Obsesivo, Haruki Murakami detalla en un cuaderno los kilómetros que corre para entrenarse con miras al Maratón de Nueva York del 6 de noviembre de 2005: “junio: 260 kilómetros (60 kilómetros por semana); julio: 310 kilómetros (70 kilómetros por semana); agosto: 350 kilómetros (80 kilómetros por semana)”.
No sólo anota números. También sensaciones. Lo hace de manera tan meticulosa que para el 2007 ya tendrá escrito un libro. Lo titulará De qué hablo cuando hablo de correr, homenaje a su querido Raymond Carver (De qué hablamos cuando hablamos de amor), escritor de los imprescindibles pero que, a diferencia de Murakami, no corría ni a la coneja. Carver se la pasaba sentado escribiendo, bebiendo y fumando.
Murakami corre para sentirse bien físicamente. Aunque la paradoja de los maratones implique que mientras se corre sólo se siente dolor. Pero hay algo que va más allá de lo físico: el hecho de superarse a sí mismo. A eso le apunta el escritor nacido en la ciudad japonesa de Kioto el 12 de enero de 1947. Tiene un sistema para combatir los dolores: cada vez que corra pensará en cualquier cosa que lo saque de ahí. Esos pensamientos luego serán libro.
De qué hablo cuando hablo de correr es una suerte de sensaciones en tiempo real. Cuenta que le da vergüenza que se sepa que no pudo superar tal objetivo de competencia o que no entrenó como correspondía. Lamentos y aciertos.
Una vez, recuerda, en un entrenamiento empezó a sentir calambres tan intensos que tuvo que dejar de correr. “La parte trasera de mis muslos me temblaba, completamente agarrotada”, describe. Pero como no quería abandonar se detuvo, se masajeó unos cinco minutos y volvió a correr. A los pocos metros, otra vez los dolores. Entonces, siguió hacia la meta caminando a duras penas. Pero no se bajó de la carrera. “La idea de abandonar y dejar que me recogiera el bus-escoba rondó muchas veces mi cabeza. Al fin y al cabo, el tiempo que haría iba a ser horrible, así que, ¿qué más daba si lo dejaba ahí mismo? Pero, claro, lo que no quería era precisamente abandonar. Quería llegar a la meta aunque fuera a gatas”. Así que apretó los dientes y siguió. “Lo que de veras me dolía eran mi orgullo herido y mi lamentable imagen caminando penosamente por el trazado del maratón”, se avergüenza. Pudo llegar a la meta. Pero trotando. Y trotar, para un maratonista, es menos humillante que caminar.
Las consecuencias físicas del entrenamiento le sirven al eterno candidato al Nobel para compararlas con temas habituales. Así es que escribe cosas como que en la vida “no se puede ganar siempre” o que “en la autopista de la vida no es posible circular siempre por el carril de adelantamiento”. A medida que entrena y anota, también le aparecen recuerdos. Entre ellos, el de una sesión de fotos para la revista especializada Runner’s World. El escenario, Hawai. Sabía que el título de la crónica iría por el lado de El escritor corredor o algo así. El trabajo consistiría en tomar imágenes y ya. Pero Murakami quiso ir por más: en vez de unas simples fotos, pidió que lo acompañen durante los 42 kilómetros, así el reportaje sería del todo real.
Cuando empezó con el maratón, uno de sus primeros objetivos fue correr nada menos que en Grecia, la cuna de este deporte, para hacer una crónica periodística. Era 1983 y tenía poco más de 30 años. Corrió de Atenas a Maratón, la ruta inversa a la original, acompañado por un fotógrafo que, obvio, iba en auto. Lo más emocionante de esa experiencia no era tanto conocer Grecia sino sentir lo mismo que habían sentido los primeros en competir en tan tradicional recorrido. Era pleno verano ateniense y el calor se le había vuelto insoportable. En su cabeza, mientras el físico le decía basta, no podía dejar de recordar los consejos de los vecinos griegos antes de la partida: “Es mejor que no cometas esa estupidez. Nadie en sus cabales haría tal cosa”.
Murakami quiso correr igual. Arrancó a la madrugada y estaba feliz, pero esa felicidad empezó a variar a sensaciones negativas a medida que asomaba el sol. Se sacó la remera, se quemó de más, encontró un perro tirado de tan exhausto, le faltaba el aire y las piernas dejaban de responderle hasta que su cabeza le empezó a jugar malas pasadas. “Me planteaba seriamente qué necesidad tenía yo de venir tan lejos, desde Tokio hasta este bello país, para correr por esta peligrosísima carretera industrial”, se preguntaba. Para distraerse, cuenta la cantidad de animales muertos que fue cruzando en la ruta. Hasta que la sed se le hizo insoportable. “Cuando me paso la lengua por los labios, me saben como a salsa de anchoas. Me apetece beberme una cerveza helada”. Cuando deja el centro de la ciudad, la ruta lo lleva por subidas y bajadas; ahora el cuerpo tiene una nueva factura que pasarle.
Van veintisiete kilómetros y saca cuentas sobre cuándo llegará a la meta. Al pasar los 30 hay tanto viento que le cuesta avanzar. “A partir de aquí es cuando te acomete la verdadera fatiga. Por mucho que te hidrates, al momento vuelves a tener sed. Quiero beberme una cerveza helada”, insiste. Y luego: “Es mejor quitarse de la cabeza lo de la cerveza. Hay que intentar no pensar en el sol. Y olvidémonos también del viento. Y del artículo”, escribe.
Hasta entonces, nunca había corrido más de 35 kilómetros, así que al alcanzar esa distancia le arrecian dudas sobre cómo seguir. “Al llegar al kilómetro treinta y siete, cualquier cosa me resulta tremendamente desagradable. Ya estoy harto de todo. No quiero correr más. Lo mire como lo mire, mis energías están tocando fondo. Me siento como un coche que sigue corriendo con el depósito vacío. Quiero beber agua, pero temo que, si me detengo a beber, ya no podré continuar. Tengo sed. Pero ya no me queda siquiera la energía para beber agua. Al pensar en ello, comienzo a enfadarme. Me empiezan a molestar las ovejas que pastan felices, esparcidas por el descampado que hay a un lado de la carretera, y me empieza a molestar el fotógrafo, que no cesa de disparar su cámara desde el coche. El ruido del obturador de la cámara es demasiado fuerte. Hay demasiadas ovejas. Apretar el obturador es la labor del fotógrafo y pacer es el de las ovejas. No tengo derecho a quejarme. Aun así, no puedo evitar encolerizarme. Me empiezan a aparecer bultitos blancos por toda la piel. Son ampollas causadas por el sol. Esto se está poniendo muy feo. Maldito calor”, escribe.
Así y todo, llega a los 40 kilómetros. Relativamente le queda poco, pero el cuerpo no piensa ni siente lo mismo. El sudor le tapa la visión. Acá es cuando el carácter se torna tan importante como el resto físico. Está enojado. “Se trata ya del final, así que exprimo al máximo mis fuerzas para intentar acelerar en la llegada; sin embargo, por más que lo intento, las piernas no me responden. No consigo recordar bien cómo funciona mi cuerpo. Tengo la sensación de que me están pasando un cepillo de carpintero oxidado por todos los músculos de mi cuerpo”.
La historia termina bien. Llega a la meta, pero, al contrario de lo que pensaba, no siente la satisfacción del objetivo cumplido sino el alivio de no seguir corriendo. El empleado de una estación de servicio corta unas flores y se las da como una suerte de ramo simbólico. Es parte de pequeños detalles que le devuelven la alegría y le permiten entender que lo logró.
Unos minutos después se tomará una cerveza en un bar de la zona. “La Amstel –escribe– no está del todo fría como quiero. Por supuesto, está buenísima. Pero la cerveza real no está tan buena como la que yo imaginaba y ansiaba fervientemente mientras corría. En ninguna parte del mundo real existe nada tan bello como las fantasías que alberga quien ha perdido la cordura”. Fueron tres horas y cincuenta y un minutos.