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Letras móviles: Pájaros atrapados en el cielo

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Letras móviles

Pájaros atrapados en el cielo

por Gastón Fiorda

Dudo sobre el ángulo desde el cual entrarle a esta historia. Así que, como la duda es la jactancia de los intelectuales –y disculpen la ironía–, probemos por acá.

Poco después de que Antonio Dal Masetto falleciera, su hermana Margarita me invitó a su casa –la de ella, me refiero–, me hizo pasar al garaje y me señaló una serie de cajas. Contenían libros que habían pertenecido al Tano y que ella misma había traído desde Buenos Aires. Me dijo que eligiera lo que quisiera, con esa libertad que pocas veces el mundo nos ofrece.

La sensación, aquella tarde, en aquel garaje, fue la de entrar a la cueva donde Alí Babá escondía sus tesoros. Leer las mismas páginas que nuestros escritores preferidos leyeron, después de leerlos a ellos, sea quizás una de las mejores formas de la apropiación.

Me senté en el piso y comencé a revolver. Resumiendo: un estante y medio de mi biblioteca proviene de aquellas cajas. Están todos juntos, para que no se desacostumbraran al sentido de comunidad que había creado en estantes ajenos. ¿Si me arrepiento de no haber elegido muchos más? Por supuesto. Pero ya es tarde. A lo no sucedido, leña y ceniza.

Así fue cómo llegué, por azar, a Perorata del apestado, de Gesualdo Bufalino. Desconocía absolutamente todo de ese libro y ese autor.

Gesualdo Bufalino fue uno más de los tantos hombres y mujeres nacidos en Comiso, Italia, que allá por 1920 andaba en su pico demográfico. Después de graduarse como profesor de Letras fue llamado al frente de batalla y capturado por los alemanes, y después logró huir y ocultarse en Emilia-Romaña, casi al norte de la bota. Como para un hombre atravesado por la guerra nada es gratuito, contrajo tuberculosis, lo que derivó en un prolongado reposo. Y como para un hombre atravesado por la tragedia siempre hay la posibilidad de una sublimación, Gesualdo convirtió su convalecencia en novela.

De eso se trata la perorata. Ambientada en 1946 en un sanatorio para tuberculosos de la llanura palermitana, habitada por almas en pena, sobrevivientes de sus circunstancias –quién no lo es, en el fondo–, la contienda entre el ser y la palabra. Así comienza: “O cuando todas las noches”. ¿En oposición a qué aparece esa “o”, qué no sabemos, qué ha sucedido antes de que esa “o” dé inicio a lo que vendrá?

Pero un día –siempre hay un día en la vida de los hombres y las mujeres de este mundo– la perorata llegó a un lugar inesperado. La cosa fue así: Gesualdo escribe un prólogo condenado al olvido para un catálogo de viejas fotografías, con el unánime avatar de que ese prólogo cae en manos del autor de esa maravilla que es La desaparición de Majorana. Acá hay algo, piensa Leonardo Sciascia, o nosotros pensamos que pensó. “Qué maestro este don Gesualdo”, dice Sciascia, y ahí sí, sabemos que lo dijo. ¿Cómo es que no conocía ese nombre?, se pregunta, ¿de verdad que a un discreto profesor de literatura de provincias le cabe esta obra maestra? Así fue que se publicó a través de editorial Sellerio, de Elvira Giorgianni y Enzo Sellerio, quienes dieron a conocer las primeras obras de Andrea Camilleri y donde Sciascia tenía un rol fundamental.

Veinte años le llevó a Gesualdo escribirla y treinta años publicarla. Prefería, él, renunciar a una carrera literaria, evitaba las avenidas; le bastaban la docencia, la vida mansa de pueblo, el costado anónimo del oficio. La perorata ganó premios, tuvo su adaptación cinematográfica (ustedes son jóvenes, pero ahí estaban Franco Nero, Fernando Rey, Vanessa Redgrave) y lo sacó a Gesualdo de las callecitas de tierra de la literatura tana de entonces. Hasta que llegó 1996 y Bufalino, como tantos hombres y mujeres de este mundo, se murió; como su coterráneo Ítalo Svevo, tras un accidente de auto.

Pero el hallazgo fundamental en los restos de aquella biblioteca ajena no fue sólo ese título, ese nombre y ese apellido, sino sus márgenes: el volumen de Perorata del apestado está repleto de marcaciones. Marcaciones, subrayados en lápiz del propio Dal Masetto. La letra acostada, urgida por los pensamientos que despierta la lectura. Apunto acá algunas a las apuradas, no sin antes reconocer que estoy cumpliendo con un ritual para el cual carezco de autorización.

“Fantasmas grises, sombras vestidas de túnicas blancas como impermeables blancos”; “Nadie tiene oídos para oír la música de la propia existencia, y detenerla en el momento justo”; “Un río sin orillas de idénticos”; “mi sangre y sus inundaciones imprevistas”; “El altivo ovalo endulzado por una corta melena de luz” (“cara de mujer”, anota Antonio); “bajo mis dedos desilusionados sólo sé encontrar monstruos” (¿no les recuerda eso al final de “Culminación del dolor” de Bukowski: “Nací para robar rosas de las avenidas de la muerte”?). A un lado, Antonio escribió: “desencanto”; y, arriba, sobre la caja del texto: “mi cabeza daba vueltas como pájaro atrapado en el cielo”.

Y así podría seguir, largo rato, transcribiendo más y más subrayados.

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