Lecturas: La otra guerra
Soldado argentino sólo conocido por Dios
por Lucía Parravicini
Leila Guerriero tiene algo de maga: cada vez que se lee una crónica de ella, pareciera que el tiempo es otra cosa, como si pudiera desdoblarse en su propio universo narrativo. Una levitación al leer de un tirón algunos de sus libros como Frutos extraños (Alfaguara, 2009) o Zona de obras (Anagrama, 2014); cuando el sol hace tiempo se ocultó sin que nos diéramos cuenta, descubrimos que estuvimos absorbidos por las historias que nos presenta.
Su reciente publicación no es la excepción a ese estadio de abstracción: La otra guerra. Una historia del cementerio argentino en las islas Malvinas (Anagrama, 2021) impacta no sólo por cómo está escrito, sino también por los más de treinta años que pasaron sin conociéramos esa otra parte de la Historia en mayúscula.
El libro abre con un resumen de la guerra de Malvinas bajo el mandato del gobierno de facto del coronel Leopoldo Fortunato Galtieri, una guerra corta y sangrienta que produjo 649 soldados y oficiales argentinos muertos en 74 días de combate.
Sin embargo, la historia que Leila nos cuenta empieza, realmente, con Geoffrey Cardozo, un joven oficial de 32 años en 1982, quien se encargó de identificar y enterrar a los caídos argentinos en Malvinas, cuando el Gobierno nacional se desentendió del tema.
De los 230 cuerpos que llegó a reunir Cardozo, 122 no se pudieron identificar, pero adivinando el futuro escribió en tinta indeleble los lugares donde fueron hallados sobre las bolsas que hacían de ataúdes, como un mapa para trazar desde ese final la posibilidad algún día de llegar a un principio, a un nombre, a una familia.
El 19 de febrero de 1983 se inauguró el cementerio en el istmo de Darwin y, con la tarea finalizada, Cardozo volvió a Inglaterra y se llevó con él una copia del informe que redactó sobre los caídos. Un informe que tardó 26 años en salir a la luz, haciendo saber a los familiares que sus muertos no estaban en fosas comunes como se creía y, en consecuencia, con altas posibilidades de identificarlos.
El relato se ramifica en deseos encontrados, noticias falsas para evitar avanzar con un equipo forense, la indiferencia de sucesivos gobiernos a los reclamos hasta que Roger Waters extendió un comunicado a la entonces presidenta Cristina Fernández o, cómo al traer el pasado al presente se vuelven a abrir viejas heridas y la figura del héroe en guerra queda desdibujada bajo la sombra de la última dictadura militar.
Leila teje de modo coral los testimonios cruzados de la Comisión de Familiares de Caídos en las Islas Malvinas e Islas del Atlántico Sur con la visión opuesta de Julio Aro, ex combatiente y fundador de la Fundación No Me Olvides, que brinda apoyo a personas con estrés postraumático. Más allá de las pujas o miradas divergentes entre agrupaciones, conmueven los pequeños relatos de los familiares, los recuerdos, las pocas pertenencias que les quedó del ser querido para darle volumen a una pérdida y el cierre de un duelo.
Esta recuperación de la memoria de lo sucedido en Malvinas fue también trabajado, recientemente, por la escritora y dramaturga Lola Arias en su obra de teatro Campo minado (2016), en la cual, entre lo documental y la ficción, seis veteranos de guerra argentinos e ingleses cuentan sus experiencias y cómo fue regresar a sus países ya como testigos del horror.
Al relatar el origen del cementerio de Malvinas y sus habitantes, Leila Guerriero deja claro que es una guerra aún con sus cuentas pendientes. Como una maga de la escritura, nos invita a tomar una carta de su mazo sabiendo que siempre serán ases certeros a la memoria colectiva.