadilla de lo más grata”.
*Publicado con autorización de la casa editora.