Entrevista: José Pablo Feinmann
“El ‘Poema conjetural’ de Borges es la síntesis de este país”
por Ángel Berlanga
“Como dice Hegel, es cierto que la tierra es meramente un cascote que gira alrededor del sol, pero no menos cierto es que aquí hay un ser metafísico que se pregunta por el sentido del universo”, dice José Pablo Feinmann en esta entrevista, que fue realizada en agosto de 2007 y permaneció hasta ahora inédita. Algo de contexto: un mes antes Feinmann había dado en la Biblioteca Nacional la conferencia “El otro en la literatura argentina”, en la que abordó esa tirantez desmesurada en libros como el Facundo de Sarmiento, Vida del Chacho de José Hernández, El matadero de Echeverría, Amalia de José Mármol, entre otros. “La civilización le ha temido siempre a la barbarie, tanto que jamás la ha podido integrar y, por el contrario, ha tenido con ella una actitud política de expulsión”, decía en esa conferencia, que también permanece inédita.
Ambos textos, conferencia y entrevista, fueron parte de “La literatura argentina por escritores argentinos”, un ciclo creado por Sylvia Iparraguirre que reunió ponencias y conversaciones con veinticuatro autores (poetas, dramaturgos, narradores) y tuvo lugar en la Biblioteca Nacional, dirigida por entonces por Horacio González. La propia editorial de la Biblioteca publicó un libro con esos materiales, pero los de Feinmann quedaron en gateras porque no alcanzó a editar su ponencia antes de que el volumen entrara a imprenta. Tenía Feinmann por esos años una actividad muy intensa, de cursos filosóficos multitudinarios y un programa en el canal Encuentro, Filosofía aquí y ahora, además de su producción ensayística y literaria y de sus columnas para el diario Página/12. “Tengo una gran facilidad para escribir, por eso escribo tanto”, decía.
Feinmann murió el 17 de diciembre pasado en Buenos Aires, donde había nacido el 29 de marzo de 1943. Novelista (Últimos días de la víctima, Ni el tiro del final), ensayista (La filosofía y el barro de la historia, Crítica del neoliberalismo), guionista de cine (En retirada, Luna caliente), dramaturgo y conductor de ciclos de televisión, su obra abarca unos cincuenta libros e infinidad de artículos periodísticos. En esta entrevista que rescata Fundación La Balandra habla de literatura y política, de Borges y de Arlt, del sentido de la existencia del ser humano y de la violencia en su narrativa: tenía facilidad para escribir y vocación para discutir y polemizar, Feinmann, pero sobre todo tenía muchísimo para decir.
-¿Se define como un escritor político?
-No, yo soy un escritor. Se trata de algo más totalizador. Escribo ficciones y ensayos, hago dramaturgia y guiones de cine. Hago columnas periodísticas, también. De ningún modo diría que soy solo un escritor político.
-La política, de todos modos, tiene muchísima presencia en lo que ha escrito, en lo que escribe.
-Sí, pero soy un escritor que cuida mucho su prosa, su estilo. Tengo una gran facilidad para escribir, por eso escribo tanto. En una nota sobre Martha Argerich, con la que me identifico mucho, cuento que, según parece, aunque prepara sus conciertos en dos horas, dice que le lleva un mes. A veces termino mis textos para el diario antes del momento de entrega, pero por vergüenza retraso el envío hasta cerca del horario pautado. Esa facilidad para escribir, a la vez, es un peligro. Porque también puede ser producto de una escasez de crítica.
-De autocrítica, digamos.
-Claro. Pero cuando me digo eso, “guarda, esto puede ser ausencia de autocrítica, revisemos bien el texto”, casi nunca corrijo nada. Entonces lo mando como lo había escrito. Puedo corregir alguna palabra, pero nunca son correcciones estructurales. La cosa sale.
-¿Nota una especie de aire contra la presencia de la política en la literatura?
-En estos últimos años pasaba eso, seguro. Ahora no sé, porque desconozco por completo las tendencias actuales en la narrativa. En los ’80, con la cuestión del giro lingüístico, el posmodernismo y el academicismo, con la reclusión de la literatura impulsada a reflexionar sobre sí misma, y con el éxito epocal y abrumador de Respiración artificial, una novela de crítica literaria, se generó un clima que contribuyó a que la literatura quedara apartada de la política. Y que al escritor político se lo mirara mal, se lo viera como a un tipo contaminado por otros intereses, ajenos a lo literario. Los ciclos son así, viene uno, después otro, luego vuelve el primero; todo aquello fue una reacción a la literatura comprometida que encarnó Sartre, algo que ahora está volviendo. Aunque parece que los escritores argentinos no se dieron cuenta, salvo Sasturain, Fontanarrosa, yo… Fontanarrosa siempre hizo una literatura muy interesante, ligada más bien a lo social, a lo popular. Los otros siguen encerrados en sus cubículos literarios. No los veo nunca, no sé por dónde andan. No sé qué lugares frecuenta Aira, a quien aprecio y quiero mucho. Tampoco sé nada de Marcelo Cohen, ni de Piglia, salvo cuando sale en esos enormes reportajes que le hacen para los suplementos. Ahora parece que va a abrir la Feria del libro, cosa que yo no haría ni loco.
-¿Por qué no?
-Me parece muy institucional. Si algo institucionaliza a un escritor es abrir la Feria del Libro, un evento reaccionario, conservador, al servicio de las editoriales multinacionales. Pero bueno, allá cada uno. Si la abriera, armaría un despelote tan grande que, creo, por eso, jamás van a invitarme. Los escritores con los que me veo son Sasturain, Saccomanno, Belgrano Rawson, y pará de contar. Voy poco a eventos literarios, no voy a presentaciones de libros. Por ahí el recluido soy yo, pero al menos tengo presencia permanente en los medios. De hecho, escribo en un diario y me comprometo con la política. Quiero decir: saco notas sobre política que a veces son muy irritantes. Pero también puedo escribir sobre literatura, música, historieta, cine. Sobre todo.
-Otro tema que tiene mucha presencia en su narrativa es la violencia. Dijo en la conferencia que hasta 1999 mantuvo algún espacio para un pensamiento utópico respecto de la naturaleza del hombre. Con la cerrazón de esa rendija de esperanza, ¿se trasladó ese pesimismo a su escritura?
-Sí, La crítica de las armas es una novela muy pesimista. La sombra de Heidegger no tanto, termina con cierta hendija de luz. Lo que se ha ensombrecido es mi concepción sobre la condición humana. Creo que el hombre es un ser animado poderosamente por la pulsión de muerte y que, como dice Benjamin, solo por nuestro amor a los desesperados conservamos la esperanza. No es que yo ame a los desesperados: creo que debo amarlos, que no es lo mismo. Pero este imperativo que me impongo es, de todos modos, fuerte, y tiene mucho poder sobre lo que hago. De modo que sí, que puede exista algo así como un amor a los desesperados y que esa sea mi única esperanza. Ocurre que ese amor se expresa literariamente, en una praxis que en este momento es bastante alocada, por todo lo que hago: estoy por dar un curso de filosofía por televisión, la primera vez que va a hacerse algo así en el país; el suplemento de filosofía que sacó Página 12, a lo largo de 55 domingos, fue otra experiencia inédita; desde hace cinco años doy unos cursos filosóficos, por los que ya pasaron siete mil personas. Tengo amor por la docencia, por entender y hacerme entender. Esa pasión y otras, por el cine, la filosofía, la narrativa, me constituyen y me hacen llevadera la vida, pese a considerar que la vida es una mierda. Y que los malos triunfan, y que no creo que el mundo dure más de un siglo.
-“La vida es una mierda”, ¿no es una definición incompleta?
-No es completa, de acuerdo. Creo que los estados que determinan la gran política, los que deciden las guerras, los médicos que monitorean las torturas, los científicos que elaboran y contribuyen a construir bombas nucleares, son los que van a triunfar y van a destruir el mundo. Por otro lado, paralelamente a eso, están las relaciones personales, la amistad, el amor, la creación; eso, si es que queda algo, testimoniará a favor del paso de los hombres sobre la tierra. Como dice Hegel, es cierto que la tierra es meramente un cascote que gira alrededor del sol, pero no menos cierto es que aquí hay un ser metafísico que se pregunta por el sentido del universo. Creo que esa angustia que genera la pregunta por la totalidad es la que da dignidad al hombre. Lo otro que le da, también, honda dignidad, es que sea un ser que sabe que es finito y que, sin embargo, sigue viviendo. Sabe que muere y sin embargo sigue. El hombre se sabe imperfecto, limitado en un universo ilimitado, mortal en un universo que no muere, y cree, patéticamente, en un dios. Porque si dios existe es un dios terrible, maligno, despiadado. Y sin embargo los hombres siguen creyendo en dios, le rezan, y hasta esperan algo de él, cuando en verdad ha dado muy pocas pruebas de su existencia. Cuando Nietzsche dice “2.000 años y ningún nuevo dios” yo diría bueno, menos mal, porque si el que está detrás de esto apareciera más, sería todavía peor. No creo que pueda existir un dios que tenga alguna intervención en los asuntos humanos, porque sería directamente un monstruo. Es la frase de Primo Levi: existe Auschwitz, no existe dios. Es así: existió la ESMA, no puede existir dios.
-¿Se siente enraizado, como escritor, en alguna tradición literaria?
-En ninguna, mis novelas son muy distintas. Últimos días de la víctima está catalogada como policial, pero es una novela de denuncia. Y ya que estamos diciendo tantos disparates, digamos claramente que es la mejor novela que se escribió bajo la dictadura. Salió en 1979, trata sobre un parapolicial, y es una novela metafísica disfrazada de policial y de denuncia del régimen militar. Ni el tiro del final es un thriller romántico. El ejército de ceniza es una especie de versión pampeana de El desierto de los tártaros, con una inversión total: en lugar de esperar, el coronel Andrade busca. Y La astucia de la razón no tiene absolutamente ninguna tradición en la literatura argentina. Es una novela hegeliana, con un lenguaje hegeliano.
-¿En serio plantea que, hasta ahí, no existía la novela filosófica en la Argentina?
-Yo no encuentro antecedentes, la verdad… ¿Cuáles serían? ¿Macedonio? Para mí, Macedonio es una especie de globo demasiado hinchado. Qué otro antecedente habría. Puede que Los siete locos sea una novela filosófica. Y más la siguiente, cómo se llama…
–Los lanzallamas.
-Ahí hay elementos, sí. Cuando Erdosain dice “si yo mato a un hombre, todos los códigos del mundo habrán sido para mí”, está haciendo una reflexión filosófica, y eso constituye el eje de la novela. Ahí tendríamos una tradición filosófica. O cuando Silvio Astier habla de la traición y dice: “Si yo traiciono, habré cometido un acto absoluto”. Respiración artificial me gustó mucho cuando la leí, pero no me pareció filosófica. Y digo “cuando la leí” porque después estuvieron hinchando las pelotas diez años, con esa novela, y entonces uno dice “bueno, paren, no es para tanto”. Al final terminás teniéndole bronca. Alguna vez, cuando hayan pasado diez años más, si vivo, la voy a leer de nuevo. Creo que La astucia es una novela que, además de filosófica, tiene mucho que ver con el cuerpo, con la castración, con una pregunta esencial de la filosofía: cuál es el sentido de la filosofía y la existencia.
-¿Escribe cuentos y poesía?
-Rita De Grandis, una académica canadiense que escribió un libro sobre lo que ya puedo llamar “mi obra” sin que nadie crea que estoy loqueando, incluye un capítulo al que llama “la nota como arte”: ahí dice que mis notas son mis aguafuertes, mis cuentos. Escribí muy pocos; y sin embargo el espectáculo que está dando Mauricio Dayub, Los cuatro jinetes, está compuesto por cuatro monólogos que son cuatro cuentos. Ahora, ¿por qué no escribo poesía? Porque no sé. Uno se puede preguntar por qué un tipo que ama la música, que toca el piano –no bien, como Martha Argerich, pero toco-, no se mete con un género en el cual la musicalidad de las palabras tiene mucho que ver. Bueno, precisamente por eso, porque la musicalidad de las palabras remite a las palabras mismas, y yo soy un tipo bastante obsesionado por comunicarme. Y entonces un lenguaje que remita a sí mismo como lenguaje de la poesía no me atrae demasiado. Pero esto es totalmente infundado, no pretendo hacer una teoría. Creo que no hago poesía porque otros la hacen mejor. Y además ya hago bastantes cosas.
-En esa división entre “civilización y barbarie” usted enfocó en “el otro” visto, despreciado y pisoteado por la civilización. Pero “el bárbaro” también ha visto al “civilizado”, a lo largo de la historia, como bicho al que debía aplastarse. ¿Por qué optó, entonces, por centrarse en ese enfoque? Le pregunto porque, quizás, la dicotomía civilización-salvajismo desvía el asunto de un asunto principal: matar. En nombre de uno u otro, se mata.
-Bueno, sobre eso escribí La sangre derramada, que me costó palos de todos lados, porque es un libro dedicado a la postulación utópica del “No matar”. Que ahora retoma Oscar Del Barco, en un artículo muy polémico, “No matarás”, en el que postula eso. Pero es cierto que “el otro”, para el bárbaro, es el civilizado, y está muy claro en el gran libro del bárbaro, el de Fanon, que postula la violencia contra “el otro”, contra el colonizador. Y está el célebre prólogo de Sartre, que dice: “Cuando un colonizado mata a un colonizador, muere un opresor y nace un hombre libre”. Pavada de frase. Escribía duro, Sartre, cuando quería.
-¿Y en la literatura argentina no hay “otros” que escriban, del lado de los “bárbaros”?
-No, los “otros” de la literatura argentina no escribían. Están a lo sumo el manifiesto de Felipe Varela, algunos textos de la Confederación Argentina. Está Vida del Chacho, de José Hernández: ese sí que es malo, es el bárbaro malo. El Martín Fierro me parece un libro totalmente pulido, un libro cagón. “Los gauchos nos volvemos malos porque nos hacen ser malos”. “Yo juré en esa ocasión / ser más malo que una fiera”, dice, pero después vuelve y cambia: “Miren, puedo trabajar, conozco el campo, tómenme, acéptenme”. La mirada del “otro” está en el Facundo, un libro tan genial que contiene también la mirada del bárbaro. Porque el Facundo describe a Quiroga y muestra sus razones: cómo este tipo no va a matar. Sarmiento admira a Paz por la frialdad de su inteligencia, pero a Quiroga lo admira desde la pasión literaria: se nota la fascinación que tiene por él. Pero no, los bárbaros no han escrito textos, prácticamente. Aquí se dio una colonización interna, y ese colonizado no produjo libros.
-En 1999 usted publicó un artículo, “Borges y la barbarie”, en el que aborda el tema de “el otro”. Es curioso que haya incluido el contenido en su conferencia.
-Iba a desarrollarlo, pero no me dio el espacio. En el “Poema conjetural” están contemplados los dos puntos de vista. Borges lo escribió un mes antes del golpe del GOU, en 1943. Ahí está el punto de vista de Laprida, el hombre de los cánones, mientras siente “el íntimo cuchillo en la garganta”. Borges no siempre adjetiva bien, pero ahí, en estos versos, es genial. El destino sudamericano de Laprida no era solo leer libros: también debía recibir la cuchillada del bárbaro. No hay que hacerle caso a Borges cuando habla, hay que leerlo. Por eso no habría que editar ni repetir las supremas idioteces que Borges y Bioy se decían mientras comían y reeditar, una y otra vez, este poema. Ahí es donde una nota que desde el arte un tipo se sobrepasa a sí mismo, llega mucho más allá de su escuálida ideología de mero antiperonista. Porque ser antiperonista empobrece tanto como ser peronista. De haberlo conocido, le habría dicho: “Borges, no sea antiperonista, usted es demasiado para eso. Siga siendo un escritor”. Ese poema es, para mí, la síntesis total de este país. Y lo hizo Borges, un escritor que también me tiene podrido gracias a la cultureta argentina, que agarra un escritor y te vuelve loco, lo pone siempre primero en el canon. Pero ese Borges es tan sublime como Martha Argerich tocando Chopin.
*Crédito de foto: Bernardino Ávila
