Cuestiones de oficio:

Nabokov, la espina dorsal y la lupa del buen lector

por Mauricio Koch

Vladimir NabokovCuando la avalancha de novedades editoriales nos abruma y la angustia de no poder leer todo aquello que quisiéramos nos excede, quizá sea bueno recordar la cita de Flaubert con la que Nabokov abre su Curso de literatura europea: “Qué sabios seríamos si sólo conociéramos bien cinco o seis libros”. Previo a eso, sintetiza en una frase el objetivo de sus clases: “Mi curso es, entre otras cosas, una investigación detectivesca en torno al misterio de las estructuras literarias”. El lector como un detective que explora entre los pliegues del texto y cada tanto se detiene a acariciar los detalles que encuentra en el camino. Un detective puntilloso. No alguien que acumula títulos en anaqueles o se exhibe en fotos con inauditas pilas de libros —a ese personaje Nabokov lo llamaría filisteo—, sino una persona que selecciona un puñado de títulos y los profundiza. Se toma su tiempo para elegir, elige y convive durante años con esos cinco o seis libros. Un buen lector no es nunca alguien que lee un libro una sola vez: un buen lector para Nabokov es un relector. Y da sus razones: “La operación de mover laboriosamente los ojos de izquierda a derecha, línea tras línea, página tras página, supone un complicado trabajo físico con el libro, el proceso mismo de averiguar en el espacio y en el tiempo de qué trata, todo esto se interpone entre nosotros y la apreciación artística. Pero en una segunda, o tercera, o cuarta lectura, nos comportamos con respecto al libro de la misma manera que ante un cuadro”. Es decir, ya estamos familiarizados, conocemos el conjunto, podemos enfocarnos en los detalles: los divinos detalles. ¿Qué debe tener un buen lector, además del hábito de la relectura? Cuatro cosas: imaginación, memoria, un diccionario y cierto sentido artístico. El artista maestro ha usado su imaginación para crear el libro, es lícito que el lector también utilice la suya. Tiene que establecerse un equilibrio entre la mente del lector y la del autor. Las generalizaciones no importan, lo que dicen otros de los libros no importa, lo que dicen los historiadores, los sociólogos, los politólogos y sobre todo los psicólogos de una obra de ficción no importa; calificar un relato de historia verídica es un insulto al arte y a la verdad. Wilde, el prólogo de El retrato de Dorian Gray: “Es al espectador y no a la vida a quien refleja realmente el arte”. La vida imita al arte y no al revés. Ese es el linaje literario de Nabokov y hacia ahí quiere que se dirijan los lectores. El artista es el creador de cosas bellas y el lector elegido, aquel para quien las cosas bellas significan únicamente belleza. “Si uno empieza a leer Madame Bovary con la idea preconcebida de que es una denuncia de la burguesía se aleja antes de empezar a comprender, arranca por el extremo opuesto”, afirmó. El escritor es un encantador. La parte más emocionante de la lectura es cuando tratamos de captar la magia del genio, estudiar el estilo, las imágenes y el esquema de sus obras. “Una buena fórmula para apreciar la calidad de una novela es una combinación de precisión poética y de intuición científica (que en él se daba perfecto, recordemos que era entomólogo). Para gozar de esa magia el lector inteligente, el lector ideal, lee no tanto con el corazón, no tanto con el cerebro, sino más bien con la espina dorsal”. 

“Desde muy pronto —dice John Updike en el texto introductorio a estas clases—, Vladimir Nabokov disfrutó con las ciencias exactas y sus horas pasadas en la quietud del examen microscópico se reflejan en sus análisis”. El lector con microscopio, el que mira lo que a simple vista no se ve. “El estudio de los lepidópteros lo situó más allá del sentido común, donde ‘cuando la mariposa debe adoptar el aspecto de una hoja no sólo tiene bellamente representados todos los detalles de la hoja, sino que muestra señales que imitan los agujeros causados por las larvas’. Así, pues, le pedía a su arte algo extra y se lo exigía a los lectores y a sus alumnos”. ¿Pero qué es en definitiva lo que Nabokov llama detalles?, ¿por qué insiste tanto?, ¿por qué para él son lo más importante? El detalle es el destello de la belleza y la belleza —otra vez Wilde— es gratuita, no tiene utilidad en el sistema de valores del mundo. Ahí está la clave de su placer. “Todo arte es completamente inútil. Los libros no son morales ni inmorales, están bien o mal escritos y las simpatías éticas son imperdonables amaneramientos de estilo”. El arte como valor supremo. 

Podemos estar o no de acuerdo con Nabokov, eso no tiene la menor importancia. O, mejor dicho, no debería tenerla. Estamos ante un gran artista, entre otras cosas, porque era inflexible con lo que no le interesaba y no ocultaba sus juicios ni sus prejuicios. Hoy, por el contrario, medimos todo con la vara de la corrección política, y la poética actual, como decía Piglia, “es la idea de escribir sin disgustar a nadie”, y así, con fórmulas de tono neutro, estructuras adocenadas y estándares fijados de antemano, no se sabe de quién es el texto que uno lee porque todos se parecen entre sí. Nabokov es lo opuesto a eso, Onetti es lo opuesto a eso, Borges es lo opuesto a eso. Por eso producen rupturas, por eso movilizan. Por eso son memorables, por eso merecen ser leídos. Y releídos. 

John Updike afirma que fueron precisamente las relecturas minuciosas a que lo obligaron la preparación de los cursos que dictó en la Universidad de Cornell, las que contribuyeron a redefinir la fuerza creadora de Nabokov. “Borges, uno de los lectores más persuasivos que conocemos, es un hombre que lee con la cara pegada a la página”, dice Piglia en El último lector. Ha perdido la vista leyendo, pero intenta continuar. Es, también, alguien que practica el arte de la microscopía: escribe a mano con letra chica, escribe textos breves y lee una y otra vez los mismos libros. Kafka, en una de sus cartas a Felice, define así la lectura de su primer libro: “Hay en él un incurable desorden y es preciso acercarse mucho para ver algo”. Es un punto en el que se encuentran los tres. Para ver bien hay que acercarse, mirar de cerca, mirar más de una vez, mirar mejor. No de otra manera se encuentran los detalles: el vestido azul con tres volantes o el peinado de Emma visto a través de los ojos de Bovary, la forma precisa de Gregorio Samsa la mañana en que amanece convertido en un insecto. “No es una cucaracha sino un escarabajo, pero no un escarabajo normal sino uno con ojos humanos ya que tiene pestañas y puede cerrar los ojos”, dice Nabokov. Y se toma el trabajo de dibujarlo siguiendo la descripción de Kafka. El detalle es lo que nuestra memoria va a guardar, es la frase que recordamos de una película que nos gustó, el primer plano de los pies descalzos de la actriz, una gota de transpiración en el momento justo, un gesto al pasar, la posición de una mano, un adverbio o un diminutivo inesperados: “Mi hermana Tacha está tantito así de retirado de hacerse piruja”, escribe Rulfo, y ese “tantito” vale más que mil talleres de escritura que aconsejan evitar los diminutivos. 

Una voz. La singularidad de una voz, los matices de esa singularidad son lo que nos cautiva, y lo que nos queda. Teniendo esto como premisa, podemos salir a buscar gemas y no desesperarnos tanto por la última novedad.

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