Perfiles: Joan Didion

El dolor fundido en el lenguaje

por Natalia Neo Poblet

Joan Didion nace en 1934 en la ciudad de Sacramento, al noroeste de San Francisco. En 1964 se casa con el escritor John Gregory Dunne y se mudan a Los Ángeles, California. Se conocieron mientras ella escribía para la revista de modas Vogue y él, en ese entonces, para The New York Times. A lo largo de sus carreras trabajaron juntos e, incluso, algunas de sus obras están entrelazadas. 

No había leído a Joan Didion hasta que hace unos años llega a mis manos su libro El año del pensamiento mágico. Comienza así: “La vida cambia deprisa. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba. La cuestión de la autocompasión”. Esa noche Didion y su marido llegan a su casa después de haber ido a visitar a su hija, Quintana, a la Unidad de Cuidados Intensivos. Estaba internada por un choque séptico como consecuencia de una neumonía. Didion está en la cocina preparando la cena mientras su marido, sentado en el sillón del living, lee y toma whisky. Luego de una breve pausa, le cuenta a Didion por qué la Primera Guerra Mundial fue, para él, el acontecimiento crucial que influirá sobre el resto del siglo XX. De repente, silencio. Ella se acerca. Lo ve de espaldas, sentado en una de las sillas, reclinado sobre la mesa. Intenta levantarlo, pero él se desliza hacia adelante. Cae. Primero sobre la mesa y luego, sobre el suelo. Enseguida llama a la ambulancia. Entran los paramédicos y los enfermeros. Despliegan sobre el living los aparatos y se apoyan sobre John para hacerlo revivir. En ese instante su casa dejó de ser ese hogar que los acobijaba cada día donde encendían la chimenea por las noches.  A él se lo llevan en una ambulancia, ella va en otra, detrás, junto a un enfermero. Llegan las dos, casi juntas, al hospital. A ella la hacen esperar en un pasillo. Luego de un corto lapso de tiempo, se acerca un asistente social y le pregunta si va a querer un sacerdote. Ahí entendió que había muerto. Le dijo que sí. Entró junto al cura, se despidió de su marido y el asistente le alcanzó una bolsa en la que estaba su ropa junto con el dinero que habían encontrado en sus bolsillos, el reloj pulsera, el teléfono móvil y el carnet de conducir con las tarjetas de crédito agarradas con el clip plateado. El equipo médico le pregunta si puede volverse sola. Ella dice que sí. Se creía fuerte. La suben a un taxi y vuelve a su departamento. Sola. Sin su compañero de los últimos veinticuatro años. Sin su marido. Sin su lector. Sin su editor. Sin su confidente. Sin su cómplice. Sin su compañero. Sin el padre de su hija. Sin John. 

¿Cuántas veces se puede morir? ¿Cuántas muertes se pueden soportar en un día? También mi padre, Roberto, murió de repente. De madrugada. En cinco minutos de un paro cardíaco. No vivía con él. Fue mi hermano quien tocó el timbre de mi casa. Durante los meses siguientes a su muerte, no podía dejar de recordar la conversación telefónica que había tenido con él, unas horas antes, esa misma noche. Tampoco la última vez que lo había visto, ni la última comida que habíamos compartido, ni el último beso que me había dado, ni la última palabra que me dijo. 

Didion escribe: “Me di cuenta de que, desde la última mañana de 2003, la mañana después de que él muriera, yo había estado intentando ir atrás en el tiempo, rebobinar la película. Ya habían pasado ocho meses, era el 30 de agosto de 2004, y lo seguía haciendo. La diferencia era que durante aquellos ocho meses había estado intentando cambiar el rollo de película por otro alternativo. Ahora sólo estaba intentando reconstruir el choque, el colapso de la estrella muerta”.

¿Qué se puede decir de la muerte? ¿Y de esa muerte que llega antes de tiempo? “Las cosas más difíciles de contar son las que nosotros mismos no llegamos a comprender”, dice Didion, quien tejió una trama para que la sostenga ante tanta intemperie.

Su escritura intenta decir lo que nunca vamos a comprender: la muerte, la ausencia, la pérdida, el impacto, lo indecible.  “La muerte no escribía dejando poca marca, no escribía con lápiz”. Didion, se sirvió de la escritura para poner en palabras lo que no tiene palabras. Se agarró del lenguaje.   En cada página de sus libros emprende un oficio: el riesgo de escribir. La angustia como efecto, el miedo como respuesta y los recuerdos como un intento de enlazar algo de lo vivo.

En este mismo ensayo novelado hace referencia a esa ilusión que a veces se tiene, tal vez, de manera más frecuente durante la infancia, de que las cosas se podrían resolver por arte de magia. Didion escribe: “Necesitaba estar sola para que él pudiera volver. Aquél fue el principio de mi año de pensamiento mágico”.

El recuerdo es lo único que nos queda. No sólo se pierde al ser amado, sino que también se pierde lo que uno creía que era a partir de la mirada de ese otro. En esa muerte, también hay una muerte propia. Algo de uno también se muere ahí. En sus palabras: “El matrimonio no sólo es tiempo: también es, paradójicamente, la negación del tiempo. Me pasé cuarenta años viéndome a mí misma con los ojos de John. Yo no envejecía”. 

En su libro Noches azules: “Los recuerdos se borran, la memoria se adapta, la memoria se ajusta a lo que creemos recordar […] Los recuerdos sirven para evocar momentos pasados. Pero la verdad es que sólo sirven para dejar claro lo poco que aprecié aquellos momentos cuando los tuve delante […] Los recuerdos son las cosas que ya no quieres recordar”. Después de leer esto, recuerdo lo que dice Maurice Blanchot: “Los recuerdos son necesarios pero para ser olvidados, para que en ese olvido, nazca al fin una palabra, la primera palabra de un verso”. Noches azules también surge de la desesperanza, de toda sensación que puede conllevar la pérdida de una hija. Ese libro se lo dedica a Quintana y lo escribió después de su muerte. Tenía hematomas masivos y le habían practicado cirugía cerebral. Su hija termina falleciendo de pancreatitis un año y cuatro meses después que su padre, a los 39 años. Supo de la muerte de su padre. 

La escritura de Didion arma un espacio a la pregunta nómade que la interrumpe, la invade, la desvía, pero a la vez le da superficie para relanzarse, revivir, traspasarse. Escribir para volver a tocar, oír, sentir. Escribir para pasar una y otra vez por el dolor para que algo pueda quedar escrito. Escribir para volver a dibujar cada una de las letras del abecedario y recuperar un silencio que calme y no angustie. Escribir para escucharse hasta tal punto que tome cuerpo la pregunta en una lengua propia. Escribir para retirarse, emanciparse, desparramarse y fundirse en el lenguaje

 

Fuente de las citas: 

*DIDION, Joan, El año del pensamiento mágico, Editorial Literatura Random House, Buenos Aires, 2015.

*DIDION, Joan, Noches azules, Editorial Literatura Random House, Buenos Aires, 2012.

Abrir chat
Hola, ¿En que te puedo ayudar?
Hola 👋 soy colaborador de Fundación La Balandra 😊 Mi nombre es Milton. ¿En qué te puedo ayudar?