Lecturas: Los llanos

Contarse para no desaparecer

por Germán Viso

En el principio fue el tiempo. Un tiempo elemental, signado por los hechos naturales (y naturalizados) que lo dividen y articulan. Un tiempo diferente del diverso tiempo urbano, y con esa declaración inaugural, el narrador de Los Llanos, la flamante novela de Federico Falco finalista del Premio Herralde, establece, desde el inicio, el ritmo que atravesará la obra.

El tiempo de la historia va a estar dividido en los meses que nombran cada capítulo. Comenzando en enero, se va a dar a conocer el traslado del protagonista, de una ciudad populosa a la llanura de la pampa, mientras cuenta la lucha con el entorno por lograr que la tierra fructifique. Sobre el fondo de esta lucha con la naturaleza inclemente, se van a suceder fragmentos de escenas de su relación personal con una ex pareja (la búsqueda de los signos que anunciaran su distanciamiento, lo que motivó su desplazamiento hacia ese lugar) y las vivencias de su infancia en el campo de sus abuelos. Luego, a medida que pasen los meses, y por ende los capítulos, también dará a conocer su experiencia sobre el acercamiento a la literatura en un pueblo de provincia y la construcción de una subjetividad deseante en contra del mandato social. Es de esta forma que la novela se va a ir construyendo sobre los ejes del pasado, el duelo y las posibilidades de crear algo nuevo, culminando en el mes de septiembre, en un balance existencial sobre la experiencia recorrida y su alcance para lograr un equilibrio que pueda dar sentido a la historia.

La niñez va a marcar otro ritmo, con pasajes de planos y épocas en los que se estructurará la trama del relato. Basado en el recuerdo, que fundamenta el habitar la zona, donde la ausencia es una forma que dialoga con el paisaje, el peregrinaje de la memoria que guarda y atesora las claves del presente, tendrá un rol fundamental en la dinámica de la narración.

El paisaje es todo, nos dice el narrador, ya situado en ese campo de la provincia de Buenos Aires, luego de la dura ruptura; el paisaje, ese enorme espacio, la llanura interminable que desde las incursiones de los naturalistas del siglo XIX no podemos dejar de mirar, que se asemeja peligrosamente a la nada, donde reina la ausencia y el silencio, es el espacio perfecto para el duelo de amor, el desierto de lo real.

La llanura es un simulacro de eternidad, retorna en los habitantes que la atravesaron: el testimonio del infinito espacio que se pierde en la mirada, la historia natural de lo inabarcable. Es en ese lugar, donde el protagonista se intenta perder, en el horizonte bajo de la pampa húmeda, pero además donde se propone recuperar los signos que le hagan comprender su presente, porque no alcanza con lo que sabe, no llega a comprender y debe internarse en la profundidad de los días de ese desierto. La naturaleza es el otro absoluto al que se entrega en deposición de su voluntad, lo que necesita aprender para sobrellevar el dolor: entregarse a la inclemencia imponente de los llanos. El campo, entonces, como clave para crearse una necesidad que lo obligue (aísle) a estar ahí. Volver es enfrentar el presente sin tener de aliado al pasado. Permanecer es contar con la posibilidad de poder reconocerse: “Era un espacio donde me podía encontrar a mí mismo. Era un espacio donde podía leerme”.

En la novela, tanto el cuerpo de la pena como la pena del cuerpo, parecen convivir. Culpa y falta que marcan el devenir aislado, no solo en la geografía íntima del escenario de su niñez, sino también en la imposibilidad de nombrar el dolor encarnado. Y no parece ser otra cosa la actividad nutricia de surcar la tierra para que la vida surja, que le devuelva el alimento que la vida negó. Las líneas de vegetales sembrados parecen querer nombrar lo que se resiste a ser escrito. No hay un sistema de signos seguro para comunicar el amor, el otro es traducible pero incomunicable.

El otro nos obliga a nombrar las cosas para compartirlas y gran parte de la novela parece ser el infructuoso ensayo de nombrar lo otro para poseerlo. Compartir es dominar lo comunicado, el malentendido permanente que es todo lenguaje, que es todo sentido. Entonces surge un dominio incierto que lo sume en una constante incertidumbre ¿Quién traiciona ese sistema de malentendidos, de bellos accidentes, que es la lengua del deseo? 

Cuando el decir ya no puede expresar los significados, la mejor forma de entender es alejarse, parece querer advertirnos el protagonista de Los llanos, como si el duelo fuera el límite de la palabra y sobre lo que no se puede hablar es mejor escribir. Un ensayo de escritura, en el papel, en la pantalla, en la tierra y la piel, que conjure el incomprensible dolor que supone toda pérdida.

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