Rescates: Metaficción en el Quijote
La escritura errante y su reflejo

Por Germán Viso

Considerar al Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra como una de las obras literarias que funda y proyecta la novela moderna es una opinión cuyo consenso sería difícil refutar. Es casi un lugar común reconocer en el texto cervantino las innovaciones formales, lingüísticas y estilísticas, entre otras, que introdujo y que muchos autores luego se apropiaron, imprimiendo sus singulares modos de uso. Entre las más destacadas podemos nombrar al tratamiento metaficcional del texto de Cervantes y la relevancia que asume particularmente a partir de la segunda entrega. 

Dar fe es una fórmula que atraviesa el Quijote y se inserta en esta breve reseña. Porque si hay algo que posee El Quijote es una capacidad única de trascender fronteras, extrapolar límites, enrarecer la percepción e instalarse en la escritura del otro. Cervantes va interpelar al lector desde el primer libro y ya en el segundo lo va a convertir en el cómplice y personaje mismo de sus aventuras. La fe inquebrantable del hidalgo manchego debe luchar a brazo partido, primero para construir su verdad sobre la imaginería de una clase social casi extinta, y en segundo lugar para defenderla y defenderse de los ataques y de la crítica. En este sentido el repliegue es una estrategia, para desplegar un arsenal de recursos y mecanismos inéditos, originando así uno de los artificios más interesantes y arriesgados del siglo XVII. Es entonces como la forma de la literatura en occidente queda trastocada por la aparición del Quijote.

Y si hablamos del hidalgo manchego, no podemos dejar de citar a Michel Foucault, que en su excepcional libro Las palabras y las cosas, sintetiza de forma magistral las relaciones que se establecen entre la primera y la segunda parte de la novela y que desestabiliza el sistema de representaciones de su época: “El texto de Cervantes se repliega sobre sí mismo, se hunde en su propio espesor y se convierte en objeto de su propio relato para sí mismo. La primera parte de las aventuras desempeña en la segunda el papel que asumieron al principio las novelas de caballería. Don Quijote debe ser fiel a este libro en el que, de hecho, se ha convertido; debe protegerlo contra los errores, las falsificaciones, las continuaciones apócrifas; debe añadir los detalles omitidos, debe mantener su verdad. […] Entre la primera y la segunda parte de la novela, en el intersticio de estos dos volúmenes y por su solo poder, don Quijote ha tomado su realidad”.

En la segunda parte del Quijote los aspectos metaficcionales van a ser un punto de partida desde el cual se propone una estética de la autorreferencialidad consciente, desnudando el entramado del arte de narrar, exponiendo la obra no solo a los juicios del autor y sus personajes sino también, sobre todo, de los lectores.

Vamos a tomar algunas de las claves que propone Foucault, para rastrear en el texto sus implicancias y ejemplificar con fragmentos del Quijote los recursos que se ponen en juego.

Una definición general de metaficción es la que la explica a la ficción que habla acerca de sí misma. Según Patricia Waugh, aquellas obras de ficción que de forma autoconsciente y sistemática, llaman la atención sobre su condición de artificio creado para así plantear cuestiones sobre las relaciones entre ficción y realidad. Mientras que la primera parte del Quijote se sostiene sobre las aventuras de los libros de caballería y el infructuoso intento de su patética restauración por un loco hidalgo, la segunda parte se va a encontrar sustentada en la primera. Esto va a suceder porque los personajes toman conciencia de que existe un libro de aventuras caballerescas que relata su historia. Va a ser el bachiller Sansón el que, en una operación inusitada hasta ese momento, vuelve a Sancho y al Quijote conscientes de su condición de protagonistas de un relato, y a partir de ahí es que van a actuar sabiéndose observados: “Pensativo además quedó don Quijote, esperando al bachiller Carrasco, de quien esperaba oír las nuevas de sí mismo puestas en libro, como había dicho Sancho, y no se podía persuadir a que tal historia hubiese, pues aún no estaba enjuta en la cuchilla de su espada la sangre de los enemigos que había muerto, y ya querían que anduviesen en estampa sus altas caballerías” (II, 3, 558).

El conflicto que supone el reconocimiento de la imagen de sí y la imagen que construyen los lectores, va a generar una tensión a lo largo del libro, siendo la lectura de la primera parte la condición necesaria para el desarrollo de la fantasía propuesta al Quijote por los diversos personajes que ya conocen su historia. Don Quijote debe ser fiel a este libro en el que, de hecho, se ha convertido; debe protegerlo contra los errores, las falsificaciones, las continuaciones apócrifas; debe añadir los detalles omitidos, debe mantener su verdad.

Una de las críticas que había recibido El Quijote en su primera entrega era la de cierta incoherencia e incongruencia en su construcción. Así por ejemplo el caso del robo del rucio, que había suscitado controversias en torno a la continuidad narrativa, queda aclarado por su dueño Sancho en la segunda entrega:

A lo que el señor Sansón dijo que se deseaba saber quién o cómo o cuándo se me hurtó el jumento, respondiendo digo que la noche misma que huyendo de la Santa Hermandad nos entramos en Sierra Morena, después de la aventura sin ventura de los galeotes, y de la del difunto que llevaban a Segovia, mi señor y yo nos metimos entre una espesura, adonde mi señor arrimado a su lanza y yo sobre mi rucio, molidos y cansados de las pasadas refriegas, nos pusimos a dormir como si fuera sobre cuatro colchones de pluma; especialmente yo dormí con tan pesado sueño, que quienquiera que fue tuvo lugar de llegar y suspenderme sobre cuatro estacas que puso a los cuatro lados de la albarda, de manera que me dejó a caballo sobre ella y me sacó debajo de mí al rucio sin que yo lo sintiese.

Otro de los puntos criticados por sus lectores fue el de la intercalación de novelas que muchas veces actuaban como largas digresiones que se desentendían o interrumpían la narración de los hechos que los personajes principales realizaban: “una de las tachas que ponen a la tal historia… es que su autor puso en ella una novela intitulada El Curioso impertinente, no por mala ni por mal razonada, sino por no ser de aquel lugar, ni tener que ver con la historia de… don Quijote”.

Cervantes, tomando nota de esta opinión negativa, va a escribir toda la segunda parte en torno al Quijote y Sancho Panza. La trayectoria de sus aventuras no se van a ver alteradas, y hasta en el momento en que se separan, el autor decide asignarles de forma alternada un capítulo a cada uno manteniendo así la unidad narrativa en torno a sus protagonistas.

Por último, una de las muestras más audaces de este dispositivo metaficcional, la vamos a hallar en el episodio del encuentro con el personaje Don Álvaro de Tarfe, presente en la apócrifa versión de las andanzas del caballero de la triste figura. Cervantes lo incorpora con el fin de asumir en su juramento la auténtica falsedad de la continuación del Quijote escrita por Avellaneda, buscando en el terreno de la ficción la justicia que lo redimiera de la realidad difamatoria. De esta manera, se instituye el campo de la narración como un espacio en el que incidir y modificar la realidad, restableciendo en la forma de la verdad literaria lo real verdadero. Vemos así como el juego de la oscilación permanente trasvasa fronteras, convirtiéndose muchas veces en el principal instrumento que opera sobre la representación artística: “Entro acaso el alcalde del pueblo en el mesón, con un escribano, ante el cual alcalde pidió don Quijote, por una petición, de que a su derecho convenía de que don Alvaro Tarfe, aquel caballero que allí estaba presente, declarase ante su merced como no conocía a don Quijote de la Mancha, que asimismo estaba allí presente, y que no era aquel que andaba impreso en una historia intitulada Segunda parte de don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal de Avellaneda, natural de Tordesillas. Finalmente, el alcalde proveyó jurídicamente; la declaración se hizo con todas las fuerzas que en tales casos debían hacerse, con lo que quedaron don Quijote y Sancho muy alegres, como si les importara mucho semejante declaración y no mostrara claro la diferencia de los dos don Quijotes y la de los dos Sanchos sus obras y sus palabras” (II, 72, 1208).

Nada más corrido de las fronteras de la estética novelística de su tiempo que el pactar de dos figuras ficticias, sobre la falsificación de una obra real escrita por un sujeto histórico, e inserta en el sistema literario de su época. El carácter performativo de tal intento manifiesta claramente el poder que atribuía Cervantes a la escritura, y su capacidad de modificar la realidad. Lo que habla aquí es la letra impresa, que, en la inclusión condenatoria de la obra apócrifa de Avellaneda, cristaliza su condición de determinar en la ficción un acto de reparación.

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