Lecturas: Flores que se abren de noche, de Tomás Downey
Una vuelta de tuerca sobre lo perturbador
Por Victoria Martínez
En Flores que se abren de noche, de Tomás Downey, ocurren fatalidades. Algunas habituales, pequeñas y otras enormes. Podría decirse que los cuatro relatos que componen el libro juegan con el fantástico desde cierto manejo sutil del tiempo y del espacio. Una caracterización tipificada del género; pero en realidad es la fatalidad con la que lidian los personajes lo que los convierte en lo que son.
Al igual que en sus dos libros anteriores, Downey construye narradores con voces consistentes, que anclan los tópicos en el universo de una tradición ya consolidada y hacen recordar temas abordados por Bioy Casares, Silvina Ocampo o, más acá, Samanta Schweblin: el renacido, el dualismo, las situaciones que no son lo que parecen ser, el crimen, el secreto sexual. Se podría preguntar, entonces ¿dónde está la novedad? Está claramente en el “cómo” escribe el autor estos motivos, en la forma en que deja entrar al lector, lo atrapa, lo envuelve, y lo encierra. Una vuelta de tuerca sobre lo perturbador que aparece en forma de micro-desgracias en las que la suerte juega a definir de un modo inesperado.
Downey arma un círculo de la fatalidad. Esa de la que hablaba Julio Cortázar en una de sus clases en Berkeley. Lo que escribía Rubén Darío cuando declamaba sobre el terror de la vida consciente y el espanto de saberse mañana muerto.
Este libro es un poco esa necesidad de apretarnos donde nos duele, de llamar a quien sabemos que nos hizo mal, de ser conscientes que no vamos a poder y, sin embargo, querer. Una tragedia cotidiana que nos acecha en la calle o en una casita del Delta, que aguarda que entremos por nuestra propia cuenta.
Las fatalidades aparecen como escenas, se leen, pero podrían ser perfectamente visibles en una pantalla difusa, a través de la cual una lente esmerilada resquebrajara la consistencia de lo real, y por esas grietas se colaran los infortunios que arman su narración.
El autor es además guionista, y eso no es un dato menor al pensar cómo perfila el ground hacia donde dirige la trayectoria de la escritura: la lente de sus coordenadas sobre lo posible y lo imposible. Flores que se abren de noche logra que el lector no se dé cuenta de si al leer va entrando en ese universo fatal o si éste ya habita en cada uno y la lectura sólo lo dispara.