Cuestiones de oficio:

La persistencia del canto de jilguero

por Mauricio Koch

Lo que no debe hacerse

Ricardo Piglia da comienzo a la primera de sus clases sobre Borges con una pregunta clave: ¿qué es ser un buen escritor? “En general circulan estereotipos –dice–, pero ya no nos detenemos a pensar por qué nos parece que un escritor es un buen escritor. Los escritores lo único que sabemos es lo que no queremos hacer. Lo que podemos hacer es decir qué no queremos hacer. Pero no podemos hacer lo que queremos porque si no todos escribiríamos La divina comedia o Martín Fierro. Sería facilísimo, ¿no? Yo tengo la sensación de que Borges estuvo más cerca que nadie de llegar a hacer eso que le parecía que quería hacer. Y en ese sentido eso podría ser una primera indicación de lo que sería un buen escritor. No porque la intención valga, sino porque la perfección es tal que uno tiene que pensar que fue descartando tal cantidad de cosas que no le gustaban que lo que quedó fue algo que, por momentos, parece un milagro”.

Pero Piglia hablaba de Borges, un hombre que vivió más de ochenta años y que pasó por el ultraísmo en su juventud, fue barroco –en sus ensayos más que en su poesía–, y recién con el paso de los años fue depurando su estilo hasta llevarlo hacia el despojamiento de los últimos años: “La evolución estilística de Borges puede verse como un gradual alejamiento de la escritura barroca hacia un estilo cada vez más medido, de mayor economía verbal, ajustadamente referencial; clásico en suma”, al decir de Carlos Gamerro.

En cambio, Antón Chejov, el escritor que nos ocupa hoy, vivió tan solo cuarenta y cuatro años –nació el 17 de enero de 1860 y murió el 2 de julio de 1904–. A los veinticuatro tuvo los primeros síntomas de tuberculosis. Era médico, y aunque no solía hablar de su enfermedad –y si lo hacía, la minimizaba–, podemos suponer que era consciente de que no tenía mucho tiempo. A los veintiséis, le escribía a su hermano Aleksander, mayor que él y también escritor: “No inventes sufrimientos que no has experimentado, no describas paisajes que no has visto, en un cuento la mentira resulta más molesta que en una conversación”. Dos años después, en mayo de 1888, en una carta a Alekséi Suvorin, su editor, decía: “El artista no debe convertirse en juez de sus personajes ni de sus palabras, sino en un testigo desapasionado. Emitir juicio es cosa del jurado, es decir, de los lectores”. Meses después, en octubre del mismo año, afirmaba: “(…) No corresponde al artista resolver problemas específicos. El artista sólo debe juzgar lo que comprende; su campo es limitado, como el de cualquier otro especialista”. Y al año siguiente: “Tengo la manía de la brevedad; nada de lo que leo, mío o ajeno, me parece lo bastante breve”. Los ejemplos abundan –las citas son extractos de sus cartas, compiladas por Piero Brunello en el libro titulado Sin trama y sin final– y nos muestran que, antes de los treinta años, Chejov ya tenía muy claro lo que no quería hacer, por dónde no iba a ir. Y a medida que avanzamos en la lectura y vemos el paso de los años, comprobamos que así se mantuvo hasta el final, sin ceder un centímetro en esos principios; incluso llevó aún más lejos esas ideas de juventud, las profundizó, pero nunca abjuró de ellas. 

Las bases del cuento moderno

Chejov nunca escribió un ensayo sobre su teoría y poética narrativa, pero a través de su correspondencia se pueden rastrear una serie de consejos, recomendaciones, alertas y declaraciones de principios. Si uno quisiera aprender, por ejemplo, o se viera en el apuro de tener que explicar las diferencias entre el cuento clásico y el cuento moderno, por qué Chejov está considerado el padre de esta última corriente o cuáles fueron las novedades e innovaciones formales que trajo al cuento o, más específicamente, de qué hablamos cuando hablamos de cuento moderno, estas cartas son una fuente ineludible para entender la cuestión. Veamos algunos ejemplos: “(…) Toma algo de la vida real y cotidiana, sin trama y sin final” (a su hermano Aleksander). “No pulir, no limar demasiado; hay que ser desmañado y audaz. La brevedad es hermana del talento” (a Aleksander Chejov). “(…) Si escucho un discurso incoherente y deslavazado de dos rusos sobre el pesimismo, debo referirlo en la misma forma en que lo he oído; emitir un juicio es cosa del jurado, es decir, de los lectores. (…) Las personas que escriben, y los artistas en particular, deben reconocer que en este mundo no hay modo de entender nada, como en su momento lo reconocieron Sócrates y Voltaire. La gente cree saberlo y comprenderlo todo; y cuanto más tonta es, más vasto parece su horizonte. Pero si el artista, al que la gente cree, tuviese el valor de afirmar que no comprende nada de lo que ve, demostraría un gran conocimiento y daría un gran paso en el campo del pensamiento” (a Alekséi Suvorin, su editor). “Un artista no debe ocuparse de cosas que no comprende. El artista observa, elige, intuye, asocia; ya de por sí esos actos presuponen, en principio, un problema” (a Alekséi Suvorin). “Mi objetivo es matar dos pájaros de un tiro: retratar fielmente la vida y al mismo tiempo mostrar cómo se aparta de la norma. La norma me resulta desconocida, como a cada uno de nosotros. Todos sabemos en qué consiste una acción deshonrosa, pero no qué es el honor” (a Alekséi Plescheiév). 

Esto último en particular es lo que destaca Vladimir Nabokov en sus Clases de literatura rusa. Y lo destaca precisamente porque se siente afín a ese aspecto del maestro ruso y lo considera una clave fundamental para el desarrollo del arte verdadero. El compromiso partidario o de pertenencia a un determinado grupo sociopolítico era algo que Nabokov no podía tolerar. Nabokov siempre destacó e insistió enfáticamente en sus clases que el gran arte no es didáctico ni proselitista, sino que debe ser fiel al carácter del hombre que retrata. Y Chejov estaba ahí. “El genio de Chejov, aunque nunca se cuidase de servir un mensaje social o ético, de manera casi involuntaria revelaba más de las realidades más negras de la Rusia hambrienta, perpleja, servil, airada, campesina, que una multitud de escritores, como Gorki, por ejemplo, que pregonaban sus ideas sociales sobre un desfile de maniquíes pintados. Fue un juego entre los rusos dividir a sus amigos entre los que gustaban de Chejov y los que no. Los que no no eran los buenos”, afirmó. Esto podría resultar sospechoso viniendo de Nabokov, pero las cartas de Chejov le dan la razón: “No soy un liberal, no soy un conservador, no soy un progresista, no soy un monje, no soy un indiferente. Me gustaría ser un artista libre, nada más, y me duele que Dios no me haya dado fuerzas para serlo. (…) No siento predilección especial ni por los gendarmes ni por los carniceros ni por los científicos ni por los escritores ni por los jóvenes. Considero un prejuicio las insignias y las etiquetas”, le escribió a Alekséi Pleschéiev en una carta fechada el 4 de octubre de 1888. 

Cuento clásico y cuento moderno

El cuento clásico se caracteriza por la representación convencional de la realidad”, explica el investigador y crítico mexicano Lauro Zavala, en Un modelo para el estudio del cuento. “El tiempo está estructurado como una sucesión de acontecimientos organizados en un orden secuencial, el espacio es descrito de manera verosímil, los personajes son convencionales y el narrador, confiable y omnisciente: su objetivo es ofrecer una representación de la realidad, y el final revela una verdad narrativa”. 

El cuento moderno, por su parte, es una reacción al cuento clásico. Se caracteriza por una estructura que permite múltiples interpretaciones. El tiempo en el cuento moderno no es secuencial sino simultáneo y por lo general presenta un final abierto contrario al final epifánico del cuento clásico. Según Zavala, “en el cuento moderno hay un cuestionamiento de las formas tradicionales de representación de la realidad y por ello cada texto es irrepetible en la medida en que se apoya en la experimentación y el juego”.

Las cartas de Chejov son clave en la línea evolutiva del cuento. Es precisamente el año 1892 el que Zavala toma como punto de inflexión: ese año Chejov escribe varias cartas en las que habla “del principio de compasión y de las posibilidades de participación por parte del lector que ofrece el final abierto”. 

Si nos remitimos a la Tesis sobre el cuento de Ricardo Piglia para cotejar: “El cuento moderno –el que viene de Chejov, Katherine Mansfield, Sherwood Anderson– abandona el final sorpresivo y la estructura cerrada; trabaja la tensión entre las dos historias sin resolverla nunca”.

Gorki como discípulo

En 1898, Máximo Gorki le escribe a Chejov por primera vez. Chejov había aceptado recibir uno de sus libros, Gorki le agradece el gesto, se lo envía y aprovecha la oportunidad para confesarle su admiración y hacerle un pedido: “Quisiera, si es posible, que de vez en cuando me señale mis puntos flacos, me aconseje, en definitiva, que me trate como a un camarada que necesita ser instruido”. La respuesta de Chejov no se hizo esperar: “(…) No es tan sencillo hablar de defectos. Hablar de los defectos del genio es lo mismo que hablar de los defectos de un gran árbol que crece en el jardín. Comenzaré por lo que, en mi opinión, me parece una desproporción en su estilo. Usted es como el espectador de un teatro que manifiesta su entusiasmo con tan poca discreción que ni él mismo ni los demás pueden oír la obra. Se evidencia especialmente en las descripciones de la naturaleza con las que entrecorta los diálogos. Cuando leemos esas descripciones, desearíamos que fueran más concisas, más breves, de dos o tres líneas. El empleo frecuente de palabras tales como ‘delicadeza’, ‘murmullo’, ‘aterciopelado’, les da un aire retórico, una monotonía que enfría, que agota casi. (…) No se trata de la extensión, no se trata de la amplitud de la pincelada, sino de intemperancia”. “(…) La falta de continencia se siente en la descripción de las mujeres y en las escenas de amor. Eso no es oscilación y amplitud del pincel, sino exactamente falta de continencia verbal. En las representaciones de gente instruida se nota cierta tensión, como si fuera precaución; y esto no porque usted haya observado poco a la gente instruida, usted la conoce, pero no sabe exactamente desde qué lado acercarse a ella”.

Implacable. 

Así era con cada escritor que le enviaba sus manuscritos: Corten, corten, corten donde mienten. A todo cuento que escriban córtenle el principio y el final, porque esos son los lugares donde más mienten todos los escritores”. 

A Lidia Avílova, una señora que le enviaba unos cuentos recargados de emoción, le dijo: “Sus personajes lloran y usted con ellos. Pero debe hacerlo de modo que el lector no se dé cuenta. Hágame caso: escriba con mayor frialdad. Cuanto más sentimental la situación, mayor frialdad se necesita a la hora de escribir. No conviene azucarar”. 

Chejov en la opinión de otros escritores

Elvira Lindo

¿Por qué queremos tanto a Chéjov? Porque es el paradigma del escritor moderno, no juzga a los personajes, los deja hablar en su propio lenguaje, concede voz a los débiles, a los niños, a los presos, a las mujeres, o defiende la naturaleza y los animales con una actitud hasta el momento desconocida. 

Vlady Kociancich

En mi adolescencia lo llamaba “un amor en voz baja”, ya que, frente a los genios macizos de Tolstoi y Dostoyevski, leer a Chejov me daba un placer algo vergonzante, como si estuviera perdiendo el tiempo en minucias. Con el paso de los años la figura de Chejov no dejó de crecer y su estilo breve, rápido, libre, es la ambición vigente. Chejov narra una sociedad sin energía que se diluye en frivolidades. Sus héroes no son heroicos ni en el bien ni en el mal. Escribió sobre la vida sin mayúsculas. La vida descartable, escuálida o glotona que su cronista nunca juzga. Y tuvo una grandeza rara en todo tiempo: la de no admirar a los fuertes.

Máximo Gorki

Me parece que en presencia de Chéjov todos sentían un deseo inconsciente de ser más sencillos, más sinceros, más ellos mismos.

Harold Bloom

Cada vez que releo “El beso” o asisto a una buena representación de Las tres hermanas, estoy en presencia de Chéjov; y si bien no me hace más sencillo, más sincero ni más yo mismo, sí deseo ser mejor (aunque no pueda). Ese deseo, pienso, es un fenómeno más estético que moral, porque Chéjov tiene una sabiduría de gran escritor e implícitamente me enseña que la literatura es una forma del bien.

Vladimir Nabokov

Ningún escritor ha creado con menos énfasis personajes tan patéticos como los de Chejov. Los libros de Chejov son libros tristes para personas con humor; sólo el lector provisto de sentido del humor sabrá apreciar verdaderamente su tristeza. 

La variedad de sus atmósferas, el centelleo de su ingenio arrebatador, la economía profundamente artística de sus caracterizaciones, el detalle vívido y el desvanecimiento de la vida humana, todos los rasgos chejovianos típicos, ganan con estar bañados por una borrosidad verbal levemente iridiscente. 

En una era de fornidos Goliats viene muy bien leer cosas sobre Davides delicados. Toda esa debilidad hermosa, todo ese grisáceo mundo chejoviano es algo que vale la pena atesorar frente a la luz cegadora de otros mundos fuertes, autosuficientes, que nos prometen los devotos de los estados totalitarios. 

Julio Cortázar

Un cuento es significativo cuando quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta. Pienso, por ejemplo, en el tema de la mayoría de los admirables relatos de Antón Chejov. ¿Qué hay allí que no sea tristemente cotidiano, mediocre, muchas veces conformista o inútilmente rebelde? Lo que se cuenta en esos relatos es casi lo que, de niños, en las aburridas tertulias que debíamos compartir con los mayores, escuchábamos contar a los abuelos o a las tías; la pequeña, insignificante crónica familiar de ambiciones frustradas, de modestos dramas locales, de angustias a la medida de una sala, de un piano, de un té con dulces. Y, sin embargo, los cuentos Chéjov son significativos, algo estalla en ellos mientras los leemos y nos proponen una especie de ruptura de lo cotidiano que va mucho más allá de la anécdota reseñada.

Richard Ford

Con la elección del relato como forma narrativa, Chejov optó por no representar toda la vida: no incurrir en el exceso sino dar forma sólo a algunas partes discretas y centrar en estas nuestra atención como método de indispensable instrucción moral. Nunca nos hace sentir desorientados o demasiado en deuda con su genialidad. Por el contrario, pone su genialidad a nuestra altura y la acomoda a nuestra capacidad de comprensión, en un acto de empatía cuyo mensaje es que la vida es básicamente como la conocemos en nuestros esfuerzos.

Para los escritores del siglo veinte, su obra ha incidido en todos nuestros supuestos sobre qué es un tema apropiado para una narración imaginativa; qué momentos en la vida son demasiado cruciales o preciosos para relegarlos al lenguaje convencional; cómo debería comenzar un relato y las diversas formas de terminarlos. Y, lo más importante, sobre lo inapelable que es la vida y, por tanto, lo tenaces que han de ser nuestras representaciones de ella.

A modo de cierre

Después de este repaso, podemos concluir que hubo en el maestro ruso no sólo una enorme valentía y honestidad, sino sobre todo una gran claridad sobre lo que pretendía de su arte, y ese programa estético estuvo definido desde muy temprana edad. El mérito es mayor aún si pensamos en las presiones que existían en ese momento: un contexto dominado aún, desde lo estético, por un academicismo neoclásico o por un costumbrismo estereotipado, y desde lo político, por enormes tensiones y revueltas que obligaban a los escritores a tomar partido.

Chejov nunca participó en movimientos políticos ni pensó en términos de masas; su sensibilidad era ajena a eso –“mi sancta sanctorum es el cuerpo humano”, declaró–; como médico y como artista auscultó siempre individuos, personas, no multitudes. Menos aún, multitudes predeterminadas. Toda su obra es un largo esfuerzo en contra de los estereotipos, de los lugares comunes, de lo absurdo de los grandes temas y los temas menores, los personajes importantes y los que no lo son. Cada cuento de Chejov demuestra que detrás de cada aparente vida gris y monótona bulle algo que no vemos, algo oculto, algo que el ojo viciado no ve, algo invisible y difuso, inestable, impredecible: la vida. Esta es una de las lecciones de Chejov: “La norma me resulta desconocida. Es más fácil escribir sobre Sócrates que sobre una señorita o una cocinera”. 

Nunca tuvo voluntad de explicar el mundo y, sin embargo, cuando nos entregamos a su literatura acabamos teniendo la sensación de entender cuál era el estado de ánimo colectivo que precedió a la Rusia soviética y también de qué se trata esto de estar vivos, hecho que se nos concede sólo una vez y no vale la pena malgastarlo prestando oídos a monsergas grandilocuentes sino, mucho mejor, escuchando el alegre canto de los jilgueros

 

Libros citados:

Sin trama y sin final, de Piero Brunello (Alba)

Chejov – Gorki Correspondencia (Funambulista)

Clases de literatura rusa, de Vladimir Nabokov (RBA)

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