Lecturas: Yeguas y terneros
La fiesta siempre ajena
por Hernán Carbonel
Varias líneas, notorias, pero no por eso repetitivas, acuden a los cuentos de Julia Rendón en Yeguas y terneros (La caída, Ecuador, 2021).
Uno de ellos sería lo político, pero sin llegar a ser panfletario: los abismos que separan a las clases sociales, lo burgués y lo popular, el obrero y el country, los peones rurales y las multinacionales, el dinero como una forma de la identidad.
Otro, la familia: múltiples, desensambladas; madres, padres, hermanos, abuelos, la necesidad de esos hijos (o, sobre todo, hijas) de distanciarse de esas tradiciones (sean de clase alta o clase baja, sean judíos o cristianos, sean europeos o americanos) que se les imponen; la rebelión frente a lo establecido. La niñez, ese espacio donde la oscuridad del mundo comienza a ganar terreno; el despertar a la sexualidad, que no llega a desprenderse de esas sombras; la maternidad, lejana al registro ideal de la existencia.
Y luego, claro, las geografías: Latinoamérica, sobre todo (Ecuador, México, Colombia, Argentina, pero también Londres, India, EEUU), el viaje como como un modo de la transculturización; lo extranjero y ajeno, sinónimo de un poder que nos es vedado; expatriados, migrantes, aquellos clandestinos de Manu Chao.
Una muchacha con complejo de Electra, una escritora negada, alguien que debe internar a su padre por Alzheimer, una desplazada que busca su lugar en el mundo a través del lenguaje, una anónima mujer que alquila su vientre. Anhelos, aspiraciones femeninas penosas o directamente imposibles que los enfrascan en sus sumisiones, el reflejo en los otros para poder percibir hacia adentro.
Ejemplos estos de las tantas historias que Julia Rendón refiere con diferentes registros narrativos, pero que se unifican en una única voz identitaria, que se deslizan, viajan, se dejan llevar, livianas como plumas pero profundas como un tajo.
En esa dialéctica de yeguas y terneros se mixtura lo autóctono y lo extraño, se deja ver la oveja intrusa de la manada, y recuerda que, como en el cuento de Liliana Heker, la fiesta siempre es ajena. Porque “la vida es”, y llorar, se llora siempre a solas.
