Escritura río

 por Mariano Quirós

Mariano QuirosLeer y escribir en medio de una pandemia no es muy distinto a leer y escribir en medio del subte. El tembladeral es permanente, la disposición del cuerpo es maleable. A mí me preocupó mi hijo, que con dos años y un encierro prolongado redujo su vocabulario a un nivel prehistórico. Subíamos a la terraza y, con el cielo a nuestra disposición, me empeñaba en hacerle pronunciar cada cosa que veíamos. En un mes de trabajo, conseguimos la palabra avión, o un fonema similar. Pero después dejaron de pasar aviones y quedaron los helicópteros, que pasaban en horarios bien determinados. Siempre a la hora de su siesta. Y obligarlo a decir helicóptero hubiese sido una tortura. Pobrecito. Pasaron varios meses y ahora habla, no digo que como un sabio, pero sí al menos como un conductor de televisión, como un influencer. En medio del bochinche tuvimos suerte y pudimos alejarnos de la gran ciudad para instalarnos unos meses en Corrientes, a orillas del Paraná. Más precisamente en Ituzaingó, pueblo del poeta Franco Rivero, que lee, escribe y vive —en ese orden— a orillas del río, en compañía de sus cinco perros, que a esta altura deben ser quién sabe cuántos. Como buen poeta, Franco parece vivir más vidas que las que su edad admite. ¿Será que miente? No creo. Tiene, por ejemplo, la enorme cicatriz que le dejó la mordedura de un perro. Franco sabe mucho de perros porque en alguna época fue instructor. Sabe leer la pose de un perro, su ánimo pendenciero o de sumisión. Sabe leer el drama, las penas y las ganas de jugar, ¡hasta la jaqueca de un perro distingue! Yo lo envidio porque me gustan los perros y porque sé que no alcanzo a leer de la manera en que él lee. Soy, digamos, un lector limitado. No me alcanza una pandemia para entender la complejidad que esconde un perro dormido al sol de la siesta correntina. Yo espero la llegada de la tarde para ir con mi hijo al Paraná. Ese era el nombre que quería para él, Paraná, pero no conseguí que el río, con toda su poesía y mansedumbre, se impusiera. Mejor así, pienso ahora, el nombre de mi hijo es mucho más lindo y hay quien dice que el Paraná es un río traicionero. Es difícil creer semejante cosa. Mi hijo y yo nos instalamos de cara al sol que declina —discutimos si se parece más a una naranja o a una mandarina— y mientras yo intento leer, él les echa comida a los peces, se embadurna de la arena sucia de la playa y ensaya palabras nuevas. Un día dice “aceituna”, al siguiente intenta “amarillo” y, como le gustan los carbohidratos, aprendió a decir “chipa”. Pronuncia así, como su madre, con la acentuación grave, a la manera de los correntinos, cosa que a mí, como chaqueño que pronuncia “chipá”, no deja de alterarme. También de eso hablamos con Franco Rivero durante esta pandemia, de la acentuación del chipá y de la escritura que fluye mansa y traicionera como fluye el inmenso Paraná.

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