La balandra
Carlos Costa
Encallada al final de la playa, retenida con cadenas a un sauce para que las crecidas no se la llevaran, había una gran canoa sin asientos ni otro aditamento. “Balandra” tenía escrito sobre el metal oxidado. Siempre había estado allí, al menos para mí, que en ese entonces tenía diez años y era el cuarto y anteúltimo de mis hermanos.
Acompañé a mi padre el día que se la compró al vasco Urreta. No escuché, ahora que lo pienso, ninguna queja de mi madre por el despilfarro de ese dinero, que seguramente podría haber tenido mejor empleo en —por ejemplo— comprarme unos zapatos.
Un mes después, o algo así —siendo chico tenía otra apreciación del tiempo—, mi padre compró un viejo motor industrial, no un motor marino, como hubiera de esperarse, sino un motor a explosión que me parece se usaba para alimentar un generador. Con la ayuda del gallego Rodríguez, el mecánico de la esquina, que le debía un favor relacionado con cierto traje adaptado de apuro a su cuerpo deforme, logró para el verano siguiente incorporarlo a la Balandra, junto con una hélice y un timón elemental. Desde ese momento comenzamos a realizar pequeños paseos por el río, que se iban extendiendo hasta que llegábamos a la boca. Navegábamos lentamente sometidos al monótono ritmo del motor de única marcha. La vegetación de la costa se deslizaba a nuestro alrededor, dándonos el tiempo para apreciarla en sus mínimos detalles. Veíamos como los sirirís se zambullían casi sobre la borda para salir volando con una mojarra en el pico y también veíamos las cabecitas de las tortugas, flotando a nuestro alrededor.
Mi padre le agregaba cosas a medida que detectaba las necesidades. Un ancla, una pequeña estructura con una lona para cubrirnos del sol, un tanque de doscientos litros para guardar el combustible. Nunca se preocupó por pintarla ni colocarle asientos o alguna otra comodidad. Teníamos que cargar sillas o cajones para acomodarnos, llevábamos cacharros para el achique y una cámara de automóvil como único salvavidas y elemento de diversión.
La Balandra amplió nuestro horizonte. Conocimos distintos recodos del río, pequeñas playas, hermosos atardeceres. Mi madre y mis hermanas sumaban viandas, bebidas y algunos elementos cotidianos tomados en préstamo de nuestra cocina, con el objeto de hacer las excursiones más agradables. También llevábamos un par de tachos con estiércol, que me tocaba procurar en el matadero vecino; lo dejábamos secar al sol y después lo quemábamos, el humo combatía los mosquitos, que en algunos momentos se volvían insoportables.
A finales del segundo verano mi padre dijo: “Nos vamos a Buenos Aires”. Buenos Aires era para nosotros el lugar de donde venían las mercaderías, las novedades, las revistas de historietas y adonde se iban los más grandes a estudiar, donde había radios, cines, televisión. De esto último sólo teníamos vagas noticias en un pueblo al que no llegaba la señal. Ninguno de nosotros había conocido Buenos Aires, ninguno había siquiera viajado a ningún lugar. Sólo mi padre conocía esa ciudad, donde vivió algunos años en su juventud y tendría que conocer algo más, algo de lo que nunca hablamos ni llegaríamos a hacerlo, un lugar llamado Dresden, donde había nacido, desde donde, en los primeros años de casado, llegaron algunas cartas que, curiosamente, él decidió ignorar, a pesar de lo cual mi madre las guardó y nadie supo nunca leerlas. Recién al día siguiente de que nos lo hubiera dicho, me di cuenta de que mi padre quería llevarnos a todos en la Balandra.
A esa edad, Buenos Aires quedaba hacia el Oeste y se llegaba por carretera. No fue sino después de ese viaje que comprendí que estaba al sur y que también se podía llegar navegando. El cielo claro con algunas nubes rosas anticipaba la salida del sol mientras nosotros bajábamos en una fila sinuosa por el medio del empedrado, rumbo al puerto. Así empezó nuestra aventura. Luis, que por ser el más grande actuaba de segundo de mi padre, levantó el ancla, el motorcito tosió un par de veces y lanzó una bocanada de humo por ese caño de escape rudimentario que mi padre le había hecho soldar y que oficiaba de chimenea. El sol del mediodía nos encontró a medio camino entre el puerto y la desembocadura. Mamá hizo la primera distribución de comida, estuvo medida y nos dio a entender que de allí en adelante, todo estaría racionado, que tendríamos que hacerlo durar.
Cuando llegamos a la boca tuvimos el primer problema. El destacamento de prefectura allí apostado nos obligó a desembarcar. Mi padre no había tenido en cuenta que la Balandra no tenía registro, ni él, “carnet” de timonel. La embarcación no reunía, por otra parte, ninguna de las medidas de seguridad exigibles, ni llevábamos siquiera nuestra documentación, tratándose de un área de frontera. A duras penas mi padre consiguió que no retuvieran la embarcación y que nos permitieran, aunque sea, desembarcar en la costa de enfrente para hacer un efímero campamento que debía durar hasta el día siguiente. Absolutamente todos sufrimos la decepción. El viaje había concluido apenas empezado, debíamos pasar la tarde y la noche en un lugar inhóspito como único consuelo. A regañadientes comenzamos a bajar las cosas sobre un pequeño descampado. Luis insistió un par de veces con que volviéramos, o que por lo menos buscáramos un lugar mejor, pero mi padre se mantuvo firme. Esa tarde, ni las porciones generosas de torta, ni los pastelitos, lograron que nos sobrepusiéramos a nuestra amargura. La cena consistió en apenas unos emparedados de carne fría. Mi padre no nos dejó bajar el toldo, cosa que hacíamos cuando nos quedábamos a dormir. Insistió con que cargáramos todo apenas anocheció. Después apagó el fuego. Los mosquitos se ensañaron con nosotros pero él se mantuvo intransigente, no habría más fuego.
Como a las dos de la mañana, en el más absoluto silencio, nos embarcamos. Mi madre quedó al timón, mientras Luis y él remaban. La Balandra se fue deslizando lentamente hacia la boca, oculta por las sombras de la noche, acompañada del dulce chapoteo de los remos. Cuando amaneció estábamos flotando a la deriva en el Uruguay, recién en ese momento mi padre encendió el motor. No creo haber sentido tanta alegría en mi vida.
El río Uruguay bajaba ancho, lento, amarronado. Navegábamos lejos de la costa para evitar los bancos de arena. Yo hacía binoculares con las manos y recorría los detalles de las barrancas de la costa uruguaya y los montes salvajes de la costa argentina, dos conceptos que mi padre se ocupó de enseñarnos, como si este conocimiento midiera la importancia de la travesía. Un barco maderero surgió detrás de nosotros en el horizonte; primero fue una cascarita contra el reflejo del sol, lentamente fue creciendo hasta superarnos, no sin antes saludarnos con un ronco sirenazo. Antes de las pesquerías cruzamos la draga hundida, la Balandra pasó casi rozando el casco invertido que sobresalía del agua como una ballena encallada. Tal hubiera sido la comparación si en ese momento hubiera sabido cómo luce una ballena encallada.
Atracamos en las pesquerías. Plural, para un singular y extenso arenal por donde los carros entraban al río a recoger peces con redes. El olor a pescado hervido, podrido, grasiento, llenaba el aire de kilómetros a la redonda, pero mi padre decidió que era buen momento para que las mujeres hicieran sus necesidades. Después nos quedamos algunas horas para comer y disfrutar del agua tibia y de la playa que no se acababa nunca. No pensamos, no pensó mi padre, que nada sabía de estas cosas, que el río estaba bajando, y cuando decidimos partir, encontramos la Balandra apoyada irremisiblemente en la arena. Fue inútil que tratáramos de aliviar la carga metiéndonos todos para empujar en el agua que nos llegaba a los tobillos: habíamos encallado.
Esa noche nos quedamos a dormir en la playa, acosados por una nube de mosquitos y tábanos que no respetaban la fogata de estiércol. Al amanecer buscamos la única ayuda que podíamos conseguir, caminamos una hora por la playa hasta donde estaban los carros con las varas enterradas en la arena. No había caballos ni pescadores, la bajante los había alejado. Tuvimos que seguir hasta la “cocina”, unos enormes tachos a la intemperie donde se hervía el pescado, materia genérica que terminaba en harina. Los paisanos nos recibieron más amables que sorprendidos, como si lo que el río les llevara o les trajera careciera de importancia. Sólo nos dieron agua (mi mamá no había calculado para llevar la suficiente) en una damajuana sin manija, que mi padre y Luis se turnaron para traer al campamento, y como entendidos prometieron que el viento cambiaría para la tarde, como efectivamente ocurrió.
La sudestada fue cosa seria. El viento frío del sur empezó a correr. Primero el cuerpo se nos alivió de la tensión y el calor, después la piel se erizó y nos dimos cuenta de que no teníamos abrigo. La Balandra flotaba sobre las olas cada vez más altas y el motorcito no lograba a sostener el rumbo. Aunque habíamos bajado el toldo y lo habíamos puesto sobre cubierta como una frazada, el viento nos empujaba y nos hacía retroceder. Eso supimos después, porque no veíamos la costa por la lluvia y los nubarrones que oscurecían el cielo. No podía dejar de pensar en la draga hundida, ni de achicar el agua que se metía con el oleaje. Laura y Amanda lloraban pese al consuelo de mi madre, los varones nos aguantábamos pero habríamos llorado también, si no hubiésemos estado tan ocupados sacando agua por la borda. El rostro de mi padre estaba duro, firme, dispuesto a hacer todo, que no era mucho, por sobrevivir; jamás se entregaría. La lluvia complicaba más la situación, el agua subía y se metía adentro de la Balandra pese a nuestros esfuerzos, y tanto lo hizo que terminó por ahogar el motor, dejándonos a la deriva.
Un golpe fuerte nos indicó que la Balandra había dado con la costa. Otra vez encallaba, estábamos salvados. Mi padre ordenó la evacuación y cuando todos estuvimos en tierra al reparo de unos ñandubays, volvió hasta la Balandra luchando con la corriente, con el agua hasta la cintura y la rescató, atándola a un árbol. Pasamos el resto de la noche apretados, dándonos calor con nuestros cuerpos, cubiertos con el toldo como si fuera una gran frazada.
El cielo seguía encapotado pero ya no llovía. El frío se fue atemperando con el transcurso de la mañana. Con algunas ramas que recogimos de la playa y rociándolas con nafta encendimos un fuego maravilloso, que le permitió a mi madre preparar mate cocido. No había pan, el agua lo arruinó todo, pero teníamos azúcar, de modo que lo endulzamos hasta el hartazgo. Todos queríamos volver pero sólo mi madre lo dijo, agradeciendo a Dios que no hubiésemos muerto. Mi padre permaneció callado. Mientras a todos nosotros nos invadía esa incierta alegría de permanecer vivos, a él lo invadía la tristeza del fracaso. Se alejó hasta la Balandra. Estaba sentado en la arena cerca de ella cuando, por indicación de mi madre, le acerqué un jarro de mate cocido. Lo agarró sin mirarme y comenzó a tomarlo a sorbos. Toda su atención estaba puesta en la Balandra. Me senté a su lado. El seguía igual. “Vamos a poder volver” dije sin pensarlo, ya que eso no me preocupaba. Volvió la cara hacia mí y contestó. “Tengo que arreglar el motor”. El tono fue seco, abrumador. Hubiera deseado no preguntar.
El resto del día se perdió en inútiles intentos de poner en marcha el motor. Mamá armó una comida con arroz y algunas latas de conserva, que eran nuestras reservas más preciadas. Como nunca lamenté que tuviésemos una olla tan pequeña. Después de comer, mis hermanas y yo nos internamos en el monte, Luis tuvo que quedarse para ayudar a papá. Caminamos en zigzag entre los matorrales espinosos, la marcha era lenta y silenciosa. Ellas me seguían a la espera de que les mostrara algo de interés, pero nada parecía sorprendente en ese verdor que asfixiaba. Nada hasta que encontramos unas plantas de tuna. Los frutos rojizos estaban allí listos para ser comidos, custodiados por cientos de espinas. Con cuidado, con máxima precaución, usando un pequeño cortaplumas que llevaba, inicié la cosecha. Ellas acumulaban los higos de tuna en sus remeras y me pedían golosas, “esa, esa”. Nos comimos algunos sentados en el suelo. Llevamos el resto a los demás. Mi madre se preocupó cuando llegamos. “¿No se habrán pinchado con las tunas?” Contesté que no. Estaba mintiendo. Tenía varios pinchazos en las manos. “La pinchadura de tuna trae tétanos, no se tienen que acercar a las tunas” nos sermoneó. Todavía nadie me había enseñado que el tétanos era mortal, ni que existía un suero que, aplicado a tiempo, frenaba esa muerte contraída, dolorosa, inapelable. Todavía pensaba que la muerte por enfermedad era cosa de grandes, casi de viejos, por eso me callé, y tuve suerte porque no todas las tunas provocan el tétanos.
Comenzaba la noche cuando cargamos todo en la Balandra y partimos de regreso. El viento había cambiado, otra vez soplaba del norte, la Balandra apenas avanzaba con la corriente en contra. Habíamos dormido poco la noche anterior, estábamos todos agotados, incluida mi madre. Pronto nos dormimos, olvidando el ruido de las tripas vacías. Mi padre quedó solitario al timón. Solo, mirando el cielo despejado, venciendo el sueño y el fracaso.
Cuando despertamos estábamos otra vez en el medio del río, las pesquerías habían quedado atrás, sobre la costa uruguaya veíamos una ciudad que mi padre dijo que se llamaba Nueva Palmira; del lado argentino todo era monte cerrado. En el transcurso de la noche mi padre había torcido el rumbo una vez más y, ayudado por la corriente, había avanzado hacia el sur lo suficiente como para que resultara más conveniente seguir que volver. Nunca vi tan enojada a mi madre, sólo la inapelable circunstancia de que el combustible que nos quedaba no permitía el retorno inmediato evitó que nos obligara a volver. Por lo menos deberíamos llegar hasta Paranacito, para cargar combustible y provisiones. De mantener el rumbo, esto ocurriría más o menos al mediodía. Pero otra vez la Balandra decidió sobre nuestro destino. El motor comenzó a toser. Nunca tosía cuando estaba en marcha, sólo al comienzo. Que tosiera de esa manera significaba, según mi padre, que todavía quedaba agua en el tanque.
Nuevamente atracamos. Mi padre se ocupó del motor, mientras todos nosotros lo abandonamos en procura de sombra y de evacuar alguna necesidad. El bosque en este sector era más alto, más sombrío. Mi madre nos acompañó en el recorrido. Desde lo de las tunas, no estaba dispuesta a dejarnos solos. No había tunas, sólo algunos frutos de ubajay que resultaron muy sabrosos pero que no nos quitaron el hambre. Caminamos por una especie de sendero que nos llevó a un arroyito, el piso estaba lleno de pequeñas bolitas, era caca de carpincho. Cuando llegamos al arroyito vimos los carpinchos husmeando en la otra orilla. Quedamos paralizados con su presencia, que duró un momento, hasta que nos olieron y se metieron en el monte. Laura y Amanda quedaron enternecidas con las pequeñas crías. Hicimos otros descubrimientos; un camoatí sobre la horqueta de un árbol nos convocó al pie. Estábamos mirando ese enorme nido de barro macizo cuando descubrí huesos que sobresalían de un atado de ramas y cueros podridos. Mi madre nos explicó que era un cementerio indio. Lo dijo a pesar de que sólo había ese grupo de huesos sobre una viejísima tala. Mi madre no supo explicar qué había pasado con los indios. Mientras, yo me sorprendía de que en nuestra provincia hubiera habido indios alguna vez, como los que leía en las historietas. Nos alejamos en silencio, casi con apuro, seguidos por un griterío de loros que venía del bosque.
El Paranacito era bastante angosto y tuvimos que navegar algunos kilómetros hasta llegar al pueblo. No navegamos solos, varias embarcaciones nos cruzaron en ambos sentidos, entre ellas una lancha almacén que nos proveyó de alimentos y bebidas. El precio que mi padre pagó fue el de la necesidad y esta vez sí, mi madre arrancó con la catarata de reproches. La provisión, no obstante, incluyó una buena cantidad de golosinas que liquidamos desordenadamente entre galletas, fiambres y fruta, como si nada alcanzara para compensar las privaciones sufridas.
Unas pocas casas, casi todas sobre pilotes, rodeaban el puerto. Era un puerto pequeño pero lleno de vida. Las embarcaciones iban y venían por los arroyos y atajos, había de todo, lanchas almacén, pequeños barcos fruteros, madereros, embarcaciones de tramperos, lanchas de pasajeros, todo flotaba, todo venía o iba a alguna parte. Bajamos a caminar mientras mi padre hacía llenar el tambor de reserva con gasolina. Desde la explanada del puerto veíamos el destacamento de prefectura, para nada ocupados en controlar aquel tráfico caótico que incluía embarcaciones precarias —nunca tanto como la nuestra— y sí muy entretenidos en arrojar baldes de agua sobre las pasajeras de alguna lancha de turistas, que devolvían el juego de carnaval.
El ánimo de mi madre había cambiado. Mi padre logró convencerla que pasada la noche llegaríamos a Zárate y de allí iríamos en micro a Buenos Aires. Por primera vez supe que no llegaríamos con la Balandra a Buenos Aires, que aún restaba camino por hacer.
Salimos casi al atardecer y la noche la pasamos navegando, clareaba cuando vimos a lo lejos el puerto de Zárate, que mi padre eludió para dirigirse hacia el Tigre. Estábamos sobre el Paraná de las Palmas. A mí me daba lo mismo, todo era un solo río inmenso que nos llevaba sobre aguas marrones hacia Buenos Aires. Pasamos otra ciudad, que debe haber sido Campana, y el río era cada vez más ancho y vigoroso, buques enormes nos pasaban, debíamos achicar constantemente por el oleaje pero ya éramos duchos marineros y nadie, incluidas las mujeres, se preocupaba por tan poca cosa.
Cuando entramos por un arroyo cuyo nombre no recuerdo, comenzó el Tigre. Cruzamos casas fundadas sobre palafitos, embarcaderos, todo tipo de embarcaciones y durante largos trechos viajamos en solitario entre islas que parecían abandonadas. Fue en uno de esos trechos que encontramos una canoa con un hombre que la impulsaba con un solo brazo, llevaba el otro envuelto en trapos manchados con sangre. Mi padre no dudó en auxiliarlo. El hombre pidió que lo dejaran en su embarcación, sólo agradeció que lo remolcáramos hasta el puerto del Tigre. Vivía solo, se había herido una mano con la sierra y se dirigía al hospital. Veinte años después lo volví a encontrar. Le faltaban cuatro dedos de la mano izquierda. El cirujano completó la obra de la sierra. No me pareció que el accidente hubiera influido demasiado en su vida. Seguía viviendo solo y cultivando naranjas.
Llegamos al puerto de frutos. Era día de ferias, los productos de las islas se vendían sobre la explanada del puerto. La Balandra quedó atada a buena distancia por la cantidad de embarcaciones. Mi padre y mi hermano ayudaron al herido a trasladarse al hospital, nosotros quedamos vagando por la feria en compañía de mi madre.
Nunca llegamos a Buenos Aires. Mi padre había calculado mal el dinero del que disponía o quizás perdió algo en algún momento, o no pensaba llegar hasta allí. Lo cierto es que nos llevó a comer a un restaurante cerca del puerto, nos compró algunas chucherías a todos y a mi madre le regaló una cartera de cuero que vimos en un negocio próximo.
Pasamos la noche en la explanada. Dormitamos de a ratos, conversamos, nadie pareció lamentar no haber llegado. En un momento me senté junto a mi padre. Hablamos de nada, o tal vez de todo, fue la única vez que hablamos. Luego él se tiró sobre el cemento y mirando al cielo dijo: “Está hecho”. Enseguida se durmió.
Del viaje de vuelta no recuerdo nada que merezca ser contado. Cuando llegamos, mi padre atracó la Balandra junto al mismo sauce donde la encontró. Nunca más salimos a navegar, poco a poco le fuimos retirando los aditamentos que mi padre le había puesto. Para cuando cumplí los dieciocho, estaba tal cual se la había comprado al vasco Urreta. El viaje no fue tema de conversación en nuestra familia; por el motivo que sea, cada cual lo olvidó.
Mi padre murió veinte años después mientras dormía.


Carlos Costa
(Gualeguaychú, 1948)
Narrador, sociólogo y empresario argentino. Sus cuentos integran varias antologías de habla hispana. Fue seleccionado en el Certamen Literario “Juan Manuel Portela” (2007) por su cuento “Un lunes cualquiera”, por el que también recibió mención del “Concurso Iberoamericano de Cuentos Julio Cortázar” (Instituto Cubano del Libro, 2008). Ha publicado dos volúmenes de cuentos, En saco ajeno (Secretaria de Cultura, Municipalidad de Gualeguaychú, 2007) y El otro jardín (Simurg, 2008). Con la novela Marcapasos (Simurg, 2012), reeditada en 2017, fue finalista del “Premio Internacional Letras Sur” organizado por El Ateneo en 2011. Dos novelas más completan, por ahora, su labor en el género: Al margen del cielo (Simurg, 2015) y Sobrevida (Simurg, 2017). En 2011 fundó con Alejandra Laurencich la revista literaria La Balandra. Desde el 2019 preside la Fundación La Balandra con el objetivo de contribuir con el desarrollo de la narrativa argentina. Es autor de Tal vez por tus ojos verdes, libro de cuentos aún inédito. Actualmente escribe una nueva novela.
Creo que en la historia lo importante es el recorrido no el destino, no era Buenos Aires.
Creo también que escribir un cuento también es un recorrido por lo que el final con el dato que el padre que murió luego de 20 años, no me parece que sume. Podría haber terminado en el párrafo anterior, después de todo, el viaje ya lo habíamos hecho.
A principio me pareció otra narración de tipo familiar, como aburrida. Pero a medida que las líneas pasaban la narración de esa familia y su Balandra me fue atrapando. Los sucesos son cotidianos, cuasi normales, dentro de una aventura sencilla.
Lo que vale es la calidad narrativa, que va llevando al lector junto a esos padres y niños, siendo uno más entre ellos, sin florituras y sin apelar a un texto culto y enredado..
¡Felicitaciones!
Qué bueno que te haya gustado, Adelina. Gracias por pasar a leer y comentar.
Un abrazo.
Un cuento que respira solo. Muy vivo. Gracias Carlos!
Excelente narración de la travesía. El propio relato de la historia se convierte en alguna medida en un pasajero más de la embarcación, gracias a la fluidez y al avance con el tempo preciso de los hechos. La lectura del relato hace a uno sentir que está siendo testigo desde la balandra misma. Literalmente nos embarcamos en la historia. Muy bien logrado.
El cuento me agradó. A pesar de su extensión, me despertó la necesidad de seguir la historia de este viaje a través del río, emprendido por un padre con su familia en una barca que había estado en desuso largo tiempo, sin registro ni carnet de timonel. El lenguaje es claro y preciso. El narrador es un adulto que relata minuciosamente esta aventura de su niñez, describiendo al mismo tiempo el paisaje litoral, los animales de la zona, y las emociones de los protagonistas, agradables algunas y no tanto otras.
No me recordó a Quiroga, sí a algunos cuentos de Juan José Saer por los detalles de los elementos del paisaje litoral.
Inevitable recordar el cuento «Todos los veranos» del querido Haroldo Conti. Abrazos.
Bien narrado, entretenido, como debe ser un cuento. Yo lo veo como una metáfora de la vida; la balandra o pequeña barca es el destino que los lleva por afluentes tormentosos, proyectos, planes, privaciones, dificultades, frustraciones, un viaje que no llega a destino, ¿una quimera incumplida quizás?. Finalmente ¿que nos queda al terminar la vida? la experiencia, que es lo único que nos llevamos. Al final la desvencijada barca queda abandonada en idénticas condiciones que al comienzo, tal vez a la espera del próximo aventurero o soñador.
Acabado de leer el cuento, me ha dejado una sensación de emoción y maravilla. Una travesía extraordinaria, que sin duda merecía contarse, aunque ninguno de los protagonistas haya vuelto a hablar de ello.
No comparto la opinión vertida en comentarios anteriores, respecto al fracaso de la travesía o del propósito del padre. El momento en que él mismo, después de haber sorteado contra toda lógica y prudencia, sólo con la firmeza de su voluntad, enormes dificultades, evalúa su travesía y dice «Está hecho», indica que ha encontrado en ese viaje la satisfacción buscada y puede echarse a dormir tranquilo. Como dijo Gustavo K., el mensaje a los hijos ya ha sido transmitido.
El final establece un paralelismo entre ese echarse a dormir y la muerte, de manera que el cierre es perfecto, de ningún modo inconexo con el resto de la historia.
Este narrador adulto que recupera la mirada del niño, me ha remitido al universo de los relatos de aventura que tienen a niños como protagonistas, en particular a las aventuras de Tom Sawyer en el río Mississippi.
Agradecida de haberlo conocido, porque llena de nueva significación el proyecto del que este club forma parte: abrir nuevos horizontes.
El ritmo narrativo me llevó a subirme a La Balandra y navegar con los personajes recorriendo un paisaje que conozco y amo, el río Uruguay, la belleza de sus costas, el pueblo de Villa Paranacito. Disfruté mucho a pesar de las dificultades. Y pasar por Zárate, mi ciudad me dio una gran alegría. Viviendo tan cerca, Entre Ríos es para mí y mi familia mi escapada de fin de semana, los lugares a los que siempre vuelvo. Y ahora que los añoro y los extraño y los extraño más todavía por no saber cuándo volveré a verlos, la lectura de este cuento fue muy emocionante. Gracias por el viaje!! Excelente cuento!! Muy interesante también saber por qué «La Balandra» se llama así… Como siempre ese plus extra en torno a la historia que leemos, es un condimento más para el disfrute. Felicitaciones al autor!!
Me encantó el cuento! Me sentí arriba de la embarcación y volví a ser niña por un rato. Y me transmitió esa confianza en los padres que tienen los chicos, de sentir que tienen todo bajo control, aunque a veces no sea así.
La Balandra tiene la grandeza de llegar a través de una historia sencilla y que puede ser real a todo tipo de lector.Me imagine8yo misma viajando en la Balandra.
Me pareció un cuento excelente. Narrar semejante aventura con tanto detalle de la naturaleza es muy valioso. Resalta la firme decisión del padre por cumplir su objetivo. Que después de tantas penurias sobrevivieron. Resalta la unión familiar,la disciplina por racionar alimentos o pernoctar. Perseguir un sueño,lo más loable de este cuento. En definitiva otra buena narración de Carlos Costa que ya había leído en otras oportunidades.
Me gustó mucho el cuento. Hermoso viaje relatado desde la mirada de un niño.
Un relato entretenido, que finalmente, a mi entender, marca esa sensación de que el viaje es más importante que el destino, o que el cómo se impone al qué o al por qué.
En la tenacidad del padre por seguir el viaje, a pesar de los contratiempos, quizá se vislumbra un motivo oculto, y sea justamente el de unir a la familia o extender esa imagen de super-héroe que todo niño refleja en su padre. Tal vez, tirado sobre el cemento y mirando el cielo, el padre concluyó que el mensaje estaba hecho.
El cuento es muy bello, está muy bien escrito (una prosa clara y precisa) y se deja leer como si uno se subiera a ese barquito y navegara con él. Fluye de modo natural. Las penurias que sufre la familia también pasan de un modo tranquilo. Tal vez, el paso de los años en el narrador que recuerda esta historia le ha dado otra perspectiva a esa aventura. Es un viaje, ¿a dónde? Para el padre pareciera ser un desafío, un sueño que no puede cumplir. Para el narrador, un recorte de su infancia con la nostalgia que ella conlleva. ¿Por qué nunca más hablan de ese viaje?
Detrás de ese viaje en la balandra, descripciones de una geografía impactante, diversa, escenas de zozobras y peligros, está la construcción de un sueño. Desde una cáscara vacía, un casco casi inútil se le adosan los elementos como para que crezca la ilusión de llegar hasta la meca, a esa Buenos Aires que desde el interior todo trae, todo pide, todo llega. Y atravesar la aventura hasta la puerta del sueño, no alcanzarlo porque las fuerzas no dieron, por lo material o por la sensatez. El retorno gris en silencio, un retorno de derrota, una frustración que lleva a la balandra a su punto de partida para ir perdiendo los elementos que sumó hasta quedar otra vez encallada, cascara de nuez y la muerte del padre en el silencio de no hablar jamás de aquella aventura. Queda la mítica Dresden de la que apenas se habla, de un nacimiento y de unas cartas que nunca se abrieron. Queda ese misterio para emparentarlo con la utopía de un viaje hacia allí, tal vez un sueño, una posibilidad remota. Buscaré otros cuentos del autor. Sin duda, un cuento que se lee de una sentada, en un paseo por un paisaje maravilloso.
Muchas gracias por tu lectura y comentario, Rubén. Tu aporte siempre es muy interesante. Me alegra que hayas disfrutado el cuento y ojalá también te interesen los que siguen.
Un abrazo.
Me gustó el cuento como ejercicio narrativo. El trabajo descriptivo delinea mejor al paisaje que a los protagonistas, pero como es una historia de travesía creo era importante que el entorno específico y las circunstancias en que ocurre el viaje quedarán bien explícitas, máxime que transcurre en un paisaje litoraleño que no todo el mundo conoce.
Es un logro del relato llevar al lector a apartarse de la lógica pura y elemental ( que sugeriría que el padre está demente o por lo menos es severamente inmaduro) y aceptar una aventura edulcorada donde «uno, lector» se interesa por el devenir de los protagonistas y desea que el periplo termine bien para ellos.
El final parece flojo. Que el padre haya muerto de una forma del todo inconexa con la historia no aporta nada. Para el caso, de todos los protagonistas el que menos estuvo en riesgo de muerte fue el padre, pero bueno, está claro que para el narrador era el personaje más significativo y le dedica (también) el cierre. Se le ven los hilos a ese efecto final.
Gracias por compartir tus impresiones, Germán. No coincido con algunas de las afirmaciones, pero respeto plenamente tu opinión. Cada lector completa el texto de la forma en que lo convoca. Ojalá los otros cuentos te despierten mayor interés.
Un abrazo.
Me gustó la descripción que hace el autor de todos los paisajes, la flora y la fauna que iba encontrando en su viaje aventurero. Te lleva a estar en esos sitios, como si uno mismo se hubiese embarcado.
Está bueno que, a pesar de no haber llegado al destino que en principio se haya fijado, se pudo saber cuándo parar, cuándo el viaje cumplió su cometido y haberlo podido realizar más allá de los obstáculos y adversidades que se presentaron. Si no se hubiera seguido, hubiera quedado la frustración por siempre. Al haber continuado se hizo frente a miedos, carencias y, de algún modo, todos se hicieron más fuertes y tolerantes.
La comida en el restaurante y los regalos que el padre hizo al final fueron una muestra de agradecimiento a su familia por haberlo acompañado y ser parte en el cumplimiento de su meta.
Tal vez entendí mal, pero creo que no comprendiste que la muerte del padre sucede veinte años después y que no está conectada con la travesía. Esto es adrede. La voz narrativa es la del hijo. La historia de la travesía en La Balandra la lidera el padre. El hijo cuenta la historia y su necesidad está en el final del cuento, que para él es el final de la historia: la muerte de su padre. Prevalece la necesidad de la voz narrativa por la de la pluma del autor. En este caso, el final me parece adecuado. El cuento no es sólo paisaje y travesía. Por lo bajo sucede mucho detrás de ese silencio que comparten como familia. Tal vez es esa parte la que te falta analizar para entender el porqué del final y la necesidad del narrador de contar la historia luego de la muerte de su padre (y de aclarar que su padre ha muerto).
El tipo de escritura me hizo acordar un poco a Erri de Luca y otro poco a Charles Dickens, al describir de una pobreza que no se amedrenta con ciertas limitaciones (no hay para calzado pero si hay para canoa) que ponen en juego la agudeza del ingenio.
Me resultó sumamente rico la construcción del paisaje del viaje y el nombrar ciertas plantas que nos remiten a las inmediaciones del río.
Sorprende el final, ya que una aventura así, tiene tanta tela para cortar…
Me encanta que la lectura te haya resonado a otras lecturas, Mei. Buenísimo. Ojalá el resto de las lecturas también te despierte interés.
Un abrazo.
LA BALANDRA
Disfruté con la lectura del cuento. La narración fluye. El narrador es un adulto que cuenta parte de su infancia. Presenta con claridad lo que acontece. Transmite la importancia de una aventura compartida con la familia. Los personajes marcan el rumbo del cuento. El relato contiene trazos de lo que ocurre de modo que al leerlo me fui uniendo al narrador y me identifiqué con sus sentires. Está aventura es para no olvidarla( para ellos-los personajes- y para nosotros los lectores).
Gracias por pasar y dejarnos tus comentarios, María Antonia. Me parece maravilloso eso que dices acerca de que es una «aventura» para no olvidar tanto para los personajes como para los lectores. Ojalá que el resto de los cuentos también te convoquen. Te dejo un abrazo.
Visual. Dispara ese sentido, las imágenes son poderosas, no sólo las de los paisajes, sino aquellas que tienen que ver con lo gestual de los personajes. Siento que la necesidad del padre, más que llegar a Buenos Aires es hacer una travesía con su familia, darles la posibilidad de conocer «otro mundo» fuera del propio. Si bien hay un sentido de frustración, creo que desaparece sobre el final del cuento cuando recalan en Tigre y el papá lleva a su familia a comer a un restaurante.
El texto está presentado como un recuerdo, no hay marcas de olvido, es como demasiado nítido y detallista para ser algo rescatado de la memoria. Lo único que se le desdibuja al personaje es el viaje de vuelta. Único registro de olvido.
Hola Marina, me encantan tus impresiones sobre el cuento. Sí, creo que no hay olvido, al menos en el personaje que narra. Y sí, más que llegar a Buenos Aires, me parece que para ese padre lo importante era el viaje, eso «conocer otro mundo» del que hablas. Me alegra que te haya gustado el cuento y que nos hayas dejado tus comentarios. Espero que el resto de los cuentos también te guste. Te dejo un abrazo.
La narración fluye, tanto que se da como un susurro, lo que aporta a la ambientación. Fluye, avanza, como el viaje que, a pesar de todo, continúa sin claudicar.
Por otro lado, a mí no me evoca a Horacio Quiroga. A Quiroga yo lo asocio con la tensión, hasta las descripciones de Quiroga son tensas. Esta narración avanza tan fluidamente -hasta podría decirse con cierta ternura- que no me genera tensión. Siquiera cuando va citando todas las penurias con las que debe enfretarse la familia. Sí me provaca tristeza y pena, pero no tensión.
Pienso que esta fluidez potencia la actitud de la familia, que deja que las penurias pasen casi sin cuestionar.
Dudo que ‘cada cual’ olvidó el viaje, el hecho de que esté narrado en primera persona nos dice que, por lo menos, el cuarto hijo, no lo olvidó. Nadie habla del viaje ni de nada, como los padres no comparten el motivo de tanto esfuerzo.
Me hace pensar en las familias que callan tanto. Y en las personas que no dedican tiempo a cuestionar, simplemente sortean lo que sea que se les presente.
Hola Sol, gracias por pasar a leer y comentar. La acotación sobre Quiroga que compartimos en el material era una simple evocación. Por supuesto, para algunas personas la evocación irá por lados muy distintos que para otras. En ningún momento se pretende comparar a un autor con otro, cada escritor tiene su propio estilo y manera de abordar determinados temas que, en este caso, es ese navegar por el río, rodeados de una vegetación y fauna tan particular. Por otro lado, en el cuento está claro que el narrador es, precisamente, ese cuarto hijo, por tanto es obvio que no pudo haber olvidado la historia cuando la está contando. Los que olvidan, siempre según el parecer del narrador, son los otros miembros de la familia, para él la historia es tan inolvidable que hasta está reflexionando sobre ella.
Me alegra que hayas podido disfrutar la lectura tanto como para hacernos un comentario tan detallado. Espero que sigas aportándonos tus reflexiones.
Un abrazo.
Un recuerdo de la infancia, un momento en la vida de un chico, simple. Ese viaje rememorado muchos años después trae al corazón a la familia y, especialmente, al padre y el deseo o la frustración…
Maravilloso, María Rosa. Me alegra que hayas disfrutado la lectura de «La balandra». Ojalá que el resto de los cuentos también te gusten.
Un abrazo.
El cuento me parece bueno, tratando un viaje de terror, que jamás se me ocurriría emprender.
Emprendimiento de un aventurero, como el padre de familia, hombre duro, de pocas palabras y de fuerte personalidad según mi entender, que embarcó a toda una familia en una aventura de riesgo.
Buena descripción del Delta y aledaños (flora y fauna).
No esperaba un final con la frustración de no conocer Buenos Aires. Pensé que después de tanto sacrificio, la llegada se concretaría.
Mas allá de mis ligeros comentarios la lectura me atrapó, leyéndola hasta terminar, a pesar de tener otras cosas que hacer.
Para mí la sensación de frustación por no llegar a Buenos Aires se elimina con esta frase: ‘Luego él se tiró sobre el cemento y mirando al cielo dijo: “Está hecho”’. Creo que por no terminar en lo deseado, que sería efectivamente llegar a la ciudad, dota de honestidad al relato.
Nunca sentí que llegarían a Buenos Aires. De alguna manera se anuncia en el inicio del cuento: ‘Encallada al final de la playa’.
Hermosa narración de un viaje truncado, todos aprendieron el valor de la voluntad. Me recuerda otras épocas donde los padres hacían valer su poder sobre los hijos y su compañera.
Gracias por tu lectura y comentario, Cecilia. Sí, es una narración muy bonita y evocativa. Me alegra que la hayas disfrutado.
Un abrazo.
Qué bueno que la lectura te haya atrapado, Gerardo. Si el cuento logró ese efecto me parece que hemos cumplido nuestro objetivo de compartir una lectura entretenida. Espero que los otros cuentos también te mantengan leyendo. Un abrazo.
Una historia bellamente contada que nos inunda con sus imágenes y nos remite a las «Balandras» que casi todos hemos tenido en nuestra niñez, a los padres de la infancia y a viejos recuerdos de todos los colores. Gracias!
Buenísimo que la lectura te haya gustado, Alicia. Gracias por pasar a leer y dejarnos tu comentario.
Un abrazo.
¿El viaje de la balandra fue un capricho?¿El acto de libertad de un padre autoritario, sometido a vaya a saber qué situaciones en Dresden? Más allá del colorido de la travesía, el relato da cuenta de tensiones cuyas raíces desconocemos. La experiencia, así como la embarcación, serán sepultadas en el olvido. A los lectores nos toca imaginar el resto. Muchas gracias.
Me alegra que hayas disfrutado esta nueva lectura, Graciela. Un abrazo.
Me gustó. Disfrute del viaje visto desde los ojos de niño.
Buenos Aires. Nuestra amada Buenos Aires, «está hecho».
Una narrativa muy visual. ¿Tal vez una anécdota de la infancia del escritor? Refleja una época, en la que el padre era el que tomaba las decisiones y la familia acompañaba. Está la mirada de la madre, que no se le escapaba a aquel niño y que de adulto la rescata en la historia. Se palpa la inocencia, el temor y el disfrute de los niños según las aventuras del viaje. Mientras leía esperaba el golpe de alguna desgracia.
El cuento comienza y cierra con la visón de esa Balandra. Tal vez el verla ahí, encallada, fue lo que le trajo el recuerdo de aquel viaje.