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Opinión: La literatura, vida y obra

Por Hernán Carbonel

I

En “Los que abandonan Omelas”, de Ursula Le Guin, basta el sufrimiento de un solo sujeto para justificar la felicidad del resto de la comunidad. Daniel Moyano cierra su cuento “La lombriz” diciendo que “nada podía valer un cielo para unos pocos elegidos, porque sería un lugar lleno de remordimientos. Cómo gozar del cielo cuando había un infierno. Y bastaba el dolor de un solo hombre para impedir la alegría”. Borges decía en sus diálogos con Ferrari que “basta con que un solo hombre muera para que las cosas sean terribles”. Cómo medir el dolor del mundo –al menos desde la literatura– cuando al menos un hombre sufre.

II

Sabemos que, en “La muerte y la brújula”, Red Scharlach le tiende una trampa a Erik Lönnrot para asesinarlo. La trampa es articular las letras del Nombre, ese prodigio, el Tetragrámaton, JHVH (en hebrero es YHVH), sea a través de un laberinto lineal o de los cuatro puntos cardinales de la ciudad. Hay una variable de eso en “Los nueve mil millones de nombres de Dios”, de Arthur C. Clarke, donde monjes budistas contratan a una serie de expertos en informática para que, a través de una computadora de última generación, efectúen no operaciones matemáticas, sino variables con letras, y así hallar todos los posibles nombres de Dios (la máquina se parece, de algún modo, a la HAL9000 de Odisea del espacio): el final es fantástico, en ambos sentidos del término. Escribe María Teresa Andruetto en “El nombre de las cosas”, uno de los textos de Como si fuesen fábulas: “En la leyenda de ‘El Gólem’, el rabino pretende crear a un hombre. Hace un muñeco de barro, pero no logra darle vida porque desconoce el nombre secreto de Dios” (como el personaje de Borges pretende crearlo soñándolo tras aquella unánime noche). En el fondo, todos ellos buscan lo mismo.

III

Roberto Arlt hablaba de la congoja del viajero perdido en el desierto. Pero hay algo de épico (a la manera de Borges, para insistir con las dicotomías inexistentes, al fin y al cabo, Boedo es un barrio y Florida una calle) en ese viajero expuesto a la intemperie, a la incertidumbre. La brújula dislocada, sin el norte exigido. El viajero, a la manera de Ulises o Alejandro Magno. La cita es de Dolina: “Los hombres nobles eluden un esfuerzo realizando otro mucho mayor. Por no arrancar una rosa, construyen un palacio. Por no escuchar un reproche, ejercen la rectitud toda la vida. Por no bajarse del caballo, conquistan el Asia”.

IV

Rulfo dijo que su generación no entendió Pedro Páramo. Que fue hecha con esa intención, que, según él, se necesitaban tres lecturas para comprenderla, y que fue comprendida recién por las generaciones siguientes. (Cuenta Juan Forn en una de sus crónicas que un crítico del suplemento literario del Times sintió, a la primera lectura, que se perdía en la superposición de voces, pero que volvió a leerlo en braille, ya ciego, y que fue recién ahí cuando comprendió todo.) Ahora que esa novela es película y, por ende, popular –sin un límite claro de qué es lo popular– la declaración de Rulfo no se vuelve una contradicción, sino una vuelta más a la larga rosca que cada obra produce por sí misma.

V

Para volver a él: en una de sus columnas, Juan Forn habla del escultor y pintor suizo Alberto Giacometti, y de cuando éste acepta, en 1965, hacerle un retrato a un coleccionista llamado James Lord. Lord le pide a Giacometti registrar el proceso: una fotografía al día, al culminar la jornada de trabajo. Lord, a modo de resarcimiento existencial, publica años después un libro en el que describe cada una de aquellas sesiones. La obra del artista que, al mismo tiempo que pinta un retrato, es retratada por su modelo. Un juego de espejos. Algo de eso hay en Mr. Gwyn, de Baricco, donde el protagonista de la novela –que quiere parar de escribir, pero no por mera crisis creativa, sino para cambiar de perspectiva, para llegar al núcleo de la cosa–, no pinta retratos, sino que los escribe. Pretende “arrebatarle a la escritura la posibilidad natural de la novela”, porque, lo que Gwyn quiere es escribir un retrato: “Me gustaría que posara usted desnuda, porque creo que se trata de una condición inevitable para el éxito del retrato”. Y algo de eso hay también en La vegetariana, de la reciente Premio Nobel Han Kang, donde un hombre y una mujer, la protagonista que da título al libro y su cuñado, un video-artista, se encuentran –en varios sentidos del término– a través de los dibujos de flores que cubren su cuerpo en la desnudez, en el contacto con la piel ilustrada. Distinta es la búsqueda de aquel personaje de un cuento de Fontanarrosa, que, por falta de recursos, pinta tantos cuadros sobre el mismo lienzo que termina convirtiéndose en escultor, por el relieve que lleva a tomar la tela por tal acumulación. Cosas que suelen suceder en las artes plásticas miradas desde la literatura.

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