Letras móviles

Querido editor dos puntos

por Hernán Carbonel

No sé si la vieron. Hay una bellísima película que se llama Genius (Pasión por las letras para la traducción latinoamericana, El editor de libros para la península ibérica). Es de 2016, la dirige Michael Grandage, trabajan Colin Firth, Jude Law y Nicole Kidman, y está basada en el libro Max Perkins: Editor of genius de Andrew Scott Berg. 

Se trata de, básicamente, la relación entre Thomas Wolfe y su editor, el inconmensurable Maxwell Perkins, y de cómo este dedicó horas y horas de su vida a pulir su obra. Hay una escena maravillosa, entre tantas otras escenas maravillosas: los cadetes de la editorial apilan en una oficina una pila de mamotretos –no otra cosa que el manuscrito de Wolfe: cinco mil páginas –, a lo que Perkins declara: “Lo haremos si es que puedes dejar de añadir páginas”. Wolfe lo tenía claro: “Mi defecto principal es que escribo demasiado”. 

Hay otras frases subrayables (ya sé, es difícil subrayar un subtítulo), pero quizás la mejor sea esta, y la dice Perkins: “Es algo que nos quita el sueño a los editores: ¿realmente mejoramos los libros o los hacemos diferentes?”.

Max Perkins no tenía treinta años cuando entró a trabajar en la editorial Scribner’s Sons. La leyenda dice que era un tipo sagaz, cortés, apasionado pero incapaz de ceder a sus principios, simpático y al mismo tiempo distante, muy comprometido con su tarea. Lo de él era la búsqueda: nuevas voces, nuevos nombres, nuevas promesas. Fue quien publicó Fiesta (The Sun Also Rises: El sol también se eleva, esas cosas de los traductores), la primera novela de Hemingway, y produjo el éxito comercial que resultó ser Adiós a las armas.

Había conocido a Hemingway a través de nada más y nada menos que Scott Fitzgerald, y la historia que rodea a la publicación de El gran Gatsby –si ustedes me lo permiten– merece ser contada. Resumámosla así. Fitzgerald le cuenta a Perkins que quiere titular Trimalción a su nueva novela. Trimalción, aquel liberto que muere asesinado en una típica orgía romana, personaje de El Satiricón, libro atribuido a Petronio (esa es otra historia). Perkins termina convenciendo a Fitzgerald de buscar un nuevo título y retocar ciertos pasajes de la novela; sobre todo lo que tiene que ver con el pasado del protagonista, que el editor sugiere fuera diseminado en pequeños fragmentos, en lugar de un monólogo final tal cual el autor había premeditado.

De todos modos, Cambridge terminó publicando, entre las obras completas de Fitzgerald, aquel original llamado Trimalción, así como alguna vez se publicaron las versiones originales de De qué hablamos cuando hablamos de amor de Carver bajo su título primigenio, Principiantes.

Para entendernos, volvamos a aquella frase de Perkins: “Es algo que nos quita el sueño a los editores: ¿realmente mejoramos los libros o los hacemos diferentes?”.

El viejo Ray había muerto joven, en 1988, a los 50 años, y, como en “Ya no sé qué hacer conmigo”, aquella risueña pero inteligente canción de El cuarto de Nos, había sido empleado en un aserradero, repartidor, conserje, asistente de biblioteca, docente, alcohólico y padre, y había pasado por dos matrimonios, el primero tortuoso, el segundo, redentor. Pero, sobre todo, había escrito una de las mejores obras cuentísticas que nos ha legado la literatura estadounidense del Siglo XX con ese cuarteto de la muerte que es ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, De qué hablamos cuando hablamos de amor, Catedral y Tres rosas amarillas (Si me necesitas, llámame fue publicado de manera póstuma por su segunda esposa, Tess Gallagher, y esa también es otra historia). 

Veinte años después, un periodista de The New York Time Magazine puso manos a la obra sobre un runrún que circulaba por el mundillo literario del Norte desde hacía rato: que los cuentos de Carver no hubiesen sido lo que fueron si no hubieran estado atravesados por su editor, Gordon “Joven Manos de Tijera” Lish (la referencia a Burton se me acaba de ocurrir, pero no creo que alguien no haya tenido antes esta poco original idea).

La cosa es que este señor, de apellido Max, se llegó hasta una biblioteca de Bloomington, Indiana, donde reposaban los originales de Carver –escritos a máquina, porque por aquella época se escribía a máquina– y dio con las tachaduras, supresiones y remedos –estuve a punto de escribir cauterizaciones, porque corregir es cauterizar: quemar las heridas de un texto– que había hecho Lish.

De nuevo: síntesis. El Viejo Joven Manos de Tijera había extirpado párrafos enteros, personajes, miles de palabras, reescrito finales. De ahí al escándalo –escándalo literario, que cosa más absurda e improductiva– hubo sólo un paso. Que Lish era un traidor; que Carver era un tibio; que Carver no era Carver sino Carver atravesado por Lish; que Lish era un genio para que Carver también lo fuera; que Carver era un genio antes de Lish pero.

Los devotos del viejo Ray sintieron que habían vivido durante años en una mentira. (Pensémoslo bien: ¿quién de nosotros, en algún momento de esta breve farsa consensuada con uno mismo que es la vida no sintió que había vivido, por la razón que fuera, ante la circunstancia que fuera, en el microcosmos de una mentira durante años? Ya lo dijo Gilda: de repente una mañana cuando desperté me dije todo es una mentira.) La cosa es que Catedral, del ’83, y Tres rosas amarillas, del ’88, ya fueron más Carver y menos Lish. Después, si Carver había logrado ser sí mismo amén de los auxilios externos, si lo había logrado gracias a Lish, si había trascendido a su editor, o si Lish había entrado tanto en él que casi eran una misma cosa, eso no es algo que nos corresponda evaluar a nosotros. Es de noche, tarde, está refrescando, y las voces del mundo se van aquietando para reclamar silencio.

Quién sabe. Así como Fitzgerald reconoció que alguien tenía que pensar por él, y fue Perkins quien lo hizo, y, gracias a eso, El gran Gatsby terminó siendo lo que fue, quizás Carver también terminó reconociendo que Lish debía pensar por él para que sus cuentos terminaran siendo lo que fueron. No lo sabemos. Aunque nos duela, nada mejor que la incertidumbre.

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