Lecturas: Pequeño catálogo de anomalías

Un mundo incierto y sin redención

por Mauricio Koch

La obra artística de Marcelo Pelissier –artista visual y escritor–, y en particular su reciente libro Pequeño catálogo de anomalías, dan cuenta de un mundo incierto, oscuro: apocalíptico. Apocalíptico, sí, pero no en el sentido religioso del término sino en el sentido cósmico. Las cosas no terminan mal por enojo o hartazgo divino sino porque el mundo que habitamos es un cascote medio mal formado que gira en medio de la noche gracias a ciertas leyes un tanto endebles y en cualquier momento esas leyes tambalean o mutan o lisa y llanamente se desploman. No hay salvación para nadie, la catástrofe es total. Y si esto no ocurre, es decir, no llega el meteorito final o las estrellas una a una no se van apagando, seremos nosotros como especie los que nos ocuparemos de llevar la situación al mismo destino. ¿Suena duro? Pues así es, parecen decirnos estos cuentos, que no vienen a redimir nada.

Pelissier tiene una gran capacidad para, en pocas líneas, pasar de una situación tierna (una nena toma de la mano a su padre para pasear por el bosque) a una catástrofe de dimensiones inauditas. La crueldad es una constante y esa crueldad está asociada a la indiferencia: al universo no le importa nada de lo que les pasa a las criaturas que pueblan este planeta, y esas criaturas desamparadas se defienden como pueden: embalsaman cuerpos de seres queridos o atesoran sus partes en frascos, buscan la máxima expresión de la belleza en una flor o en la muerte de una joven, se obsesionan con los pliegues de la realidad, ven señales todo el tiempo de que algo inminente puede ocurrir, les parece estar acompañados por muertos o vigilados por fuerzas interestelares. Pero nunca hay certezas. Siempre hay un borde difuso, movedizo. Siempre existe otra posibilidad, y otra más.

Las historias que narran estos cuentos están habitadas en general por hombres solitarios (“Desde chico tuve una certeza: uno nace solo, vive solo y muere solo”, dice el protagonista de “Un pequeño zorro rojo”), maníacos obsesivos, misántropos incurables, o quizá hombres que intentan comunicarse o establecer vínculos con el mundo, pero los lazos están rotos y la relación con el universo, viciada. Como solitarios Quijotes góticos, muchas veces esas dudas y esos tormentos son producto de sus lecturas o de su formación académica: la cultura no trae sosiego ni claridad, más bien lo contrario, arrastra consigo la posibilidad del terror. 

Hay tres escenarios recurrentes: el bosque, el mar y el interior de las casas. Abiertos o cerrados, de apariencia estable y controlada o vastos e insondables, todos encarnan el misterio por igual: no hay un lugar seguro, no hay dónde hacer pie. Ese misterio se manifiesta de un modo sutil, mínimo (un objeto cambia de lugar, una mancha en la pared crece un poco cada día), o máximo (las estrellas se apagan una por una, un agujero negro deglute todo en un instante); todo conduce a la incertidumbre o a la locura: la única salida posible para escapar de esas leyes inexorables es la escritura (o el arte en general), no como un mero escapismo sino como el empecinamiento absurdo de un Sísifo, y el humor: los personajes no ríen, no saben cómo hacerlo, pero las situaciones hacen reír al lector, o más que reír, lo enfrentan a una noción de absurdo donde sólo queda la risa como opción.

La escritura, el humor y la belleza. También queda la belleza: porque aunque todo se termine hoy mismo, ese final puede encontrarnos en medio de la búsqueda terca por dar con un destello que nos justifique (“La constante que busco en medio de esta parafernalia es cierto amor a la luz”, escribió John Cheever), no porque supongamos que vamos a llegar a destino sino porque nada ni nadie, ni leyes del caos, ni explosiones nucleares o policías de la moral que amenacen con aplastarnos podrán hacer que dejemos de buscar “la palabra exacta que le dará forma a eso que un momento antes era caos”, como dice el protagonista de “Sobre la arena”, uno de los relatos del libro. 

La buena literatura es así: no viene a dar respuestas ni a traernos la calma. La buena literatura está para inquietarnos, no para ayudarnos a dormir mejor. Y con la fuerza de las palabras, con el hilo invisible pero feroz con que se teje el lenguaje, nos arrastra hacia el abismo, o hacia la luz helada de las estrellas, o hacia nuestros miedos más antiguos. Y tan extraños somos, tan impredecibles que, en lugar de correr en la dirección contraria, pedimos más: otro cuento más

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