Rescates: Realismo sucio
Dosis de belleza y sordidez
Por Hernán Carbonel
No hay nada más hermoso y horrendo que las etiquetas. ¿Puede ser algo hermoso y horrendo a la vez? Por supuesto. La humanidad, históricamente, se ha regocijado en esa contradicción. ¿Qué dan las etiquetas? Seguridad. Clasificación. Comodidad. Estante. Contratapa. Pertenencia. Adhesión a una línea narrativa.
Se dice que el término realismo sucio fue acuñado por un tal Bill Buford –¿norteamericano?: sí, claro–, nacido en Baton Rouge, Louisiana, en 1954. Beca Marshall en Cambridge, impulsor de la revista Granta, editor del New Yorker. ¿Que esa etiqueta fue un truco publicitario? Ah, bien, habría que preguntárselo al viejo Bill, aunque nadie nos quita el derecho a la suspicacia. Si el mismo Buford incluyó su nouvelle The Barracks Thief en el número titulado Dirty Realism. New Writing from America de la revista. Oh, America, America, país-estado apropiándose del continente. (Pero si de etiquetas hablamos, a Gertrude Stein se le debe el cuño de generación perdida, y ahí te quiero ver discutirla.)
El padrecito santo del género, Charles Bukowski, y su maestro John Fante; el tío mayor de la familia, Raymond Carver; por qué no Vonnegut y Richard Ford, Tobias Wolff y Chuck Palahniuk o Bret Easton Ellis. Cuántos de ellos han dormido a la intemperie del sueño americano bajo la exigua contención de ese paraguas siempre ajado de falacia.
Sordidez, frustración, muerte de un sueño colectivo, gema sepultada en el barro de la historia, lo presuntamente vulgar e insignificante, un contexto que da sentido a la tragedia personal como espejo de lo social, episodios anodinos que no son otra cosa que una metáfora de que todo sigue igual, todo sigue igual, no bien. En palabras de nuestra Pizarnik: “Una mirada desde la alcantarilla puede ser una visión del mundo”.
Venga como ejemplo actualizado, porque siempre es necesario el F5, una de las últimas contratapas que Marian Enríquez escribió para Pagina 12 sobre el Hotel Biltmore, para comprobar que la cosa no ha prescripto: “Volver al Biltmore después de un paseo por el barrio (…) es como volver a un refugio demencial, el de los últimos privilegiados mientras afuera la ciudad se derrumba, el mundo está de rodillas”.
Ahora: qué pasa cuándo se sale del territorio fundacional (uanmorchaim: iuesei) y un género poliniza otros territorios. Como en su momento –oh señor, gracias por Chandler y Hammett– pasó con el policial duro norteamericano, y a partir de ahí todo se convierte en dispersión, influencia y adaptación geopolítica, lupa, pase de página y a otra cosa poco color de rosa.
Quién sabe si las condiciones bajo las que fueron compuestas y los abordajes que conciben las novelas de Ray Loriga y Benjamín Prado pueden encasillarse en este subgénero. Lo cierto es que, algunos de sus elementos, bien cabrían para espejarse en la España de la última década del siglo pasado (sea necesario repetirlo: la progresión de las prácticas del centro hacia las periferias siempre demanda un tiempito). La trilogía de Lo peor de todo (1992), Héroes (1993) y Caídos del cielo (1995) de Loriga, y Raro (1995) y Nunca le des la mano a un pistolero zurdo (1996), de Prado, ambos madrileños, exudan melancolía e incomprensión, son pinturas de una generación que nacía al calor del regreso de la democracia española, en las que sobresalen la búsqueda de un sentido de la existencia frente a las normas establecidas, con la cultura rock, el sexo, las drogas, el alcohol, el road-movie y lo beatnik como tópicos.
Ya no más allá del Atlántico, sino de este lado, en nuestra patria grande llamada Latinoamérica, ha habido grandes cultores del realismo sucio. No tanto el chileno Alberto Fuguet (Mala onda; Por favor, rebobinar; Sobredosis), a quien se podría emparentar generacional y temáticamente con Loriga y Prado, o el Primer Adelantado Medellinense Fernando Vallejo –narcotráfico, violencia social, homosexualidad, el desmoronamiento de una nación. Podría decirse que los grandes exponentes latinoamericanos son el cubano Pedro Juan Gutiérrez, el mexicano Guillermo Fadanelli y esa gema escondida en el barro sureño que es el boliviano Víctor Hugo Viscarra, sin descontar al peruano Javier Arévalo y al colombiano Efraim Medina: no sólo cierta estética los une, también lo generacional: años más, años menos, los tres son nacidos –como los ibéricos antes mencionados– en la década del ‘60. Efraím Medina ha hurgado en esos mismos asuntos (la cultura rock, el sexo, las drogas, el alcohol, el cine underground estadounidense), ha escrito y dirigido películas y comandado agrupaciones musicales. Así como Guillermo Fadanelli ha fundado la revista Moho, se ha convertido en autor emblemático de editorial Almadía y fue finalista del Premio Rómulo Gallegos. Pero de esta enumeración, por caso, quedémonos con dos.
“Hambre y miseria permanente”, “jineteando a todo trapo sobre los turistas”, “la crisis y el hambre y la locura por irse del país”, “mariguana”; “carrocerías de autos chocados, contenedores metálicos podridos, todo abandonado y desolado”; una vida que “siempre transcurría lenta”; “yo no tengo penas, lo que tengo es hambre”, porque “el que nace pa’ centavo nunca llega a peseta”.
Eso dice y siente y piensa el joven que protagoniza la novela El rey de La Habana, novela basada en hechos reales y ambientada en la capital cubana de los ’90, de Pedro Juan Gutiérrez, autor de una decena de tomos de narrativa breve, media docena de novelas, y muchos más de crónica, poesía y ensayo. Su Trilogía sucia de La Habana (compuesta por los libros de cuentos Anclado en tierra de nadie, Nada que hacer y Sabor a mí) se convirtió en un éxito tanto de público como de crítica; Jorge Herralde, fundador y editor de Anagrama, llegó a definirlo como “el Bukowski caribeño”. Ahí está, en sus libros, esa fauna que incluye a mendigos, ladrones, bebedores de ron, fumones, jineteras, vendedores callejeros, habitantes de edificios en ruinas danzando al ritmo del son y la salsa, sujetos desesperados, resignados o al borde de la locura
Luego, sí, bajando del Caribe y sus aguas turquesas a los territorios de altura paceños, nos encontramos con Víctor Hugo Viscarra.
“Nací viejo”. Así comienza Borracho estaba, pero me acuerdo. “Mi vida ha sido un tránsito brusco de la niñez a la vejez, sin términos medios. No tuve tiempo de ser niño (…) Quisiera olvidar ese periodo, pero es imposible”. A lo que le siguen subtítulos como “Mi Primer Arresto”, “Frío en el alma”, “Basurales”, “El sueño y sus demonios” o “Promiscuidad y perversiones”. El que diga que en esas páginas no sobrevuela el espíritu de Bukowski, aunque no sepamos a ciencia cierta si Viscarra llegó o no a leer a Hank, es porque no sabe quién es uno y quién es otro. Inevitable apuntar –la etiquetas, otra vez las etiquetas, pero claro: lo que no se nombra no existe– que a ambos les cabe el mote de autor maldito.
Dueño de una escritura sencilla, directa y visceral, Viscarra no obedece en ese libro a las reglas de la literatura sensata o tradicional, no sólo por cómo aborda los temas que aborda, sino también por el modo en que rompe los géneros: en él caben el cuento corto, la crónica, las memorias, eso que suele llamarse literatura testimonial. “Soy antropólogo: soy experto en antros”, solía bromear. Su obra autobiográfica comprendería apenas cinco libros: Coba: lenguaje secreto del hampa boliviano (1981), Relatos de Víctor Hugo (1996), Alcoholatum y otros drinks. Crónicas para gatos y pelagatos (2001), el citado Borracho estaba, pero me acuerdo. Memorias de Víctor Hugo (2002), Avisos necrológicos (2005) y el póstumo Ch’aqui fulero. Los cuadernos perdidos de Víctor Hugo Viscarra.
Ese submundo que supo vivir y narrar comprendía la noche y el desamparo, la dipsomanía, el abuso policial, los patronatos de menores (imposible no recordar en esos pasajes a Enrique Medina), las fogatas en los basurales, las drogas baratas, el crimen y la delincuencia, la prostitución, los bares y cantinas, la cárcel, las barriadas periféricas, los comedores populares, los recovecos de La Paz, nombre a la que su vida no rindió el menor de los homenajes. Se fue a los 48 años por una cirrosis; había vivido en la calle hasta sus últimos días.
Lo dijo él en una entrevista que dio un año antes de morir: “Vivo en mi mundo. Estoy por mi gente, porque son mis delincuentes, son mis putas, mis maracos, mis mendigos, mis ladrones. El único portavoz que ellos tienen soy yo. Para mí la escritura es como una especie de desahogo. ¡Nunca esta maldita sociedad me ha dado algo!”.
