Lecturas: El enigma del oficio

Experiencias en torno al libro

por Hernán Carbonel

En Un día en la vida de un editor, Jorge Herralde, fundador de Anagrama, escribió: “He tenido la inmensa suerte de haber podido ejercer durante cincuenta años este oficio de locos, como lo llamó Inge Feltrinelli, y que también es el mejor oficio del mundo, como pensamos muchos”. Herralde es autor, también, de El observatorio editorial, 40 años de labor editorial, El optimismo de la voluntad y Por orden alfabético. Así como Esther Tusquets lo es de Confesiones de una editora poco mentirosa y Confesiones de una vieja dama indigna; Mario Muchnik, de Oficio editor; Roberto Calasso, de La marca del editor; y Michael Korda, de Editar la vida: Mitos y realidades de la industria del libro; entre tantísimos otros símiles.

Memorias, recuerdos personales, anécdotas, bocetos, recortes de la historia, trayectorias, emblemas, avatares y aventuras, la suma de textos y enfoques diversos. El mundo editorial ha dado muchos modelos a esa mirada interna, la búsqueda de su propio ombligo. El enigma del oficio. Memorias de un agente literario, de Guillermo Schavelzon, va en ese plan.

En el prólogo, situado en Barcelona, fechado en octubre de 2021 y titulado, no sin ironía, “No todos fueron éxitos, Watson”, al que le sigue una cita de los Seis enigmas para Sherlock Holmes, Schavelzon aclara que este no es “el libro de un escritor sino el de un testigo”, la crónica “subjetiva y personal de ciertas experiencias públicas y privadas” que lo acercaron al mundo del libro, a escritoras y escritores, editores, agentes, durante medio siglo, y cuenta que el disparador para su escritura fue una sugerencia de Ricardo Piglia.

En El enigma del oficio, publicado por Ampersand, cada capítulo lleva por título, en su mayoría, el nombre de un autor o un editor: Roa Bastos, Saer, García Márquez, Quino, Rulfo, Cortázar, Poniatowska, Brizuela, Bornemann, Bioy Casares, Neuman, Tizón, políticos de como Juan Domingo Perón o Jean van Heijenoort, secretario personal y guardaespaldas de León Trotski, figuras del espectáculo como Jorge Guinzburg (la historia detrás del libro a pedido al reconocido conductor televisivo es magistral) y el infaltable Diego Armando Maradona. Muchos de ellos vuelven en otros capítulos, reaparecen, se repiten, como Piglia mismo o Jorge Álvarez, con quien abre el tomo; personaje con el que Schavelzon no duda en declarar que los atraviesa una deuda, no sólo laboral, sino también monetaria.

Una línea que recorre muchos de los textos es la diferencia en cómo se ejercía el oficio años ha, y cómo se lo ejerce en la actualidad: “cómo se hacían las cosas antes” y que no siempre “fue como es ahora”. En el caso de Joaquín Lavado, más conocido como Quino, se advierte este profundo cambio a través del tiempo.

Schavelzon no escatima en revelar secretos, desnudar intimidades, situaciones privadas; camaraderías, sí, pero también cuentas pendientes, traiciones. El lado luminoso y el lado infame del mundillo editorial. Sabemos: al público le atraen los entuertos, aquellas palabras que antes eran sólo un susurro, un secreto a voces, y que, ahora, se vuelven públicas, sea tanto en “el plano anecdótico como en el analítico”, como escribió alguna vez Mariano del Mazo. Cada quien elige qué contar. Y en ello reside, quizás, lo atractivo de estas historias.

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