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Lecturas: Cómo pronunciar cuchillo

Por Hernán Carbonel

La extranjería como una forma de expresión literaria

Souvankham Thammavongsa nació en un campo de refugiados laosianos en Tailandia. Cuando era apenas una niña, su familia se instaló en Toronto. Esa cuestión vital se cuela de manera transversal –lo autobiográfico invadiendo la ficción, o la ficción dejándose invadir por lo autobiográfico– en su primer libro de cuentos, Cómo pronunciar cuchillo, recientemente publicado por Eterna Cadencia, con una muy acertada traducción de Paula Galindez. Que Thammavongsa haya ganado el Premio O. Henry da cuenta de su capacidad para trabajar la narración breve.

La extranjería; las distancias que establecen una lengua y el lenguaje, ese abismo cultural (si hasta las onomatopeyas terminan convirtiéndose en una grieta); las diferencias de clases, la explotación laboral; una forma de la marginalidad frente a la riqueza exuberante; la inmigración, la búsqueda de identidad en ese contexto; la infancia, el núcleo familiar, la condición de hija y la maternidad y la paternidad; el rol de la mujer, el cuerpo; el paraíso perdido y el purgatorio presente; los usos y costumbres propios de cada cultura, una comida o una prenda de vestir como metáfora de ello; las proyecciones frente a una realidad acuciante. En fin: las relaciones internas entre todos esos elementos. “Se suponía que las imágenes debían explicar lo que pasaba en las palabras, pero había una palabra que no tenía ningún dibujo. Estaba ahí solita, en la página, y cuando ella pronunciaba cada letra, la palabra no se parecía a nada que existiera. No sabía cómo pronunciarla”.

Todo ello en catorce cuentos. Una chica que oculta las notas que le envían desde la escuela mientras comienza a apropiarse de ciertos términos y usos del idioma. Una madre que se enamora de un cantautor de música country. Una pareja de hermanos que salen a pedir dulces –o truco– el día de brujas. Un invitado a un casamiento que plantea un presagio acuciante. Un chofer de autobús manipulado enfermizamente por su esposa. Una madre que ha sufrido un ACV y no se anima a visitar a su primogénita. Una abuela que le muestra sus pechos a la nieta. Una estación de servicio y el deseo por un hombre. Una mancha de humedad en la pared como espejo de las frustraciones. No una, sino dos niñas que se ocupan de rompecabezas. Excepto algunos pocos, casi todos ellos personajes innominados: “Mary estaba convencida de que en el mundo había dos tipos de personas. Estaban los que eran vistos y los que no”.

De prosa espontánea y a la vez aguda, delicada y sugerente, en muchos puntos las narraciones de Thammavongsa podrían recordarnos a la cuentística de Alejandra Kamiya. Incluso en esa beatífica sensación de que, a pesar de los pesares, hay momentos luminosos, una luz de esperanza que atraviesa el factor traumático, ese aferrarse al salvavidas propio de todo náufrago que ansía llegar a una tierra ya no perdida ni elegida, sino apenas dada.

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