Dossier Día del amigo: Osvaldo Soriano

Donde late lo entrañable

por Ángel Berlanga

Los amigos y los libros tienen una conexión inmensurable en la vida y la obra de Osvaldo Soriano. Uno podría, entonces, desembocar en el asunto por mil horas,  escenarios, personajes, páginas. Enfocar en alguna mesa del Bárbaro o del Ramos a comienzos de los años ’70, por ejemplo, y oír las conversaciones sobre política y literatura junto a Miguel Briante, Antonio Dal Masetto, Jorge Di Paola. O caminar por la avenida Corrientes con una banda, entre la que están Rodolfo Rabanal y Norberto Soares, mientras recitan de memoria tramos de El largo adiós de Raymond Chandler. O asistir junto a Juan Gelman, Carlos Ulanovsky y Alberto Szpunberg, entre tantos, a las tertulias que se hacían los sábados en La Opinión, donde se compartían las lecturas de lo que cada uno venía escribiendo. O viajar junto a Mempo Giardinelli y Carlos Bosch a General Villegas, en busca de las criaturas del territorio de Manuel Puig. Si es para una serie. 

Soriano contaba una historia fundacional con los libros: después de andar por varias ciudades del país, junto a los destinos de Obras Sanitarias y su padre, desembocó a los veinte años en Tandil. Y entonces conoció a Juan Campagnolle, el novio de su prima, “una suerte de intelectual de provincia”, con el que enseguida se hicieron amigos. “Una noche, a la entrada del cine, me preguntó qué estaba leyendo. Le contesté, bastante sorprendido, que no leía. Al día siguiente me prestó Soy leyenda, de Richard Matheson; quedé tan deslumbrado que al terminarlo fui a pedirle inmediatamente otro libro, y entonces me pasó Hacedor de estrellas, de Olaf Stapledon. Y como lo devoré en unas horas, me pasó Manuscrito encontrado en Zaragoza, de Jan Potocki. En pocos meses había consumido toda la colección Minotauro y en el medio, sin que supiera de qué se trataba, había leído apasionadamente Papá Goriot, de Balzac, y Madame Bovary, de Flaubert, una de las experiencias más maravillosas de mi vida”. Soriano sería amigo de Campagnolle hasta el final de su vida, y también de los periodistas Félix Samoilovich y Francisco Juárez, quienes lo arroparon cuando llegó a Buenos Aires en 1969 para trabajar en Primera Plana y Panorama, otra de sus historias míticas. En Buenos Aires ya estaba instalado Dipy Di Paola, que además de amigo fue un lector y editor fenomenal de Triste, solitario y final. En su primera novela, publicada en 1973, Soriano se dio el lujo de ponerse como personaje junto a Philip Marlowe en Los Ángeles, para averiguar qué había sido de la vida de Stan Laurel en sus últimos años, cómo fue que Hollywood y sus figurones terminaron dejándolo en la banquina. 

En las novelas de Soriano hay unos elementos constitutivos: el formato de historia, una dinámica aventurera con sus peripecias, peso específico de lo sociopolítico, una narrativa muy ágil y personajes que se cruzan, encaran alguna causa juntos y por el camino se hacen amigos. Y ahí, en esos vínculos de urgencias y peligros, empecinamientos y delirios, late lo entrañable: suelen ser tipos muy distintos entre sí, que entreveran la camaradería y también la puteada, mantienen cierta distancia y no se traicionan. Novela tras novela, sin embargo, trabaja variantes: en Cuarteles de invierno, escrita durante el exilio en Bruselas y en París, coinciden en Colonia Vela un boxeador veterano al borde del retiro, Rocha, y un cantante de tangos raleado por la dictadura, Galván, “dos soledades que se encuentran en una fiesta chiquita en un pueblo de provincia”, decía Soriano: progresivamente experimentan la opresión y el machaque de los milicos, pero sostienen la ilusión de que las cosas les salgan bien.  A diferencia de Triste, solitario y final, escrita en tercera persona, Cuarteles está narrada en primera, con la voz de Galván. Ricardo Piglia la consideraba como la mejor novela escrita sobre la dictadura desde el exilio, y Soriano pensaba que era el mejor de sus libros.

Cuando por fin regresó al país, ya en 1983, se encontró con que Cuarteles de invierno y No habrá más penas ni olvido encabezaron durante largos meses los rankings de ventas: esos dos libros, además, fueron llevados al cine. Al poco publicó Artistas, locos y criminales, su primera recopilación de artículos periodísticos, casi todos recogidos de La Opinión: el volumen está dedicado A Tito Cossa, en el reencuentro, y la mayoría de los textos llevan dedicatorias particulares a otros amigos: Julio Cortázar, Osvaldo Bayer, Daniel Divinsky, José María Pasquini Durán, Oscar Finkelberg, Carlos Trillo, Horacio Altuna. Con cada uno de ellos había mantenido correspondencia durante el exilio: que eso lo sostuvo a la distancia, contaba. Era un conversador extraordinario y un narrador oral formidable, coincidían quienes lo trataron.

Cada una de sus novelas siguientes encabezó la lista de best sellers y en cada una la amistad tiene su peso, aunque con variaciones. En A sus plantas rendido un león los amigos son un argentino anclado en París, Lauri, que se engancha en la gesta revolucionaria delirada del comandante Michel Quomo para tomar el poder en Bongwutsi, donde el cónsul Bertoldi libra su resistencia de pacotilla ante la embajada británica, en tiempos de la guerra de Malvinas. En Una sombra ya pronto serás el protagonista es un ingeniero informático recién retornado que anda desorientado por las rutas devastadas del país, un territorio dislocado en el que se cruza con un ex dueño de circo entusiasta que va para Bolivia en busca de petróleo y un ricachón yanqui melancólico que cifra sus esperanzas en una mujer que mucho calce no le da. En El ojo de la patria el protagonista es el agente secreto Julio Carré, otro argentino en París, un espía casi desactivado al que en pleno menemismo le encargan la misión de repatriar la momia de un prócer recauchutado con un chip de última generación: el prócer resucitado y el confidencial componen aquí el dúo aventurero. En su última novela, La hora sin sombra, el narrador es un escritor sin nombre que hace pensar en un alter ego: anda por las rutas con el encargo de escribir una Guía de las pasiones argentinas cuando lo anotician de que su padre, al que había dejado internado al borde de la muerte en un hospital, se fugó con las ropas de un rockero y salió a su encuentro por los caminos. Es una historia de desencuentros, en rigor: el ladero del narrador, aquí, es la figura del padre, su fantasma. Pero hay un pasaje de tres o cuatro capítulos que funciona como homenaje y reconocimiento a los amigos: ha encarado una novela sobre sus padres y anda perdido, sin saber cómo seguir adelante, y convoca a Mar del Plata a un amigo que, sabe, le dará una opinión sincera, por más cruda que sea. 

“Los escritores tenemos la creencia, la ilusión, de que si algo no nos sale un buen amigo nos puede dar una mano”, decía Soriano, y en efecto, les daba a leer a los amigos capítulos, borradores, les consultaba opinión por los títulos antes de entregar a las editoriales. Pensaba, también, que uno de los temas centrales de su obra era la soledad, y sí, casi siempre sus personajes son solitarios. Es un extremo de soledad Robert Nevill, el protagonista de Soy leyenda, en ese universo distópico plagado de zombis que imaginó Matheson. Era hijo único, Soriano, y suscribía esta idea de los amigos como hermanos que se eligen. Acabo de caer en la cuenta, para escribir esta nota, que en su obra no hay hermanos

Los amigos lo acompañaron cuando se enfermó, le hicieron compañía durante las sesiones de quimioterapia, lo despidieron amorosamente cuando el final, el 29 de enero de 1997. Tenía 54 años. Antonio Dal Masetto, que le pasó para la tapa de Piratas, fantasmas y dinosaurios, el último libro de Soriano, la tapa de un Sandokán de Salgari que se trajo desde Italia cuando llegó de chico, en los ’50,  a la Argentina, lo convocó como personaje en alguna de sus novelas. Lo recordaba siempre y en una de sus notas voló hasta comienzos de los ’70, cuando se hicieron amigos: qué mejor que citarla para brindar por estas o aquellas noches, por este día.

“Somos jóvenes. Soriano comienza a contar una historia. Es algo que le ocurrió en Mar del Plata y, en la trama, de tanto en tanto, aparece un personaje que le ha traído mala suerte durante cierto tiempo. Cada vez que lo nombra, Osvaldo exclama: ‘Toco madera’. Y se lanza hacia atrás, sin darse vuelta a mirar, y con el brazo estirado. La silla queda inclinada y en dos patas. La mano de Osvaldo, milagrosamente, acierta siempre en el marco de la puerta que está a sus espaldas y, gracias a esa puntería, logra sostenerse y mantener el equilibrio. 

Todos los presentes permanecemos pendientes de dos cosas: del relato, que es fascinante, y del momento en que Osvaldo le erre al marco de la puerta y se vaya al piso. Pero no le erra. 

Yo estoy especialmente deslumbrado por este desconocido, su capacidad de hacer las pausas justas y crear suspensos y manejar los tiempos como corresponde al contar su historia, y por esa suerte de acompañamiento circense. Osvaldo todavía no ha escrito ninguno de sus relatos memorables, pero, los que nos reunimos en esa casa, estamos asistiendo sin saberlo a un anticipo de lo que será: la palabra y el cuerpo en función del mismo arte, trabajando en armonía, proyectando con el riesgo y la elegancia de un acróbata los futuros maravillosos fuegos de artificio de un gran narrador”.

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