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Literatura y deportes: Cuando me muera, quiero que me pongan fútbol

Por Por Alejandro Duchini

En su libro de memorias, Antes que nada, Martín Caparrós cuenta cómo influyeron el rugby y, sobre todo, el fútbol en su vida privada y en sus trabajos periodísticos.

Cuando en el invierno del 2002 Martín Caparrós viajaba a Japón para ver el Mundial de fútbol, organizado también por Corea, conoció en el avión a tres barras de Boca: El Vaca, Mauro y Maxi. El presidente de la AFA, Julio Grondona, por esos días había negado la presencia de barrabravas argentinos en el torneo, pero Caparrós recordó que los tres le habían dicho que iban a revender entradas y con eso sostendrían su estadía. Entonces, y ya en Tokio, les pidió una entrevista. Le dijeron que tal vez, que iban a ver; y mientras entraban en confianza. Pero esa confianza tuvo un momento álgido cuando los barras se le aparecieron en el hotel para pedirle que les deje lugar para dormir: “Che, estamos en bolas. Todavía no pudimos vender nada y no tenemos un mango. Nos tenés que hacer un gran favor (…) Sí, Bigote, tenés que aguantarnos dos o tres días en tu hotel”.

Prejuicioso, Caparrós intentó alguna excusa: que la habitación era muy chiquita, que no iban a entrar. Pero: “No seas hijo de puta, Bigote, vos también sos bostero, no nos podés dejar así en la calle”. La historia se lee en Antes que nada, el libro de memorias que acaba de publicar. En este trabajo, de más de 700 páginas, habla fundamentalmente de la Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA) que le diagnosticaron hace dos años. Y, de paso, cuenta sus historias en relación a los amores, al periodismo, los viajes, la escritura y el fútbol, como este caso vinculado a los barras de Boca.

Interesado por conseguir la nota que contradijera a Grondona, y culposo por no dejarlos en calle, esta historia terminó así: “El Vaca, Mauro y Maxi llegaban a mi pieza sin que nadie los viera; dos dormían en la otra cama pero pies con cabeza, por si acaso; el tercero, en unos almohadones en el suelo. Se aburrían esperando el inicio de las actividades; salían un rato y, cada vez, se traían un par de bolsas de souvenirs robados. Huéspedes agradecidos, siempre tenían un detalle para mí: un cenicero, un banderín, esas cositas. Tres o cuatro noches compartimos el albergue, tan escueto: entre ellos hablaban más que nada de política, de las alianzas y traiciones y violencias que tendrían que emprender para quedarse con la jefatura de la barra. Había, en esa pieza, olor a hombre, en el peor sentido de la palabra hombre, tres hombres que buscaban poder como los hombres. Al final les grabé la entrevista, fue curiosa —y quedó claro que sí había barras en Japón”.

Caparrós recuerda que se hizo de Boca en el verano del 62, cuando su abuela lo llevó a Mar del Plata y en el baño del hotel encontró un diario con una noticia sobre el penal que Antonio Roma le atajó a Delem: “Fue en ese momento, de puro triunfalista, cuando decidí que iba a hacerme de ese cuadro”. Desde entonces empezó a seguir a Boca a través de los diarios y de los relatos de Bernardino Veiga. Era chico y no jugaba bien al fútbol. Pero suplía la falta de técnica con su faceta de organizador de partidos en la escuela.

A la vez incursionaba en el rugby. Un amigo lo invitó a entrenar en el Central Buenos Aires y le fue gustando. “Entonces, todavía, muchos jugadores de rugby —¿rugbiers, habría que decir?— despreciaban el fútbol; llamar a alguien «futbolero» era un insulto. Solían repetir aquella vieja tontería que pretendía que el rugby es un deporte de caballos jugado por caballeros y el fútbol un deporte de caballeros jugado por caballos: el desprecio de clase a toda máquina. A mí esas poses me daban mucho asco, me hacían pensar cada tanto en dejar ese juego pero realmente me gustaba y, además, mi grupo de amigos más intenso estaba allí”.

Recién empezó a ir a la cancha cuando sus padres se separaron: “Mi padre, tras la separación, había descubierto que la cancha era una buena forma de entretener a sus dos hijos en las tardes de domingo que le correspondían. Pero el Monumental le quedaba mucho más cómodo —más cerca, más fácil de estacionar y de sentarse— y, pese a nuestros ruegos, solíamos terminar en la platea San Martín. Era un suplicio que tenía sus recompensas: allí vi por primera vez un Boca-River. Era una tarde radiante y nos reímos mucho cuando Rojitas le robó la gorra al venerable Amadeo Carrizo: media docena de gashinas lo corrían por toda la cancha para recuperarla. Después el partido no tuvo mucha historia y, cuando faltaban cinco minutos, como siempre, mi padre nos arreó hacia la salida. Era casi irritante: para no embotellarse en la partida, mi padre Antonio nos hacía salir unos minutos antes: durante años fui a la cancha sin poder ver cómo acababa un partido de fútbol. Aquella noche fuimos a comer algo y recién llegamos a casa horas más tarde. Mi madre estaba demudada: había escuchado, como todo el país salvo nosotros, las noticias de la catástrofe de la Puerta 12 —de la cancha de River. Provocaciones, avalanchas, setenta y tantos muertos. Ahí descubrí que el fútbol no era solo esos héroes que corrían detrás de la pelota, esos muchachos que gritaban sin parar, esas dosis de gloria y decepción que cada domingo renovaba”. A sus 12 o 13 años dijo basta a River y empezó a ir a La Bombonera después de hacerse socio de Boca.

De sus primeros trabajos periodísticos, recuerda, en Antes que nada, cuando consiguió una entrevista para la revista Goles: “Su director me hizo hacer una prueba: entrevistar al Chivo Pavoni, un jugador de Independiente. Yo quería el trabajo, así que le entregué dos versiones, una tipo pregunta y respuesta, la otra más narrada. García Blanco, el señor director, un hombre lleno de experiencia, desbordante de carnes, me miró con una sonrisa y me dijo pibe, esto está muy bien, te voy a dar laburo, pero acá no escribas nunca más así: esto es la revista Goles. Mi misión era escasa y menor: cada domingo me mandaban a ver uno de los peores partidos de la fecha para escribir una reseña de diez o quince líneas; era, supongo, lo que correspondía a un aprendiz de diecisiete años. Me pagaban muy poco; mi privilegio consistía en que no necesitaba la plata sino sentir que trabajaba. Y allí lo hice, al fin y al cabo, más de un año”.

Exiliado, el Mundial del 78 lo vio como pudo a través de la televisión francesa. Y mucho después, ya adulto, y junto a su colega Jorge Diorio, decidió ir a un Independiente-Boca para contar al fútbol desde una mirada cultural. Como les negaron las acreditaciones, se metieron en la popular del Rojo. “Mi campera de cuero era apropiada para el palco de prensa, no para el tablón”, recuerda. Y después: En el entretiempo, diez o quince bestias se me acercaron al grito de «Es de Boca, es de Boca» y empezaron a pegarme. La identificación, se ve, justificaba la batalla. No me pegaban por deporte: me robaron todo lo que tenía. Fue bastante brutal”.

Con el tiempo, haría lo mismo que hizo con él su padre Antonio: llevaría a su hijo Juan a la cancha, pero a La Bombonera, para fortalecer el vínculo. También con el tiempo escribiría y publicaría un libro sobre la historia de Boca (Boquita) y luego, a ese mismo libro le agregaría datos y lo republicaría con la ayuda de su hijo. “La pasión argentina por el fútbol no tiene igual en ningún otro sitio. Es, por momentos, un motivo de orgullo; en otros, de desazón o de vergüenza. Me gusta ese clima de la cancha, me impresiona cada vez ese momento en que subís por escaleras de cemento pelado, medio rotas, meadas, mal iluminadas y de repente entrás, por una puerta cochambrosa, a esa explosión de luces y de gritos. Pero me desespero cuando veo que nunca nada, en la historia argentina, movilizó más gente que la victoria en un Mundial de fútbol: millones de personas en la calle, todos esos millones que no consiguen hacer nada cuando nuestro país se hunde y se hunde y se hunde más. Quizá la comparación no sea pertinente, pero esa forma de «sentir» algo que al fin y al cabo es tan distante —once muchachos corriendo detrás de un cuero inflado— me parece, a menudo, un despilfarro”.

Ahora que acaba de publicar Antes que nada, ahora que siente que la muerte le acecha como nos acecha a todos, pero en su caso con aviso, escribe: “Y me sorprende que, desahuciado como estoy, no esté más deprimido, más aterrado, más descorazonado. A veces temo no haberme dado cuenta todavía —y lo que pueda pasar cuando suceda. Pero por ahora me lo tomo con una suavidad que no me convence. Sospecho que en algún momento voy a desesperarme”. Eso es apenas su cuadro de situación. Y en el mientras tanto, le aparece el fútbol, que de alguna forma también lo acecha: “Dicen que las mejores despedidas son las más cortas. Y yo, de todos modos, cuando me muera me la voy a pasar mirando fútbol —partidos viejos, supongo, porque los nuevos ya no voy a poder”.

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