Dicen que la palabra compañero significa compartir el pan. Entonces, pienso en la ceremonia de reunirse alrededor de un fuego, o de una mesa, a compartir el alimento y las historias.
Comer además de darnos placer, nos define. En mi caso me definió como escritora, fue escuchando las historias repetidas en las sobremesas de cada domingo que conocí a los primeros narradores (mis tías y tíos, mi abuela), antes de aprender a leer.
Comemos por supervivencia y por placer. Leemos por placer y, en mi opinión, también para sobrevivir. Un plato de comida se imagina, se prepara, se sirve y se come; es un placer que va más allá de ingerir. Un libro se imagina, se escribe, se corrige y se publica.
Yo prefiero la cocina de las letras; soy mejor comensal que cocinera y mejor lectora que escritora. Pero me divierte más escribir que cocinar. Aunque en mis talleres suelo comparar la escritura con la cocina. Esto lo aprendí de Marguerite Yourcenar, ella citaba el proverbio chino: “Gobernar un gran imperio es lo mismo que freír un pescado pequeño” y luego decía que “los dos necesitan una atención total, un cuidado atento por parte del que lo lleva a cabo” y continuaba: “Yo diría lo mismo de un gran libro. Escribir un gran libro es como cocinar un plato de pescado o un guiso de verduras. Es poner toda la atención, todo el talante, toda la voluntad de la que se es capaz en una sola acción”. Marguerite Yourcenar escribía con la misma pasión con la que cocinaba. Prueba de ello es el libro La mano de Marguerite Yourcenar (Del Nuevo Extremo), trabajo de la chilena Sonia Montecino y la francesa Michèle Sarde que en el 2015 publicaron este texto basado en un completísimo recetario de la escritora.
No estoy diciendo ninguna novedad porque la comida y la literatura van de la mano desde el inicio de nuestros tiempos; no tenemos más que pensar en la manzana bíblica o en la bella Circe que invitó a los marineros de Ulises a un banquete, hechizó la comida con una de sus pociones y luego los transformó en cerdos. El acto de alimentarse es tan atávico que como lectores nos resulta cercano y familiar leer escenas relacionadas con el acto de comer y así accedemos a conceptos más complejos como el bien y el mal, la hechicería y la alquimia o el hambre.
Yo soy hija de italianos y todo en casa se resolvía alrededor de una mesa, desde un divorcio hasta la ampliación del baño. Alejandro Dumas era nieto del cocinero de un duque y se fascinaba con la cocina; en cuanto podía se entrometía en las cocinas de los hoteles o en la suya propia, fue así como nos llegaron sus recetas cargadas de humoradas a través de su Diccionario de Cocina.
Otro autor que me gusta leer en relación a cómo trata la comida en sus textos es Oscar Wilde. Podemos leer varias referencias a la gastronomía, dado que el buen comer y el buen beber formaban parte de su vida. En De Profundis, el relato epistolar escrito en la cárcel, nos refiere el sufrimiento que sentía por su amante Lord Alfred Douglas: “Cuando llegué a París, tus lágrimas, que brotaban una y otra vez durante toda la velada, que caían sobre tus mejillas como lluvia mientras comíamos primero en Voisin, y cenábamos después en Paillard”. Con su célebre tono de comedia en La importancia de llamarse Ernesto leemos: “Cuando estoy en apuros, lo único que me consuela es comer. De hecho, cuando estoy realmente en un gran apuro rechazo cualquier cosa excepto comida y bebida”. La primera vez que leí esta frase, pensé: ¡soy yo! Eso es lo maravilloso de la lectura que una le encuentra palabras a sus pensamientos. ¡Cuánto se saborean estos momentos epifánicos! Me gusta desmenuzar los textos, saber sus ingredientes y proporciones, el tiempo de levado o de cocción.
En una de mis novelas favoritas, Aura del mexicano Carlos Fuentes, hay un plato de riñones en salsa de cebolla, tomates asados y vino espeso y turbio cuya carga dionisíca atraviesa la historia como un hilo conductor.
Gabriel García Márquez incluyó los sabores autóctonos de la cocina colombiana en su libro Doce cuentos peregrinos. En uno de ellos, titulado “Me alquilo para soñar”, narra una cena entre él y Pablo Neruda, donde nos muestra los hábitos comensales del autor chileno: “No he conocido a nadie más parecido a la idea que uno tiene de un Papa renacentista: glotón y refinado. Aun, contra su voluntad, siempre era él quien presidía la mesa. Matilde, su esposa, le ponía un babero que parecía más de peluquería que de comedor, pero era la única manera de impedir que se bañara en salsas”. Me atrae leer la voluptuosidad desplegada en estos dos autores latinoamericanos, se valen de la comida para expresar un universo sensual y dionisíaco.
Y como plato del día les recomiendo Los Sorrentinos, de Virginia Higa, (editorial Sigilo, 2018) donde se cuentan las peripecias vividas por Chiche Véspoli, el inventor de los sorrentinos, y de su familia italiana, dueña de un restorán de Mar del Plata. Fue un descubrimiento tan sutil y exquisito como un buen plato de pastas. ¡Brindemos por la literatura y la comida! Salú.