Opinión: Derivas sobre la preceptiva del cuento

Una lectura de Camino a casa, de Lila Gianelloni

por Mauricio Koch

Hay un siseo, ¿lo escuchan?

Hace unos días, con un amigo nerd que tengo (yo tengo muchos amigos nerds, de los que estoy orgulloso) hablábamos sobre las posibilidades estéticas del cuento en la actualidad. Las charlas de nerds son así. Y como a los dos nos interesa mucho la narrativa breve, es decir los cuentos, es un tema que solemos transitar. Nos preguntamos, por ejemplo, cuáles son las búsquedas que han revitalizado en los últimos años a este género siempre a riesgo de cristalizarse, un género que a diferencia de otros suele tener defensores radicales de la ortodoxia, puristas capaces de cortarle la mano a quien ose transgredir algún precepto de la doctrina oficial. Ya sé, estoy exagerando, aunque quizá no tanto y más allá del chiste siento que algo de esto hay, sobre todo en un país como el nuestro (una región, para ser más precisos), cuna de grandísimos cuentistas, lo que en principio es todo ganancia, pero también presenta algunos obstáculos. La ganancia más visible es que están al alcance de la mano e incluso en los programas escolares los cuentos de Borges, Cortázar, Shua, Heker, Denevi, Walsh, Quiroga, la lista sigue. Lo no tan bueno es que cuando crecemos y se nos ocurre la bendita idea de empezar a escribir nuestros intentos de cuento, junto con estos nombres suele llegar una preceptiva de que la que no es tan fácil desprenderse: se nos vienen encima las máximas y los decálogos con sus mecanismos de relojería, knock-outs, trampolines psíquicos, esferas, flechas que apuntan al blanco y nunca fallan ni se distraen por el camino y, sobre todas las cosas, un dictamen que dice que nunca ¡jamás! debemos empezar a escribir sin saber adónde vamos. Lo que se conoce como el peso de las influencias. (Es necesario aclarar que esto en general no ocurre por culpa de los autores sino más bien por la horda de eunucos que viene detrás y más que escribir cuentos, o ayudar a escribirlos, lo que quieren es dar indicaciones. Es cosa sabida que hay muchos críticos y coordinadores de taller con alma de agentes de tránsito).

A diferencia de lo que sucede con la novela o la poesía, dos mundos donde la experimentación está aceptada y hasta podría ser la norma (o si no es la norma, sí es un hecho que el novelista puede defender su búsqueda argumentando que es experimental o alejada de las formas tradicionales, caracterizadas por una cierta idea de trama, personajes bien definidos que se transforman a lo largo del recorrido, descripción naturalista de escenarios o lo que sea que alguien arguyera en nombre de la Novela con mayúscula). En poesía, lo mismo. Un poeta puede permitirse ser críptico, hacer malabares más o menos felices e incluso absurdos con el lenguaje y a lo sumo tendrá escasos lectores, pero lo que no ocurrirá es que alguien levante la fusta o el dedo acusador al grito de “esto no es poesía”. Con el cuento es distinto. Y esto no ocurre tanto con los lectores, pero sí es frecuente entre los editores y reseñistas, que no saben muy bien qué hacer cuando un autor arriesga dentro de la narrativa breve, andan medio perdidos mirando para el costado y preguntándose si será lícito llamarle cuento a eso que tienen enfrente. En fin, que nos quisieron hacer creer que el cuento es el más conservador de los géneros, y que está bien que así sea. Y tal vez por un tiempo lo consiguieron y lo vimos así, un tanto rígido y esquemático. 

Hace un tiempo leí una entrevista en la que el escritor español Eloy Tizón dice que en su obra lo que ha intentado es irse despojando de esos preceptos rígidos o elementos narrativos supuestamente imprescindibles a la hora de escribir cuentos: sacar la intriga y ver qué pasa, quitar el final cerrado o epifánico y ver qué ocurre, quitar el conflicto fuerte o la transformación psicológica de los personajes y probar, y así. La conclusión a la que llegó luego de sacar tantas cosas es que el cuento aún puede sostenerse en la voz. La cualidad musical de una voz hará que aun sin un comienzo atrapante, sin intriga, sin la sensación inminente de que algo va a ocurrir, el lector se quede ahí.

Venía pensando y tomando algunos apuntes sobre estas cuestiones cuando empecé a leer Camino a casa (Obloshka), el nuevo libro de cuentos de Lila Gianelloni. Y a medida que avanzaba en la lectura, comprobaba con asombro que en sus cuentos ninguna de las “obligaciones a priori” que debería cumplir un cuento están, como si la autora escribiera con una libertad muy grande –no quiero decir absoluta porque eso no me lo creo, pero es como si de verdad hubiera logrado sacarse todo ese ropaje denso del que hablé antes o nunca le hubiera preocupado–. No hay, decía, un acatamiento de lo que los decálogos del buen cuento indican que hay que hacer, pero tampoco –retomando las palabras de Eloy Tizón– es solo una voz lo que sostiene la estructura. A mí personalmente me resulta interesante la idea de la voz singular como único requisito. Ahí tenemos a Clarice Lispector narrando a lo largo de páginas y páginas las reflexiones de una mujer que contempla un huevo sobre la mesada de la cocina, o a Felisberto Hernández contándonos cómo es que irrumpen los recuerdos y se meten en lugares donde nadie los llamó, y nosotros, los lectores, allí, hipnotizados. Creo que Gianelloni es pariente cercana de esa gente, pero ¡ojo! su voz no es una voz de esas que están en primer plano, estridentes o muy llamativas, esas voces que levantan la mano para hacerse notar o se florean en una sintaxis extraña, pretendidamente novedosa. Nada de eso, el estilo de Lila es más bien clásico, apacible, sin alardes de estilismo, aunque tampoco seco. Es una voz amable, con destellos de humor sutil y hallazgos sorprendentes

¿Entonces, dónde reside el misterio? O, mejor dicho, todo el misterio: porque lo que sí está claro y hay que decir con contundencia es que los cuentos son fascinantes. Tal vez la respuesta esté en la singularidad: los cuentos de Lila Gianelloni son encantadores porque nos muestran un modo de estar en el mundo y ese modo de estar, de mirar, se ve reflejado en los cuentos. O más que reflejado, son como pequeños desprendimientos de Lila. No es la voz, o no solo la voz, sino algo más profundo –no quiero tenerle miedo a esa palabra–, como si nos asomáramos e incluso como si por un rato pudiéramos convivir con esas cosas extrañas que están o que suceden dentro de las páginas de Camino a casa. (Releo esto último y temo que se malinterprete, por eso quiero ser preciso: hay en Gianelloni una escritura cuidada y minuciosa y un manejo sólido y consciente de las herramientas, pero además hay mucho de hechicería, de ser mágico venido quién sabe de qué bosque encantado a compartir su gracia con nosotros). 

Dos ejemplos de su modo de ver: al comienzo del cuento Una gallina, cuando el ciclista se encuentra por primera vez con el ave, el narrador la describe así: “(…) no le gustaban las gallinas, pero esta le llamó la atención porque percibió cierta soberbia en la mirada, de por sí mezquina, que tienen las gallinas. Esta parecía tener conciencia de que recibía un trato especial por parte de sus dueños”. El cuento El sapo está narrado en primera persona por una nena, que describe así el encuentro: “Enorme. Ovalado como una pelota de rugby. (…) me miraba y cada tanto sacaba la lengua. Me di cuenta que los sapos no tienen orejas, ni tampoco un cuello. Bajó los párpados; parecía cansado”. 

Una cosa más quisiera señalar: en el último libro de Graciela Speranza, Lo que no vemos, lo que el arte ve, la autora investiga cómo se ve reflejada la crisis actual, con el acento puesto en la crisis climática y ambiental, y dice puntualmente: “Lo que nos acerca más a la sensibilidad sobre lo que nos preocupa hoy no es imaginar futuras catástrofes como las imaginó la ciencia ficción del siglo XX, invasiones extraterrestres, tempestades solares, el fin del mundo en términos francamente apocalípticos, sino obras que, alejadas de esos modelos, tratan de pensar la cuestión aun en la vida cotidiana, pero que permiten entrever o vislumbrar las posibilidades del desastre”. Este es otro aspecto muy presente en Camino a casa: de un modo nunca directo, siempre elusivo, como sabe hacerlo la buena literatura, al leer estos cuentos podemos vislumbrar la magnitud y las posibilidades del desastre. Hay varios relatos, entre ellos Hermanos, El sapo, La serpiente y hasta de un modo más tangencial y, ya desde el género fantástico, La casa del árbol, en los que se dan una serie de casualidades (o no) inquietantes que nos muestran que la relación simbiótica y salvaje con la naturaleza está dañada. 

En Perdido, el relato que abre el libro, obra maestra de la elipsis, el desastre es de otras características. Pero desastre al fin. 

¿Escucharon el siseo? ¿Siguen sin escucharlo? Presten atención: viene de abajo. No son los animales porque los animales no sisean: rebuznan, ladran, maúllan, cacarean, trinan, balan. Sin embargo, si prestan atención, se escucha: es un siseo, y viene de la tierra. La misma tierra con la que están amasados estos cuentos.

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