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Entrevista: Alejandra Kamiya

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Entrevista: Alejandra Kamiya

“No concibo la escritura sin la paciencia y el amor”

por Hernán Carbonel

Foto por Manuel Iniesta

Alejandra Kamiya es una de las voces más representativas de la narrativa argentina contemporánea. Representante del género cuento por excelencia, ha creado un estilo propio basado en el trabajo preciso y lacónico con el lenguaje, imágenes unánimes y fraseos de una justeza admirable. A partir de la reedición de dos de sus libros –Los árboles caídos también son el bosque y El sol mueve la sombra de las cosas quietas– y la publicación del reciente La paciencia del agua sobre cada piedra en Eterna Cadencia, desde Fundación La Balandra nos dimos el gusto de charlar con ella sobre el trabajo en las formas del lenguaje, la cultura japonesa –uno de sus linajes–, sus actuales lecturas y su paso por el taller de Abelardo Castillo.

Hay un notorio trabajo sobre las formas en tus cuentos, eso lo destacan crítica y público. ¿Cuánto tiempo te lleva la escritura y corrección de cada cuento?

El tiempo es tal vez la variable menos mensurable en el proceso de escritura. Una línea puede llevar meses o años y varias páginas unos minutos. Pero esos minutos encierran en sí un montón de experiencia previa.

Hay frases que merecidamente “subrayables”: metáforas, comparaciones. ¿Cómo desarrollas esa búsqueda?

Sobre lo que vos llamás subrayable: el subrayado es del lector y de hecho cada uno subraya diferentes líneas. La búsqueda implícita en la escritura no apunta al subrayado, sino, en mi caso, a una verdad. No a expresar una verdad que tengo sino a atrapar por un momento una verdad que desconozco en el momento de comenzar a escribir. El subrayado es un lugar de encuentro. Un encuentro casi casual.

El título de uno de tus libros, La paciencia del agua sobre cada piedra, pareciera una metáfora de lo que –uno intuye– es tu forma de trabajo. Hasta los títulos de los libros parece trasladarse esa búsqueda.

Relaciono la paciencia con el amor. Una forma de amor. No concibo la escritura sin esas dos cosas, la paciencia y el amor. Sobre los títulos, del primero –Los árboles caídos también son del bosque– me lo marcó Abelardo cuando leí el cuento “Partir” en su taller. Yo estaba leyendo y él, sin levantar la cabeza, levantó la mano y me dijo: “ahí ya tenés el nombre para el libro”. Yo le dije: “¿no es un poco largo, Abelardo?”. Y él respondió: “no importa”. Y el segundo y tercer título, sin buscarlo adrede, repliqué la misma métrica, la misma cantidad de sílabas y el mismo lugar en que cortan.

¿Qué tan impregnada de la cultura japonesa está tu escritura? (Pienso en, por ejemplo, “Desayuno perfecto” y otros tantos cuentos)

Cuándo me preguntan esto, yo a su vez me pregunto quién puede hablar con exactitud de la dosis de su cultura de origen en cada uno de sus actos. Reconozco por supuesto rasgos de la cultura de mi padre en mí, también de mi madre y del contexto en el que crecí. De hecho, la escritura hace las veces de espejo para conjeturar de dónde viene tal o cuál gesto o forma de mirar. Ser una mezcla implica que la raíz ya no es esto o lo otro, sino ambos y ninguno.

¿Qué te dejó, tanto en el plano intelectual como en el plano personal, haber hecho taller con Abelardo?

Haber pasado por el taller de Abelardo Castillo obviamente me dejó un bagaje de lo que lo que Borges llamaba astucias. Él decía que había aprendido algunas astucias a lo largo de los años. Pero lo más importante que me dejó Abelardo fue la idea de compromiso con la literatura, porque él estaba totalmente comprometido, y, de alguna manera, para ser parte del taller, había que responder –o al menos yo sentía eso: que había que responder– con una actitud a la misma altura. 

¿Qué es lo que te atrapa del género cuento para cultivarlo?

Borges dijo alguna vez que era por perezoso. Me encanta esa respuesta. Tal vez yo también por perezosa. Pero me resulta muy atractiva la síntesis que hay en el género cuento, y el hecho de que no pueda haber nada superfluo, nada innecesario, como si todo tuviese que ser esencial. Eso me gusta mucho.

¿Cómo ves el panorama de la cuentística actual, qué autores del género soles leer?

Soy muy desordenada para leer. Te puedo contar lo últimos que he leído. Un ensayo de Vivian Gornick sobre la narrativa personal, se llama La situación y la historia, y uno de Peter Orner, “¿Hay alguien ahí?”. Me encantó tanto Orner, que él nombra como a su maestro a alguien que se llama André Dubus, y me fui a buscar a Dubus y encontré uno que se llama Adulterio. Y estoy con uno de Bette Howland, que se llama Cosas que vienen y van, con traducción de Inés Garland. Pero, en general, los autores que suelen acompañarme están muertos. No estoy mucho con las novedades o al tanto de lo que hacen todos mis contemporáneos. Debería leer más. Debería leer más, pero tengo una deuda tan grande con los clásicos. Y, además, viste que es como que la lectura te va marcando un caminito, y ese caminito mío suele alejarse de lo contemporáneo, porque va para atrás.

¿Qué te implica la reedición en conjunto de toda la obra en Eterna Cadencia?

Tener los tres libros en Eterna Cadencia me da la misma sensación que cuando ordenás un placar: sentís que esa armonía que está afuera se transmite hacia adentro. Algo así. Porque, después de hacerlo, cuando estábamos planteando las tapas, me di cuenta que eran una trilogía, y por eso tienen los mismos colores. Intentamos subrayar eso. Entonces, si son una trilogía, me da mucha paz que estén los tres juntos.

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