Rescates: Rafael Pinedo

El cuerpo del fin

por Germán Viso

Si hay un género, que parece hablar del presente usando como excusa lo porvenir, ese podría ser el de las distopías. Una proyección que parte desde los focos de lo actual y el pasado convergiendo en un posible futuro que no hace más que hablar, la mayoría de las veces, del hoy. Si el sentido de las utopías era la posibilidad de crear sociedades que superaran las limitaciones de un presente asfixiante, el de su contracara va a ser la confirmación de las consecuencias de una lógica atroz, quizá previniéndonos sobre los efectos de nuestras formas de ser y estar. Y en este aspecto podemos confirmar el valor de advertencia, de augur, de las formas distópicas: la lucidez de sus visiones contradictorias, donde la vida danza con la muerte, y la violencia es una invitada de honor en la decadencia de una sociedad, que cosechó con tiempo y paciencia la semilla de su propia destrucción.

Y a este género podemos circunscribirlo aún más, y pasar a hablar de las distopías posapocalípticas, categoría propuesta por Geneviève Fabry, al definirlas como aquellos textos provistos de una referencia al mito apocalíptico que solo conserva, aislado, un mitema –unidad mínima del relato mitológico, algo así como un nudo narrativo común a diferentes mitos– truncado: el de una catástrofe de dimensiones inauditas. Incluida en este grupo, vamos a encontrar la singular trilogía compuesta por las novelas Plop, Frío y Subte del escritor argentino Rafael Pinedo.

Galardonada con el premio Casa de las América en el año 2002, Plop, la novela que inicia esta tríada, nos muestra un mundo en descomposición, donde todo el tiempo se precipita el agua, y la tierra se ha vuelto un oscuro y contaminado barro. En esta materia es que se hunden los habitantes del Grupo, una rudimentaria y primitiva sociedad sedentaria, que debe comerciar con otras organizaciones para tratar de cubrir las más básicas necesidades. En este escenario es que aparece Plop como el sonido que bautiza al recién nacido, que en su primer contacto con el mundo exterior se halla envuelto en basura y lodo. Cae desde su madre atada y es salvado por otra integrante que lo adopta. Su caída es el nombre, y prefigura un augurio nominal en el final de un camino hacia el poder y la gloria. 

En el mundo de Plop los márgenes se vuelven el centro. Ocupar la centralidad dentro de ese mundo es tan provisional como inestable. El porvenir se cancela en la extrema necesidad de pervivir en un presente, que es el temor de un futuro constante. Sucumbir al hambre, a la violencia, al poder o la enfermedad es la realidad cotidiana a la que se enfrentan. La debilidad es la peor propiedad de los nativos de esta zona de errante deriva. Las marcas que laceran las pieles expuestas a las más severas condiciones, no son tan importantes como la actitud de responder a las expectativas de las demandas internas que ordenan las estructuras. En este contexto, a fuerza de astucia y riesgo, se va a forjar su destino efímero, de ascenso y excesos, nuestro protagonista. 

Los cuerpos deambulan por el paisaje arrasado de un territorio donde las imágenes de la devastación son tan contundentes como económicas. No abunda la descripción, pero el lenguaje certero y austero corta como los pedazos de vidrios desparramados por el suelo de la novela, y que brillan cuando en muy pocas ocasiones la lluvia cesa. Las sensaciones mandan, los fluidos y secreciones asoman todo el tiempo, nos encontramos frente a lo elemental del contacto físico con lo transitorio y brutal, que nos recuerda que la decrepitud y la mutilación son los signos definitivos del discurso de la vida. En esta dominación de lo sensitivo, el abuso es naturalizado por las jerarquías, el dominio del cuerpo del otro es denominado como uso, y los que están debajo de la línea son usados a destajo por los que poseen este privilegio.

Pasadas las primeras páginas nos enteramos que cerca del asentamiento hay un lugar de cambio donde, según el personaje, se truequea. Se lo describe como provisto de diversos bienes acumulados en depósito para ser transados. El capital primitivo se revaloriza por su escasez. Por transición o metonimia, Miedo es el dueño del lugar y se representa por un cuchillo. La semiótica de sangre, violencia y cuerpos desmembrados se despliega por las láminas aplanadas sobre el afilado límite: el arma y el territorio, el cuchillo y la llanura o el desierto, son convocados (¿evocados?) para trazar la configuración de ese espacio en permanente detrición. De esta manera se inscribe en una tradición, que desde “El matadero”, de Echeverría, pasando por “La fiesta del monstruo”, de Borges y Bioy, y “El niño proletario”, de Osvaldo Lamborghini, trazan una imbricación de los elementos predominantes de la violencia en la literatura argentina: el cuerpo más el cuchillo es igual a la violencia y la sangre, algo que en el penetrar la superficie cuestiona la potencia de la carne, el imperio de los cuerpos. La ley, como en “La condena” de Kafka, se escribe en la piel como castigo y proclama.

Por otra parte, Frío narra la historia excepcional de una monja aislada en un monasterio, situada en un tiempo impreciso en el que un frente helado ha diezmado a la humanidad. La protagonista ve desde una torre desfilar hileras de supervivientes con rumbo desconocido, tratando de hallar lugares donde protegerse de la inclemencia del ambiente. A pesar de que los restantes habitantes del convento decidieron partir, esta devota decidida a sostener su fe en las más severas condiciones, se arriesga a quedarse en el lugar y tratar de resistir en el silencio y la soledad, donde encontrará en el ritual de la misa con las ratas, un sucedáneo de la comunión con la carne santificada.

La sensación gélida recorre y se instala no sólo en el personaje principal, y en gran parte del relato. Una forma de la ausencia que supone el aislamiento en el paisaje exterior e interior. Y en este espacio desdoblado, la práctica del oficio solventa el ánimo. Como sostenía Pascal, el hábito hace a la máquina, arrodillarse y rezar ya es creer,  una manifestación del credo que se construye en el ejercicio. Y lo que duele, desde el principio es la ausencia del calor, que se extiende anestesiando las más elementales sensaciones. Mantener la sangre fluyendo, que no se agarroten los miembros y conseguir el alimento, que se va volviendo escaso, son casi las principales actividades de esta solitaria recluida. Sostener el cuerpo contra el invierno interminable, supone una disciplina que parece ahogar cualquier deseo. Salvo sobrevivir, y rendir con sacrificios a la mano, la demanda de un dios que pareciera haberse ausentado definitivamente, no hay más por ser y hacer en ese espacio.

Por último, y para cerrar la serie definitivamente, va a aparecer Subte, publicada de manera póstuma, debido a la muerte de su autor en diciembre del 2006. El comienzo de la novela resume un poco la trama que se desarrollará luego. Una joven en estado de embarazo transita un túnel en busca de comida junto a su acompañante. Este sufre un accidente y queda a merced de los lobos mientras ella escapa, sin poder ayudarlo. El resto va a ser el reconocimiento de un mundo diferente, debajo de la tierra, donde, en el pueblo de los ciegos, le van a enseñar a ver con el resto de los sentidos, y que cuando ascienda nuevamente a la superficie sus ojos miren de otra forma.

El frío que estremece y aletarga en la segunda parte, debe disolverse en Proc, la protagonista, para poder comunicarse y comprender el entorno. La piel descubierta se expone a los signos externos para atravesar las tinieblas. Toda la forma sensible que recubre la carne es un mapa, un pergamino en el que las marcas que laceran son los puntos que unen las líneas de la más urgente necesidad de supervivencia. No solo de ella, sino también, y más importante por el otro que anida en su interior. Sumergirse en la más profunda oscuridad, aprender a ver en ella y acceder a la luz (dando a luz) es la verdad de este relato, que abarca lo que podríamos denominar un solo acto. 

En Subte, la oscuridad que lee en el olfato, el oído y el tacto la protagonista se hace sistema de signos de superficie. Sobre todo en el órgano más extenso del cuerpo humano. Esta introspección violenta en una forma de ceguera accidental que lastima y produce signos en el palimpsesto presente de la piel invisibilizada, se verá coronada por el doble sentido del alumbramiento: al hijo que nace y con él la verdad vedada por la estructura social en sus leyes incuestionables. Subte agrega un poco de luz al diagnóstico sombrío que traza el conjunto de las nouvelles de Pinedo. Es la única en la que se puede vislumbrar la posibilidad de una variación en la rigidez de un aparente determinismo.

Es de notar la ausencia de las causas que provocaron el estado de las cosas que narran estas novelas: solo asistimos a sus efectos. Y si hay un hilo que las une, podemos decir que, en todas, la degradación como paisaje constante se comunica a través del código común de la violencia en un estado de trémula orfandad o aislamiento. Una escenografía donde los objetos de la tecnología moderna casi han desaparecido dejando leves rastros, como para aventurar alguna hipótesis acerca de las causas del horizonte posapocalíptico. Un futuro presente, en el que los efectos del devenir científico se viven como un trauma originario en las sociedades, un tabú que es preciso no transgredir para poder sobrevivir.

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