Cuestiones de oficio:

Posición frente a la lengua

por Mauricio Koch

Hace unos años, me sorprendí al enterarme que para ciertas personas merienda es una palabra proscrita. Tal vez parezca excesivo dicho así, pero en efecto fue lo que me comentó la periodista amiga que me puso al tanto: me dijo que está fuera de su vocabulario, que en su casa jamás la usan, e incluso, sus amigos suelen burlarse de la gente que la emplea. Mi conocimiento del mundo es tan acotado que desconocía por completo que decir merienda –una palabra para mí no sólo habitual sino tan cargada de sonoridad y sentido–, en ciertos estratos sociales denota ajenidad y puede ser considerado de mal gusto. 

Le pregunté a mi amiga cómo le llaman a ese momento particular del día. “Té”, me respondió. En vez de decir “vamos a merendar”, dicen “vamos a tomar el té”. Yo me quedé pensando que no sólo no podría reemplazarla porque me quedaría un hueco en el lenguaje –no tengo sinónimos para merienda; lo más cercano podría ser “tomar mate” o, como decía de chico, “tomar la leche”–, sino también que en mi caso decir merienda es decir amigo, jugando un poco con la letra de Serrat. La merienda es la única de las comidas del día que solíamos (y a veces solemos) hacer fuera de casa o, si la hacíamos en casa, era casi siempre con amigos. Cuando uno va a la escuela, la merienda es un momento que se comparte con otros chicos, antes de empezar a hacer los deberes (nunca “las tareas”) o en el entretiempo de un picadito que luego de la merienda sigue hasta que nuestros padres nos llaman para bañarnos y cenar. 

Incluso había una merienda que se destacaba del resto: la que tomábamos cuando terminábamos las prácticas de fútbol. Volvíamos de la cancha cansados, transpirados y hambrientos, y hacíamos la cola en el polideportivo (“el poli”) para recibir nuestra taza de leche y una galleta, y nos sentábamos en ronda a comer y a festejar los goles o a reprocharnos las jugadas que había resuelto mal. La leche no tenía otra cosa que azúcar, y la galleta era una galleta de grasa común, pero todo sabía a gloria. Era una merienda con amigos después de jugar. Y con ese hambre que sólo se tiene a los diez, a los doce, ese hambre que asusta a los padres. 

Liliana Heker en su taller nos decía siempre que no usáramos palabras que no tuvieran “carnadura”. Se refería a esas palabras que solemos incluir en los textos sólo porque nos parece que “suenan bien” o porque consideramos más “literarias” que otras. Borges da un ejemplo muy claro cuando señala que no se pueden usar todas las palabras del diccionario: “En el diccionario, como sinónimos de azul, están azulino, azulado, azulenco, azulón, azuloso. La única que puedo usar –decía– es azulado, porque es la única que se desliza con las demás, que no va a ser una piedra en el ojo del lector”. Esto guarda relación con aquello que escribió en el prólogo de El otro, el mismo sobre la suerte del escritor, que al principio es barroco “y al cabo de los años puede lograr, si son favorables los astros, no la sencillez, que no es nada, sino la modesta y secreta complejidad”. Esa modesta y secreta complejidad quizás pueda alcanzarse prefiriendo (otra vez Borges): “las palabras habituales a las asombrosas”.

Merienda, en mi caso, reúne todas las condiciones: es habitual, suena bien y tiene carnadura.

Lo anterior viene a cuento de un problema que se les suele presentar a quienes escriben (sobre todo al comienzo) y deben tomar decisiones. ¿Vamos a hacer que nuestros personajes hablen como habla la gente de verdad (cuando digo gente de verdad no me refiero sólo a la mujer que escuchamos en la parada del colectivo sino también al empleado de oficina, al médico que consultamos ayer, a la veterinaria de nuestro cachorro, al maestro mayor de obras que nos pasó un presupuesto delirante o al pintor que el año pasado embelleció el frente de nuestra casa, a todos: el librero, nuestra editora, la maestra de nuestra hija, el vendedor ambulante de plumeros) o como nosotros consideramos que deberían hablar? ¿Vamos a respetar los giros y matices del habla de nuestros personajes, los vamos a escuchar y a dejar ser o los vamos a “pulir” porque consideramos que no hablan “como se debe”? Deberíamos preguntarnos por qué nos parece menos literario que un personaje diga “agarrar” en vez de “tomar”. ¿Por qué preferimos (o dudamos) que un personaje ascienda, ingrese o comience y no que suba, entre o empiece? ¿Por qué tenemos esas dudas? ¿Por qué tendemos a ese tipo de falsa corrección? Ricardo Piglia daba una respuesta vinculada al origen de clase de la mayoría de los escritores: “(…) la clase media, como dicen los lingüistas, tiende a la hipercorrección porque no quiere que se le note. No quiere que se piense que es de clase baja y tiene miedo de no hablar bien. Un rasgo estilístico de lo que podríamos llamar la zona intermedia, clase media, los escritores en general, es la hipercorrección, terror a tener un error de gramática. Mientras que uno lee a Mansilla o lee a Cambaceres y lo que encuentra es una gran libertad”. Nosotros podríamos agregar a Arlt, a Quiroga, o Arenas. La libertad de la que habla Piglia está en los dos extremos. 

En esta disyuntiva se juegan muchas cosas, pero básicamente una relación con el lenguaje y con la idea de literatura en sí. Seamos maniqueos por un momento e imaginemos dos modelos de escritor bien diferentes: el primero transmite lo que ve y escucha, no necesariamente calcado (eso es absurdo, siempre hay una construcción acorde a un criterio o búsqueda estética que está dada por el tono, por las aceleraciones, pausas y matices propios del mismo; por las demandas de la trama), no como si fuera un taquígrafo del habla o un simple grabador de voces, pero sí teniendo como un principio firme el respeto por el registro verbal de sus personajes, sin subestimarlos, y el temor a que los lectores piensen que es inculto o que no domina la lengua, superado. Este escritor no se erige en juez ni se sube al pedestal de corrector del habla, sino que es más bien un testigo y un constructor. Observa y construye para dar cuenta. El preciosismo del habla o las reglas gramaticales de la Real Academia Española no son una prioridad para él. O tal vez sí, pero sus personajes no están para rendirle cuentas a ella. Los personajes tienen que ser verosímiles, no correctos. 

“La competencia gramatical que le permite a las personas producir oraciones no depende las lecciones de gramática que recibieron en la escuela –dice Bénédicte de Boysson-Bardies en su libro ¿Qué es el lenguaje?–. Esa competencia forma parte esencial de la intuición lingüística, de la capacidad que tienen los seres humanos para expresarse y comprender el lenguaje hablado en el seno de su comunidad”. Intuición y creatividad. Así se produce y se hace lengua. Las oraciones que oímos a diario en la calle son gramaticales, aun cuando los puristas de la lengua puedan encontrar en ellas cosas criticables y reprochables. 

El otro tipo de escritor no muestra lo que ve y escucha sino lo que considera –según un criterio arbitrario, muchas veces elitista y hasta absurdo o excesivamente apegado a la norma– que debería escuchar. El grueso de las personas no se expresa con “corrección”, no les importa la norma, hay un millón de cosas que les interesan y les preocupan antes que la corrección en el habla. Pronunciamos/decimos/usamos vocablos de origen guaraní, quechua, moldavo, bielorruso, armenio, del lunfardo tanguero o del ambiente carcelario, la mayoría de las veces sin saber el origen. Oímos esas palabras, las incorporamos y las ponemos en circulación. Nos apropiamos de ellas. Lo mismo ocurre con frases, expresiones, giros, chistes, lugares comunes, muletillas, refranes, inflexiones que se nos pegan y a la vez contagiamos a otros. La gente está apurada, es ingeniosa, improvisa sobre la marcha, busca hacerse escuchar, entender, ser visible. Y para eso se vale del lenguaje, que muchas veces es lo único que tiene, y lo tuerce, lo fuerza, lo exprime, lo hace trizas y con esa amalgama inventa otra cosa, una lengua nueva. No hay nada más vivo que el lenguaje. Por eso es una estupidez argumentar que “garras tienen los animales”. Mientras este escritor espera que la gente hable bien, la vida atropella y lo pasa por arriba sin enterarse de que él o ella existen. Los españoles toman y cogen cosas; allá ellos, nosotros las agarramos. Agarramos el vaso para tomar una birra. Y brindamos. 

Todavía hoy, en pleno siglo XXI, se suelen escuchar estos argumentos: “Mis personajes nunca dicen agarrar sino tomar porque no son vulgares”. Bien, eso es posible en cierto personaje, incluso en personajes que pertenecen a determinado estrato social, que no dicen rojo ni merienda porque son palabras que en su universo denotan ajenidad o mal gusto. Es decir, tendría que estar justificado y esa justificación puede ser de orden social, laboral, etario, etc. No es algo aplicable a todos los personajes ni a todas las situaciones

El segundo modelo es un escritor didáctico, alguien que parte de la idea de que la literatura debe instruir al vulgo. Que cumple, entre otras, con la función social de hacer que “la gente hable mejor”. Es alguien que tiene una idea arcaica de la literatura, cuando aún se la concebía como una de las bellas artes, algo elevado, sublime, alejado del común de los mortales. Una literatura edificante. La palabra bajaba de los cielos y se pensaba que había gente que hablaba bien y otra que hablaba mal. La que hablaba mal debía aprender y la que hablaba bien daba cátedra. Pues eso hace mucho que ha cambiado. Como dijo el maestro Castillo, “Si usted tiene tendencia a escribir cristal, en vez de vidrio y rostro en vez de cara, dese una vuelta por el mundo real”.

Apostilla

En El Aleph, Carlos Argentino Daneri invita a Borges a “tomar la leche en el salón-bar de Zunino y de Zungri”. Daneri es hijo de inmigrantes italianos, tiene una elevadísima imagen de sí mismo, se considera un poeta prodigioso y quiere a toda costa pertenecer a la élite literaria, para lo cual necesita de Borges (o de los contactos de Borges) para acceder, por eso lo invita. Daneri sabe que “merendar” es una palabra que la gente bien no usa, pero ignora que lo correcto socialmente es “tomar el té”, aunque se tome leche, café o chocolate. Al decir “tomar la leche” deja en evidencia su origen, y el narrador, Borges, lo hace notar.

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