Entrevista: Paula Pérez Alonso

Amores perros

Por Ángel Berlanga

“Esta es una novela que va totalmente en contra de los formatos que venimos asumiendo desde Platón y Descartes, sus promesas de modernidad, con el hombre en el centro de la cultura, como una especie de epítome de lo más avanzado, de lo más superador: en Kaidú se pone en el mismo plano al ser humano, los hombres y las mujeres, y al animal. Es más, el animal es el centro, porque es el que lleva la narración”. Kaidú es el título del último libro de Paula Pérez Alonso y es el nombre del perro que la protagoniza, en el que enfoca la narradora de esta nouvelle, Aína, deslumbrada de arranque por la personalidad de este mezcla entre ovejero y collie que fue callejero, adoptado en la Sociedad Protectora de Animales por quien será su novio/compañero/pareja, Juan. “Que Kaidú sea el gran personaje de la novela es como decir que estamos entre pares, que hablamos entre pares y que así tiene que ser el tratamiento”, sostiene esta editora y narradora nacida en 1958, que escribió las novelas No sé si casarme o comprarme un perro, Frágil y El gran plan. “Por eso el libro –sigue- es en contra de las jerarquías, de las dicotomías, del binarismo al que nos impulsó el platonismo como modelo, un movimiento de disciplinamiento social que nos estructuró; cosa que de alguna forma nos vino bien, porque está buenísimo que te digan esto es así y esto es lo opuesto, no hay nada en el medio; alto o bajo, inferior o superior, el mundo de las ideas o el mundo de las emociones, que es falso y engañoso, y lo que hay entre los extremos no existe. Es un modelo muy eficaz, marketinero, trabajoso para desmontar, porque es conveniente para quienes necesitan vivir en una estructura. Kaidú viene a cuestionar todo esto”.

La foto de la portada robustece el planteo: un perro de cuerpo entero, sentado, sin collar, que dirige la vista hacia una mujer que, correa en mano, está a su lado y aparece recortada. “Kaidú no es un perro que se babea por nada ni por nadie –escribe Pérez Alonso-. Juan le puso ese nombre por el último kan mongol rebelde, el tataranieto de Gengis que confrontó al poder hegemónico de Kublai, y ese linaje se inscribió en él”. El animal va suelto cuando sale de paseo, se mueve con fluidez por los espacios por los que anda, calibra a quien tiene en cercanía y actúa ante lo que se le presenta con una filosofía muy afinada: así lo observa y retrata Aína, que progresivamente se afinca en la idea de que tiene allí para aprender y disfrutar. “Kaidú opera como si fuera un maestro oriental que la va induciendo a ella, que es bastante estructurada –dice Pérez Alonso-. No me hables de proyectos, le dice a Juan, y está como atenta a que nada la de vuelta demasiado. Pero Kaidú pone una bomba en esa casa, porque la hace reconsiderar todo, la induce a salir de la cajita en la que está encerrada y le va mostrando un mundo muchísimo más diverso, amplio y generoso, querible y alegre. Que es esto que en realidad tiene que ver con un mundo de inmanencia, esto de que no hay otros planos y no hay una finalidad, no vamos a ningún lado, todo es lo que tenemos hoy y eso es muchísimo. Yo detesto la frase ‘es lo que hay’: no, no, lo que hay es muchísimo. Después de terminar la novela me puse a leer a Spinoza; Rodolfo Rabanal me insistía, tenés que leerlo. Y me abrió un mundo: el tipo desmonta el aparato platónico y cartesiano del imperio de la razón. Esto hacia el 1600, cuando no se podía no pensar en Dios, y él decía que Dios era la naturaleza y que el mundo era de inmanencia, de relaciones, que todo son relaciones y no hay nada fuera de nuestro plano; mucha gente piensa que siempre hay algo más pero en otro lugar y que se lo están perdiendo, y eso produce una angustia existencial y una insatisfacción permanente”. 

No es que se propusiera “enseñar” nada, ni bajar algún tipo de línea, dice Pérez Alonso: “Lo que yo quería es contar esa historia, investigar la posibilidad de que un perro amara a una mujer y que una mujer amara a un perro”, puntualiza. Es a partir de las lecturas y las devoluciones que fueron esbozándose esas nociones de “aprendizaje”: “Me dicen que es como una novela japonesa, porque es muy intensa, apasionada, y al mismo tiempo contenida –cuenta-. Kaidú es como un sensei que la va guiando sin querer guiarla, sin querer señalar. Lo que siento es que hay un montón de cosas como por debajo que están en la novela, aunque yo no me propuse decirlas, que se configuran en los huecos que deja la narración, y van creando una tensión. Sin ánimo de haber querido provocar nada, me parece que es una novela disruptiva, y a medida que ella se va soltando va adquiriendo una gran libertad, que es la misma que tenía la protagonista de No sé si casarme o comprarme un perro, mi primera novela: después de escrita vi también alguna correspondencia, en el sentido de búsqueda de rebeldía y libertad. En aquella otra historia todo terminaba mal, porque eran personajes que no tenían demasiada salida, cosa que no pasa en esta”. 

La lectura de Spinoza la recondujo a Nietzsche, a quien lee desde joven. “Ahora lo releí desde lo que toma de Spinoza y de los animales –cuenta Pérez Alonso-. ‘Que los animales me guíen’, dice él, y también que ‘el hombre es el puente tendido entre el animal y el superhombre’, y que el superhombre es el que puede volver a ser niño y a vivir en un mundo no trascendente, un mundo de pura inmanencia. Que es, dice, una cuerda tensada en el abismo. Después de haber escrito Kaidú dije ‘bueno, finalmente Aína deviene en lo que proponen Spinoza, Nietzsche o Delleuze, que es decir basta de un mundo de jerarquías, de dominación, donde los seres humanos creemos que podemos dominar a otro, o a la expresión de la tierra, los árboles, las especies. Basta de esta cosa tan cruenta en la que se ha convertido el ser humano, el hombre, la mujer. Lo que percibo de las lecturas es que la novela interpela algo que evidentemente está en el aire en relación a esta dicotomía entre el hombre y la naturaleza”. 

La escribió en 2018, la dejó decantar, la dio a leer, la corrigió un poco. “A diferencia de mis novelas anteriores, que fueron como ‘más pensadas’, en esta fue como que me abandoné a lo que fuera saliendo –dice-. Por supuesto, buscando las palabras, pero sin perseguir ‘sentidos’, esto de decir algo en un capítulo para que produzca un sentido en el capítulo siguiente. Por eso me resulta tan emocionante ir descubriendo cosas y el efecto que tiene en las personas, cómo ese lente de mirada extrañada sobre la relación entre ella y Kaidú desacomoda, hace estallar una relación tan habitual como la de una persona con un perro, porque probablemente el hombre confía más en el perro que en otro ser humano”.

-¿Y qué relación con lo autobiográfico, existió un perro llamado Kaidú? 

-Sí, Kaidú existió y amerita un libro. Es una figura tan importante en mi vida que tenía que escribir sobre él. Sí: mi vida es antes y después de Kaidú, fue algo que me tomó por sorpresa, y por suerte sucedió. Yo creo que cada lector encuentra su registro: hay quien enfoca en la importancia que tiene el trío, porque es Juan quien inicialmente propicia ese trato de pares, el que en algún momento se pregunta si el perro no preferiría seguir callejeando en lugar de aceptar esa vida burguesa. Y también hay lectores que se quedan con esto de que la comunicación en silencio es posible, que no hacen falta palabras para comunicarse. No hay pruebas de que los perros no piensen; los científicos dicen, más bien, que seguramente piensan. En su búsqueda por entenderlo y acercarse lo más posible, Aína lo va humanizando; pero cuando se da cuenta de que no pasa por ahí, entonces ella se entrega, y siente un grado de intimidad con Kaidú insólito. Lo que viene a mostrar que, sin entender, sin el raciocinio, el amor y el conocimiento son posibles.

Foto: Néstor Grassi

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