Perfiles: Antón Chéjov
El autor ruso que cambió la manera de escribir cuentos
por Laura Galarza
Cuando a principios de 1890, Antón Chéjov le anunció a su familia que viajaría a la colonia penitenciaria de Sajalín en una isla del Pacífico helada y desierta, pusieron el grito en el cielo. Tenía 30 años y un incipiente diagnóstico de tuberculosis (que empeorará para siempre después de la travesía). Para entonces ya era un escritor consagrado y popular, tras el estreno de Ivánov, su primera obra de teatro, lo reconocían por la calle. Su colección de cuentos En el crepúsculo obtenía el premio Pushkin y hacía dos años había bajado la persiana de su consultorio médico para dedicarse por entero a la literatura. Le responde en una carta a su editor y amigo Aleskéi Suvorin antes del viaje: “Dígame: ¿qué pierdo? ¿Tiempo? ¿Dinero? ¿Acaso ha de detenerme el temor a las incomodidades? Mi tiempo no vale nada y el dinero no me interesa”.
Como tantas veces en su vida, Chéjov había guardado su idea bajo siete llaves y tenía todo previsto cuando lo comunicó a su familia. Sus biógrafos aún no logran desentrañar qué fue lo que motivó aquel viaje cerca de donde acaba el globo terráqueo y que implicaba atravesar Siberia cuando no había ferrocarriles.
Durante aquel viaje, Chéjov tomó minuciosas notas que se publicaron más tarde como La isla de Sajalín. Si bien ese registro nunca tuvo un fin literario, (de hecho, nunca pensó en publicarlas hasta su vuelta) Chéjov opera como el mejor cronista de hoy: se limita a contar lo que ve, pero con tal detalle que va construyendo sentido. Por ejemplo: Después de presenciar cómo los presos arrastran troncos en medio de una tormenta de nieve y mueren congelados antes de llegar al puesto, lo invitan a Chéjov a una cena opípara y solemne en la residencia del comandante de la isla. El retrato en apariencia insensible de las brutalidades a los que someten a los presos, en contraste con la descripción de la ceremonia (la sofisticación del menú, la vajilla y hasta la sirvienta adolescente llevando el vestido de su ama), resulta una bofetada en la cara del lector: el mundo no tiene arreglo.
Y así fue desde un principio: Chéjov entra a la literatura sin intención. Empezó a escribir a los 19 años para ganar dinero, mantener a su díscola familia (sus padres y sus cinco hermanos) y pagarse sus estudios de medicina. Pronto le tomó el pulso a esas historias que se le ocurrían con tanta facilidad mientras hacía otras cosas, como estudiar o dar largos paseos. Y que tanto aprobaban los editores de las revistas. La premisa: que escribiera breve y entretenido. Por eso, los relatos de la llamada primera época de Chéjov que se extiende hasta 1888, tiene esa impronta: “El juicio” (1881), “La muerte de un funcionario” (1883), “Ostras” (1884), “El liberal”, “Cirugía”, “Mal humor”, “El camaleón”, entre otros.
Para muestra, hablemos de “Amorcito”. Ya el título deja ver la ironía que pone Chéjov en el relato, describiendo a una mujer burguesa que se casa con el primer hombre que se le cruza con tal de paliar su soledad: “Constantemente, ella amaba a alguien y no podía vivir sin eso”. Su primer marido (vendrán otros que ella reemplaza al estilo “un clavo saca otro clavo”) es dueño de un parque de diversiones y se queja del público: “Le doy la mejor opereta, la magia, excelentes cupletistas, pero ¿le interesa eso acaso? ¿Lo entiende acaso? No, lo que el público necesita es un teatro de feria. ¡Quiere vulgaridades!” De un mismo cuento, decanta la angustia existencial y la denuncia social. Además, durante todo el relato llueve copiosamente arruinando lo poco que parece florecer. La naturaleza será –también desde el vamos– la mejor aliada de Chéjov para acentuar el pathos del cuento.
Aún sin proponérselo, esas primeras piezas ya trasuntaban un sentido que se extendía más allá de la superficie del relato y contenían una visión caleidoscópica del desamparo del ser humano. Así es que con la edición de sus primeras compilaciones Cuentos de Melpómene (autopublicación de 1884) y Relatos abigarrados, bajo el seudónimo de Antosha Chejonte, intelectuales y escritores de la época empiezan a poner el ojo sobre él.
Después de leer el cuento “El cazador”, un reconocido escritor de la época, Dmitri Grigoróvich, le escribe una carta con fecha 25 de marzo de 1886: “Mi muy estimado Anton, quedé impresionado por las frases de una originalidad muy particular y, sobre todo, por una notable exactitud, por la veracidad de la descripción de los personajes y de la naturaleza. Su talento lo ubica en la primera fila entre los escritores de la nueva generación”. Un Chéjov azorado –porque además no se conocían– le responde recién, una semana después. “Su carta me impactó como un rayo. Casi me echo a llorar, me conmovió, y ahora sé que ha dejado una marca profunda en mi alma”.
“El cazador”, se le había ocurrido a Chéjov mientras se bañaba y todavía con la toalla en la cintura, lo escribió de una sola sentada: el cazador, conversa con una mujer en las inmediaciones del pueblo por el que anda de paso. Ellos mantienen un diálogo anodino, aunque el lector puede sentir la tensión en el cuerpo de los personajes y en el propio. Hasta que se devela que la mujer es ¡la esposa! a la que él no ve hace diez años. Claro que el hecho sorprende, pero a la vez resulta perfectamente verosímil y al final como en un pase de magia, encajan todas las piezas. El hombre con el rifle al hombro, como una visita a punto de retirarse, dice: “En caso de que un decreto me obligara a vivir contigo, prendería fuego la casa o me mataría. Una vez que el hombre le toma el gusto a la libertad, nada puede quitárselo. De la misma manera, cuando un señor se hace actor o se ocupa de alguna otra actividad artística, ya no hay modo de que se haga funcionario o hacendado. Tú eres una campesina y no entiendes de estas cosas”. Basta una frase de este cuento, para aislar los principales vectores de la literatura de Chéjov: la libertad como valor supremo, las jerarquías, la imposibilidad de perdonar, la incomprensión. Historias de amor que nunca lo son, el desencuentro entre los humanos.
En aquella carta, Grigoróvich le pide –casi le exige– al joven Chéjov, que se tome la literatura como un oficio. Que sea serio, escriba relatos largos y trascendentales, de forma tal “que cada línea sea una lección”.
Lo cierto es que esa carta funciona para Chéjov como la mejor interpretación psicoanalítica. Deja el ejercicio de la medicina y se aboca a pulir sus escritos bajo las mismas premisas que lo convertirían más tarde en un escritor único: economía de recursos, aparente frialdad y desapego. Nunca un juicio. Sí los elementos necesarios para que sea el lector el que opere sobre la realidad.
Así comienza el segundo período de su escritura. Obsesionado más que nunca por reflejar esa anestesiada y abúlica clase media rusa, Chéjov da vida a una galería de seres indefensos que intentan zafarse de su encorsetado destino.
El joven de “El beso”, quien luego de recibir involuntariamente y por error un beso de una joven durante una fiesta, cambia la visión de su vida, y comienza a preguntarse por el amor, el paso del tiempo y la soledad. También el médico de “Enemigos” al que un hombre lo busca para que vaya hasta su casa a curar a su mujer enferma cuando al médico se le acaba de morir su pequeño hijo. El dilema ético de ese hombre, entre quedarse velando a su niño de seis años (aún el cuerpito caliente) o cumplir con su deber, se vuelve crucial. Chéjov nos hace ir con ellos dos en esa carreta que cruza veloz el bosque helado, y al final no permite que tomemos partido por ninguno de los “enemigos”: nos obliga –una vez más – a un íntimo acto de compresión y piedad por esos hombres.
Y qué decir de Gurov y Anna, los amantes de “La dama del perrito”, “igual que dos aves de paso, una pareja, a la que habían capturado y obligado a vivir en jaulas separadas”. Un lector ansioso o distraído podría preguntarse qué es lo que convierte esa sucesión de hechos tan banales como anticlimáticos en ese magistral relato que trascendió todos los tiempos (también Gurov y Anna que podrían ser los vecinos de acá a la vuelta). Estos amantes van y vienen bajo la misma lupa que Chéjov usó para los desdichados de Sajalín, y sus banales actos cotidianos se vuelven actos morales en el sentido de que aquello va a tener consecuencias en sus vidas. ¿Estarán a la altura de las circunstancias? Claro que esta pregunta se vuelve –también – hacia el lector.
Y qué decir de “Tristeza”, ese cochero que termina hablando con su caballo acerca del dolor por la muerte reciente de su hijo, porque no pudo encontrar alguien que lo escuche de verdad. Fulminante, el relato obliga a tal empatía con lo que sucede que de pronto, podemos ser nosotros. ¿Cuánto hace que no desahogas tu corazón?
Chéjov nos enseña sobre lo sutil. La profundidad del ser humano está ahí y puede contemplarse si se está dispuesto. Porque en el fondo sabemos que las personas y las cosas son así. Solo que hasta ese momento quizás no nos atrevíamos a mirar aquello de frente por miedo a develar algo de nosotros mismos y nuestro mundo.