Dos bolsas

Tomás Downey

 

Durante la cena, tres pollos de rotisería, tres porciones de papas fritas, mamá anuncia que a partir de hoy todo lo que quede en el piso será considerado basura. 

Nosotros protestamos, golpeamos la mesa con los cubiertos. 

Ella muerde una pata sin dejar de mirarnos, altiva, los labios brillantes de grasa. Arranca una tira de carne y mastica despacio, toma un sorbo de vino. Por un momento nos ilusionamos, creemos que nos está escuchando. 

Pero no. Está decidido.

Si tocás nuestras cosas te matamos, le respondemos. 

Ella sonríe, no nos tiene miedo, sabe que amenazamos y nunca cumplimos. 

A la mañana siguiente, Kima no encuentra su mochila. Se nos hace tarde para el colegio y llamamos a mamá con nuestro único celular, el que compartimos entre los seis. No sabemos cómo hace, pero habla en voz baja y grita al mismo tiempo: que cuántas veces nos tiene que decir que no podemos interrumpirla en el trabajo, que si tenemos un problema lo arreglemos nosotros. Le preguntamos si tiró la mochila y nos responde con otra pregunta: ¿estaba en el piso? Antes de que lleguemos a responderle, nos corta.

Yo qué sé, dice Kima cuando la miramos. Después suspira con un gesto de desgano, los hombros caídos. 

Mamá siempre dice que somos demasiado jóvenes para estar tan cansados. Nosotros creemos que ella está demasiado grande para ser tan inquieta. Apenas duerme. Suele despertarnos en plena madrugada con el rechinar de la bicicleta fija. Se va a trabajar antes del amanecer y cuando vuelve, de noche, limpia, ordena, tira. Vivimos en una caja de zapatos y somos demasiados, dice mientras levanta, dobla, guarda. Seis tenían que ser, repite por enésima vez, como si fuese culpa nuestra, seis y al mismo tiempo, uno atrás del otro. Nosotros no sabemos qué decirle y bostezamos, siempre maldormidos. En nuestra habitación hay tres camas marineras en fila, como en una barraca militar. Tres cuchetas viejas que crujen cada vez que alguno se mueve. Si no nos despierta mamá, nos despertamos entre nosotros. 

Seguimos a Kima hasta el cuartito de la basura, junto al ascensor. Ella saca la bolsa, rompe el plástico, y ahí está su mochila, entre huesos de pollo, apósitos, restos de yerba y cartones de leche. 

Qué asco, decimos todos, pero a ella no le importa. La sacude un poco, así nomás, y se la cuelga de un hombro con cara de nada. 

Salimos para el colegio. 

Esa misma noche confirmamos que la cosa va en serio, y que es grave. Falta un joystick y el portero ya sacó la basura. Vamos todos juntos hasta el container, en la calle, y hacemos ronda de piedra, papel o tijera. Pierde Boro. Lo ayudamos a meterse, pero el tacho está lleno de bolsas y son todas iguales. Rompe una por una y revisa entre la podredumbre hasta cortarse la mano con el borde de una lata. Nos damos por vencidos y volvemos a casa a confrontar a mamá. La resignación no nos quita la bronca.

Yo les avisé, dice ella. Está planchando con la radio prendida, escucha boleros. La miramos con una rabia que, sospechamos, excede este incidente en particular, que nos excede incluso a nosotros. Una rabia ancestral.

Mamá nos señala con la punta de la plancha. Vayan para el comedor, dice, déjenme en paz, les va a reventar una vena si aprietan tanto los dientes.

Nos turnamos para jugar a la consola. Uno por vez, cinco minutos por cronómetro. Terminamos a las patadas y mamá grita que la cortemos. No le hacemos caso, nosotros nos entendemos así. Pero ella pega otro grito, un basta contundente, casi un rugido, y ahora la escuchamos venir desde la cocina, sus pies pesados, y nos quedamos todos quietos excepto Clavidia, que está sacada. Tiene a Rosa María agarrada del pelo y la tironea de acá para allá como a una muñeca. Mamá la alcanza en dos zancadas y la manotea del brazo, la levanta en el aire. Clavidia patalea buscando el piso y por un momento, quizás por la sorpresa, parece moverse en cámara lenta, un poco astronauta y un poco bailarina. 

Pará, no la lastimes, le gritamos.

Si no los zamarreo un poco yo, responde mamá, se lastiman peor entre ustedes. 

Al día siguiente es una zapatilla. No la dejé en el piso, jura Cruz. Llamamos a mamá sabiendo que tenemos una sola oportunidad. Estaba en el placar, le gritamos ni bien atiende. 

Se habrá caído, responde ella, si está en el piso es basura, y si me vuelven a llamar les doy de baja la línea. 

Miramos los pies de Cruz, el derecho calzado y el izquierdo descalzo. No tenemos para prestarle. Estamos justo en ese momento, como se queja mamá, en que todo nos queda chico enseguida. Salimos para el colegio y tratamos de no reírnos de cómo renguea, porque podría pasarnos a nosotros. Pero a Clavidia se le escapa la carcajada y no aguantamos más. 

¡El Chueco Cruz!, grita Boro, y nos miramos entre nosotros, sorprendidos, mientras lo repetimos en voz baja. No entendemos cómo no se llama así desde siempre. 

Prestamos más atención que nunca. Compramos una bolsa de clavos y buscamos el martillo de papá. Lo encontramos en el fondo del placar, envuelto en un paño. Antes de usarlo, nos lo pasamos de mano en mano. Es lo único que dejó. Lo único que sabemos de él es que alguna vez fue dueño de esa herramienta. 

Clavamos los clavos en lugares estratégicos para colgar mochilas, camperas, bolsas llenas de medias; todo lo que no sabemos dónde poner. 

Nos lo tomamos en serio, no tenemos otra opción. Pero cuanto más preguntas nos hacemos más nos cuesta responderlas, y durante la cena le planteamos a mamá las contradicciones que nos preocupan: ¿la alfombra del baño hay que tirarla?, ¿los muebles?, ¿la heladera?

No sean idiotas, responde mientras termina de servir los fideos. Si está pensado para apoyarlo en el piso se queda. Si no, es basura. 

Las zapatillas están pensadas para apoyarlas en el piso, le decimos. 

Si hay un pie adentro está bien, dice mamá. Si no, es basura.

Por un momento nos deja sin palabras. Su lógica es implacable. ¿Y el queso?, gritamos, porque alguna tenemos que ganar. No podemos comer fideos sin queso, ¡es una falta de respeto!, ¡un insulto!

Ella levanta el tenedor y se lo acerca a la boca. Le vemos la sonrisa mal disimulada en la comisura de los labios. Nuestras protestas no la alteran, la divierten. 

No, dice Rosa María, la campera no. El clavo está en el piso y en la pared hay un agujero. No podemos seguir así, le gritamos a mamá por teléfono, en la tele dice que hace tres grados, cero de térmica, ¿no ves que nos esforzamos? Nada valorás. 

A Rosa María se le corta el hilo de voz. Ahora llora en silencio, se oye apenas un rumor ronco que le sube desde la garganta.

¿Qué les dije ayer?, dice mamá tras un segundo.

Que lo que estaba en el piso es basura, sí, pero…

No, nos interrumpe, eso no.

¿Que si te llamábamos…?

Sí, eso, ahora salgan, que van a llegar tarde.

A la salida del colegio prendemos el celular y no funciona. Tardamos unos minutos en entender que mamá dio de baja la línea.

A Clavidia le da un ataque de nervios, la iba a llamar un chico a las cinco de la tarde. Volvemos a casa y trata de entrar al cuarto de mamá para vengarse, para romper algo, pero la puerta está con llave. Patea y araña la madera hasta que logramos frenarla. 

En medio de los empujones, el Chueco Cruz recibe un golpe en la nariz. Le sangra. Se mete en el baño y cuando tratamos de ayudarlo nos dice que lo dejemos en paz, que no le digamos más así, que le tenemos envidia porque Cruz es el mejor nombre de todos. Tratamos de explicarle que no es una decisión que hayamos tomado, que cuando un apodo prende no hay nada que hacer. Él cierra de un portazo, quiere estar solo. 

¿Solo?, le preguntamos, ¿seguro?

Sí, dice. 

Mamá llega de trabajar y Clavidia, sin habernos avisado, se le va encima. Termina de rodillas, con un brazo hacia atrás y la muñeca doblada. Mamá, con gestos pausados, apoya las bolsas del supermercado sobre la mesa. Vayan guardando, nos dice.  

Soltame, grita Clavidia, te voy a denunciar.  

Mamá le tuerce el brazo un poco más fuerte. Cuando me pidas perdón, dice con voz neutra. 

Clavidia grita incoherencias, insultos inventados, mientras las lágrimas le desbordan de los ojos. 

Acá se hace lo que yo digo, dice mamá mirándonos a nosotros, ¿o no?

Sí, claro, respondemos mientras terminamos de guardar las compras en la alacena.

Clavidia cierra los ojos y sacude la cabeza, aprieta los labios hasta que se le ponen blancos. Dale, pedí perdón, le decimos. Sabemos que le cuesta el doble porque, de todos nosotros, es la más parecida a mamá. 

De a poco va cediendo. No es un proceso de aceptación o resignación, sino algo que se estira hasta romperse. Le vemos el momento exacto en los ojos, en la boca. Perdón, murmura. 

Mamá asiente y la deja ir. Ella se va a la habitación sin levantar la cabeza, sin mirarla a ella ni a nosotros. 

Quedamos cuatro, estamos en desventaja. Hacemos silencio y comemos despacio, nos limpiamos con las servilletas, nos cubrimos la boca al eructar. 

Necesitamos reunirnos de nuevo, los seis, para notar la falta que nos hicimos. Cruz nos perdona, dice que si le toca ser el Chueco, será el Chueco, que un poco se acostumbró. Clavidia promete no mandarse sola nunca más. 

Hablamos, cada uno desde su cama. No sabemos quién se da cuenta, si es que es alguien en particular. Se parece más a armar un rompecabezas, y las piezas las ponemos entre todos. Lo que entendemos es que para ganarle a mamá en su juego, tenemos que jugar más fuerte que ella, tenemos que tomarlo todavía más en serio.

La certeza nos fortalece y ya nada nos afecta. Pasan los días y mamá tira manuales del colegio, la almohada de Kima, la gorra que se ganó Boro en el sorteo de la fiambrería. Pero no nos quejamos, no decimos nada, y nosotros también empezamos a tirar cosas. Un repasador, una estampita de Santa Eulalia, uno de los almohadones del sillón, un corpiño que se cae del ténder. 

Aunque apenas lo demuestre, notamos que mamá se empieza a inquietar. Sus gritos se vuelven un poco más agudos y cuando pone esa cara, la de suficiencia, vemos que le tiembla el labio inferior. 

Cuando nos pregunta qué hacemos encerando el piso, le respondemos mirándola a los ojos, sin mover un músculo de la cara: que nos pareció que se iba a poner contenta, que la casa iba a estar más linda. Si nos reta porque la bañera quedó resbalosa, llena de crema enjuague, le pedimos mil disculpas, le juramos que vamos a prestar más atención. 

No la amenazamos más. La medimos a ojo y sabemos que alcanza con dos bolsas. Esperamos, atentos, con la cinta de embalar siempre a mano. 

Nos sobra algo que a ella no. Tiempo.

Tomas Downey © 2017 magdalena siedlecki

Foto: Magdalena Siedlecki

TOMÁS DOWNEY
(Buenos Aires, 1984)

Narrador y guionista. Ha publicado relatos y artículos en medios gráficos y antologías, y dos volúmenes de cuentos. El primero, Acá el tiempo es otra cosa, resultó ganador del Primer Premio en género cuento del Fondo Nacional de las Artes en 2013, con un jurado compuesto por José María Brindisi, Mariana Enriquez y Guillermo Saccomanno. En 2015  fue publicado en por la editorial Interzona. Y en 2016 resultó finalista del Premio Hispanoamericano Gabriel García Márquez. El segundo, El lugar donde mueren los pájaros, fue publicado por Fiordo Editorial en 2017 y obtuvo una mención en el Premio Nacional de Cuentos. Downey fue, además, ganador del premio en la categoría Cuento de la Fundación María Elena Walsh en 2019.

 

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