Lecturas: El silencio

Los vacíos digitales

por Germán Viso

Una escena de lectura doble abre la nouvelle El silencio, de Don de Lillo. Por un lado, un personaje femenino que, mientras lee, escribe y también habla, parece querer registrarlo todo en los procesos de baja intensidad que desarrolla de forma simultánea. Por otro lado, su pareja, un hombre que ha decidido reclinar el asiento para ver mejor la pantalla en la que aparecen una serie de datos actualizados acerca del vuelo: coordenadas, velocidades, husos horarios, tiempo restante, etc., que va comentando en voz alta forzando una conversación sobre estas informaciones superficiales. 

Con motivo de la celebración del Super Bowl del año 2022, ese evento que ejemplifica de forma manifiesta a la cultura norteamericana, se han puesto de acuerdo cinco amigos para cenar en la casa de Max en Manhattan, donde convive con su mujer, Diane, una profesora jubilada. Junto a un antiguo alumno de Física, la pareja aguarda la llegada de los dos restantes amigos que arribarán luego de un catastrófico viaje del que saldrán apenas con vida. En medio de la espera, un suceso de origen desconocido hace colapsar todos los sistemas de telecomunicaciones, justo en el momento en el que espectáculo que más atrae al norteamericano medio se está desarrollando. Esto generará las más insospechadas teorías, amparadas en la incertidumbre y el delirio.

De vuelta de París esta pareja nos revela en escenas de diálogo en el avión el anticipo de los temas centrales de la novela. La cultura disuelta en datos de pantalla y un accidente (¿atentado?) en el corazón del capital tecnológico, que desata el paranoide hilar entramado de las narraciones conspirativas.

El viaje automatiza el diálogo y replica en cierta medida las respuestas de un bot digital programado para repetir una serie limitada de enunciados previsibles. De Lillo parece querer decir que la máquina se asemeja peligrosamente a aquellos aspectos que priman en las relaciones humanas y que no son particularmente los mejores. De esta forma, subrepticiamente, se introduce la idea de la existencia mediada por sistemas y su síntesis: los rectángulos delgados y de superficie lisa que contienen la lógica mágica de los algoritmos, la cristalizada sustancia que nos conecta.

Desde el inicio los personajes ya muestran una clara disposición a la incomunicación, una particular incapacidad de interactuar acorde a esa situación. Esta va a ser una constante en las relaciones de los demás personajes, enfrascados en sus propios mundos, repitiendo en bucle los discursos, casi siempre en monólogos alienados. Cada uno instalado en su juego del lenguaje individual, salvo cuando los signos del desastre impongan una lengua común inevitable: el lenguaje primal del miedo.

Caída e incertidumbre, acto y consecuencia que deben ser rellenados con la ficción paranoica: la emergente forma actual de poder narrarnos. Las ideas sólo existen si son intermediadas por el flujo del capital. Aquellas que resulten ajenas, ni siquiera pueden ser contempladas en su virtualidad. Si existe un tema tabú en la sociedad poscapitalista es el de la caída del régimen del capital, algo que se puede ver en parte de la filmografía reciente de Hollywood, donde la negación de la posibilidad de la disolución del sistema lleva hasta la misma extinción humana.

Entonces, lo que se evidencia es el cuadro fijo de un movimiento en espiral hacia el vórtice de un vacío de superficie digital. La crisis de una sociedad que ya no puede narrarse a sí misma, que, de su historia, solo un pálido fulgor se refleja en las superficies ciegas de las pantallas desiertas. El agujero negro predicho por Einstein se transforma aquí en un rectángulo negro y su función se invierte: ya no absorbe todo espacio-tiempo, sino que repele la masa y la energía de los sujetos alienados y les devuelve en un mismo movimiento la posibilidad de la palabra y su cancelación, en un silencio ensordecedor.

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