Una piel manchada de destellos
Por Gabriela Urrutibehety
Ya en 1999 Alessandro Baricco había estado coqueteando con el western. En City, uno de los personajes está empeñada en hacerlo y alrededor de ella transitan cow boys, indios y pistoleros. “Siempre deseé escribir un western. Es muy divertido y, a la vez, muy difícil. Te pasas todo el tiempo preguntándote cómo demonios vas a escribir el tiroteo final”, escribió en el prólogo de ese libro.
Ahora, vuelve al género con Abel, aunque atribuyéndole el adjetivo “metafísico”. Hay dos tiroteos y no están al final, porque “final” es una palabra equívoca para un libro que habla, entre otras cosas, de la no linealidad del tiempo.
Abel es una novela relativamente breve, en la que el estilo habitualmente poético del autor se exacerba. Las frases se acortan, los diálogos se escanden como versos y los capítulos, en muchas oportunidades, constituyen unidades casi autónomas, con su cierre narrativo a la intemperie. Como en Si una noche de invierno un viajero de Calvino, el índice se podría leer también como un poema, si uno quisiera.
En Abel hay pistoleros, saloons con cantineros y chicas de saloon, asaltos a bancos, caballos, indios y liberación de prisioneros en el segundo previo al ajusticiamiento. No hay, y tal vez no sea casual, caballería llegando, salvadora, a último momento. Todos los ingredientes de la receta están allí, incluso la inverosimilitud propia de las historias de aventuras, como el disparo cruzado con dos pistolas que llaman Místico o el francotirador que se carga casi toda la tripulación de un buque pirata.
Baricco trabaja con el género para torcerlo, como Cervantes torsiona las novelas de caballerías. Un género menor (¿sigue siendo operativa esta calificación?), seguramente en su versión spaghetti, es el vehículo apropiado para construir el universo de una historia que es y no es un relato del far west. Un género de poca monta que se encabalga en el adjetivo más prestigioso de la especulación intelectual.
Del universo literario/cinematográfico del far west, Abel pivotea sobre la idea de frontera, de borde, de límite. El lejano oeste es el lugar a conquistar, es el límite que se debe correr en nombre de la civilización. “Aquellos espacios que yacían mudos, en los límites de lo conocido, en el profundo Oeste, ahora ya no existen, se terminaron. Seguimos caminando, colocando traviesas y contándolas, haciendo que los caballos soltaran espumarajos mientras descargábamos pensamientos, hasta que en la cumbre de aquella andadura nos aguardaba el océano, sofocando así nuestra sed de tierra, para siempre”.
Es el límite entre los blancos y los indios, en una convivencia que aquí adquiere las características de una cierta, inestable tranquilidad. Si bien dice que “ni siquiera se nos pasaba por la cabeza que fueran humanos”, todos los personajes –Abel, Hallelujah, el Juez Macauley- trasponen ese límite y no sin consecuencias.
Pero también es la frontera del género la que se estira, para dar cabida a un pistolero ciego que se hace leer a Platón o una bruja que postula la circularidad del tiempo. Una historia de aventuras que acoge a lo fantástico sin estridencias de las curaciones milagrosas a cargo de los indios. Un tratado de una geometría tensada hasta el límite de lo creíble, construida a los solos efectos de disparar y dar en el blanco o errarle por pocos centímetros.
El otro límite que la novela transita es el del lenguaje, en una prosa que es y no es, diálogos que son y no son, y un horizonte en el que lo poético juega a aparecer y desaparecer como las nubes de polvo y el viento que hace girar los pastos en la Main Street. Una construcción discursiva, en suma, destinada a construir el relato de una vida que, como descubre el protagonista en el campanario de una iglesia pequeña en el desierto, camino a México, donde se refugió durante un tornado: “Es más fácil que el relato de lo que has sido y lo que serás te salga al encuentro como una piel manchada de destellos: charcos dejados atrás por un huracán en fuga. Donde el cielo se refleja”.