Nunca seremos Shakespeare

por Azucena Galettini

Azucena GalettiniA los pocos días de decretarse el aislamiento en el país, comenzó a circular un mensaje que muchos compartían: decía que durante su aislamiento por la peste bubónica en Inglaterra, Shakespeare creó El rey Lear, e incluso Macbeth. Aparentemente tenía que ser un mensaje inspirador para quienes escribimos. Bueno, no. Más que inspirador, sonaba a recordatorio de que, qué le vamos a hacer, no seremos nunca Shakespeare. Lo cierto es que sumar presiones, como volver ese tiempo angustioso en algo “productivo”, me pareció un mandato más de una sociedad obsesionada con resultados, con el hacer-hacer-hacer, no sea cosa que paremos un poco y veamos lo que pasa a nuestro alrededor.

Reconozco, igual, que me hubiera encantado poder dedicar el tiempo a escribir ficción, sacar a pasear los fantasmas o refugiarme de la realidad en un mundo creado por mí, con mis propias reglas. Pero con un bebé de año y meses a cargo, la necesidad de seguir activa a nivel laboral, sumada a la imposibilidad de recibir ayuda externa, hizo que me fuera imposible escribir otra cosa más que apuntes de ideas para futuros cuentos. Envidié ferozmente a quienes se confesaban aburridos y pedían consejos sobre películas, series y libros. Creo que había una multitud silenciosa que mirábamos atónitos cómo en las redes la gente se quejaba de no saber qué hacer con su tiempo.

Digo que no escribí ficción, y es cierto, pero sí volví a la escritura por otro camino. Durante unos seis meses escribí casi todos los días en un diario, algo que nunca logré hacer tan sistemáticamente como en este tiempo. Por desgracia, así como no podría escribir algo tan maravilloso como El rey Lear o Macbeth, tampoco ese diario tiene algo del vuelo de los de Abelardo Castillo o de Ricardo Piglia. Sin darme cuenta al principio y más tarde adrede, evité lo literario. Es decir, me obligué a ser lo menos escritora posible. El propósito no era escribir algo bello sino limpiarme. El diario terminó siendo un compendio de registros cotidianos, de las preocupaciones del momento, de mis ataques de furia o de angustia, de las listas de cosas por hacer. Y fue sanador, porque esa es otra función de la escritura, aunque a veces seamos demasiado profesionales para querer reconocerlo. Necesité esos cinco o diez minutos robados al cotidiano para poder mirar el cotidiano, hasta que en determinado momento no los necesité más, o tal vez dejaron de surtir efecto, no estoy segura aún.

Y aunque yo no pude escribir ficción, sí fui testigo de la escritura de otros: quienes hacen taller conmigo. Y ahí también pude comprobar, desde otro ángulo, el poder sanador de la palabra. Los intercambios estuvieron y están signados por el devenir de la pandemia, pero todos en mayor o menor medida reconocen que la ficción termina siendo un espacio de encuentro consigo mismos. Para muchos fue el momento de finalmente apostar por esas ganas de imaginar mundos, de darle espacio a esa “materia pendiente” y dejar que la creación se convirtiera en una vía de escape. No será escribir El rey Lear o Macbeth, es verdad, pero ¿alguien realmente creía que la pandemia lo iba a convertir en Shakespeare?

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