Esas pequeñas cosas

Laura Ponce

 

 “Stat rosa pristina nomine,

nomina nuda tenemus”

 Umberto Eco / El Nombre de la Rosa

 

Esta noche el cielo le parece particularmente hermoso. Nikolev percibe su belleza de un modo en que no recuerda haberlo hecho antes y tiene la sensación de que la luz de las estrellas lo acaricia acunándolo como a un primogénito para el que se sueñan grandes cosas. Tal vez esté mirando sólo oscuridad y vacío, unos cuantos puntos luminosos titilando en el frío y la distancia, al otro lado de la vieja cúpula. Tal vez las toxinas en el aire han comenzado a afectar sus sentidos y a confundir su mente con falsas impresiones de las cosas. Lo sabe, pero ya no le importa. Deja caer el casco y se rinde al embrujo creciente del paisaje nocturno. La herida en el brazo le sangra, siente el líquido tibio y viscoso humedeciéndole el traje, y piensa que quizás eso contribuya a esta sensación de mareo, a este leve estupor que va aumentando hasta envolverlo. Respirar se ha vuelto un asunto cada vez más complicado, como si hubiera olvidado de qué modo hacerlo, y la verdad es que ya no tiene fuerzas ni voluntad para seguir luchando contra eso. Pudo haber conservado el respirador, pero no habría hecho diferencia; exponer una pequeña porción de piel a esta atmósfera contaminada es suficiente para sufrir un shock anafiláctico. Quién creería que un hombre tan corpulento puede caer abatido con tal facilidad… Sin embargo, con cada bocanada que le cuesta tragar aumenta su satisfacción y se intensifica su sensación de triunfo, porque con ese ahogo viene la confirmación de que todos esos pequeños demonios que corrían por su sangre y que ahora debían estar protegiéndolo han muerto. Sabe que todo esto es una locura, que abandonar la seguridad de la instalación de esta forma es exponerse a una muerte segura. Pero cuando uno ha perdido aquello que daba cohesión a su vida, aquello en lo que se apoyaba para seguir adelante, no queda mucho por hacer. Nikolev quería darle una última mirada al cielo sin filtros de por medio, quería sentir esto por última vez, porque piensa que no hay mejor modo de despedirse de la existencia que cuando uno aún se siente dueño de ella, tan entero como podría estar tras haber sido mutilado, tan seguro como quien sigue andando aunque su camino yace entre sombras. Prefiere morir aquí y ahora, cuando aún conserva algo de ella, prefiere aferrarse a su nombre y murmurarlo con su último aliento, antes que vivir una vida entera en el blanco vacío de su ausencia. Es muy estúpido, lo sabe. Pero ¿qué más puede hacer? Siente la lengua tan hinchada que apenas le cabe en la boca y el dolor se hace tan intenso que cree que su cuerpo estallará en cualquier momento. Hace rato que el reflejo de inspirar se ha vuelto un esfuerzo inútil y la falta de oxígeno empieza a afectar su cerebro. Nikolev ve algunos puntos brillantes danzando frente a sus ojos. Sonríe, o por lo menos intenta hacerlo, y una oscuridad poderosa va a su encuentro.

 

 

El día anterior Nikolev había despertado bañado en sudor. Confundido y sobresaltado, como si hubiera tenido una pesadilla que no pudiera recordar. Ese día prorrogarían nuevamente el vencimiento de su contrato y aquella parecía una forma adecuada de conmemorar el hecho. Había llegado al asteroide como técnico en mantenimiento por un trabajo de unos pocos días. Un mes a lo sumo, le habían dicho. Y ya llevaba más de un año. Se sentía como un prisionero en esa instalación, como un animal enjaulado. Algo andaba mal ahí, estaba seguro de eso, sin embargo no podía darse cuenta de qué era.

Se lavó la cara varias veces, pero el agua fría no logró remover la sensación de ahogo que pesaba sobre él. Observó en el espejo el rostro anguloso con la tez opaca y la mirada endurecida, un rostro que apenas reconocía como propio. ¿Quién podría amar a alguien con un rostro como este?, se preguntó socarronamente. Y entonces le pareció verla en el reflejo pasando por detrás de él. Eso le sucedía todo el tiempo. Sabía que al darse vuelta no encontraría ni siquiera el eco de sus pasos; y aun así su impulso era darse vuelta, era buscar su brillo entre las sombras del cuarto, era intentar reconstruir sus gestos y  perseguir el perfume de su pelo enmarañado durante el día entero.

Si sólo pudiera recordar algo más. Cómo o dónde la había conocido, qué había sido de ella. Pero por más que se esforzaba sólo venían a su mente pequeñas cosas: el roce de su mano, la forma en que pronunciaba su nombre, el rubor creciendo en sus mejillas. Si sólo pudiera recordar por qué esas pequeñas cosas despertaban sensaciones tan intensas.

 

Mientras se vestía desganado, recordó con inmenso fastidio que al final de su turno tenía que presentarse en el sector azul para un chequeo médico completo. Había superado lo de los chequeos diarios desde que llevaba implantado aquel dispositivo subcutáneo, pero como se trataba de una prórroga en el vencimiento de su contrato no había escapatoria. Ah, sí, de esa manera comenzaba otro día perfecto en la perfecta planta de tratamiento de desechos.

 

Siempre lo atendía la misma mujer en la misma oficina, vestida con la misma bata blanca y peinada del mismo modo. La mujer era amable y parecía conocer muy bien su trabajo, pero Nikolev detestaba los chequeos. Era un hombre fuerte y corpulento que se había enfrentado a muchas cosas, sin embargo en esa oficina se sentía completamente indefenso. Respiró aliviado cuando finalizó el examen físico y comenzó el interrogatorio propio del cuestionario de rutina. Respondió maquinalmente desde atrás del biombo mientras se vestía; ya casi había terminado cuando ella preguntó si quería reportar algo fuera de lo común. Entonces decidió mencionar sus problemas para dormir. Una cosa llevó a la otra y ya que estaba le contó acerca de ese extraño asunto de los recuerdos perdidos.

La mujer lo escuchó pacientemente haciendo una que otra pregunta. Cuando Nikolev hubo terminado, carraspeó con delicadeza y le dijo que ante todo no debía preocuparse, aseguró que no se trataba de nada grave, que él gozaba de una salud excelente, que el escaneo de su antebrazo acababa de probarlo. Esos dispositivos subcutáneos eran lo más moderno y eficaz en nanotecnología médica y, tal como le había explicado al implantarle el suyo, estaban diseñados para detectar antígenos en la sangre. A la primera señal de agentes tóxicos o infecciosos originaban una respuesta justo a medida, podía fabricar átomo a átomo moléculas complejas de la más amplia variedad de drogas a partir de los ingredientes básicos que circulaban por el organismo. Así, la infección o contaminación era tratada de inmediato, incluso antes de que el paciente mostrara síntomas o experimentara malestar alguno.

El problema podría estar (y la mujer remarcó el podría porque quería que quedara completamente claro que no afirmaba que existiese un problema) en que los niveles de contaminación en el complejo se habían elevado más allá de lo que cualquiera pudiera haber previsto y los dispositivos debían suministrar dosis cada vez más altas de contramedidas. El tratamiento no había sido concebido de ese modo y no sería sorprendente que aparecieran algunos efectos secundarios. Sin embargo, era un precio muy bajo a cambio de mantenerse sano. La mujer sonrió al decirlo, pero viendo su falta de entusiasmo se encogió de hombros.

Agregó que probablemente esa medicación masiva era lo que le ocasionaba problemas de memoria. No sería el primero al que le sucedía. Le aconsejó que no se preocupara: en la mayoría de los casos no se veían afectadas la memoria reciente ni la capacidad de generar nuevos recuerdos, sino la habilidad de evocar sucesos o sensaciones antiguas. Quizás los medicamentos estuvieran inhibiendo la producción de alguna enzima o bloqueando la actividad en alguna zona del cerebro, era difícil decirlo; pero lo cierto era que cuanto más tiempo se hubiera recibido el tratamiento, más afectada se encontraría la memoria.

Mencionó que existía una actualización para el dispositivo que lo hacía apto también para detectar anomalías en el estado de ánimo y suministrar la dosis justa de estimulantes, sedantes o antidepresivos según fuera el caso; pero se apresuró a aclarar que desgraciadamente no podía prescribírselo por más que pareciera necesitarlo, ya que sólo estaba disponible para el personal jerárquico o los operarios de mayor antigüedad.

Nikolev la escuchaba en silencio mirándose las manos, esas manos grandes y pesadas. Lo que había dicho sonaba como un montón de incoherencias pero, por más que pareciese increíble, era la explicación que mejor cuadraba con aquella extraña situación. Cubría todos los ángulos: explicaba el comportamiento de todos en esa instalación asquerosa, la forma en que actuaban tanto los operarios como los encargados de sección, el modo en que nada parecía importarles un carajo. Y explicaba también la forma en que ella se había ido yendo de su memoria, un paso a la vez.

 

Volvió a su alojamiento como si acabara de salir de una de esas críovainas. Sólo le quedaban imágenes sueltas y sensaciones agobiantes: la curva de su cuello, la forma de sus labios, el brillo en sus pupilas… Sabía que la había amado, sabía que estaba irremediablemente unido a ella, pero todo lo demás se le escapaba, todo lo demás se deshacía igual que si estuviera escrito en el agua. Los recuerdos que aún conservaba de ella eran como hebras de un tapiz deshilachado. Sin embargo la fuerza con que instintivamente se aferraba a esos jirones, la intensidad de los sentimientos que estos evocaban, confirmaba que no podían ser lo único, debían ser parte de algo mucho mayor, algo que había ido quedando poco a poco fuera de su alcance. Él, Nikolev, había conocido la felicidad, la había conocido en una mujer perfecta. Y simplemente no podía aceptar que semejante cosa le fuera arrebatada por completo. No se convertiría en otro de esos tipos que comían en silencio, que hacían su trabajo día tras día con la mirada ausente, sin saber quiénes habían sido o quiénes eran en realidad, por qué estaban ahí o qué habían dejado atrás.

Una vez que eso estuvo claro, no tuvo dudas acerca de lo que debía hacer a continuación. Buscó en la caja de herramientas y sacó una hoja afilada. Se levantó la manga de la camisa y comenzó a hurgar en la carne de su antebrazo, intentando extirpar el dispositivo subcutáneo. Quizás llevaría algún tiempo, porque parecía que el muy desgraciado no quería ser encontrado.

 

 

Tres meses antes había surgido un problema en el sistema de refrigeración. La esclusa veintitrés andaba mal y Nikolev tuvo que arrastrarse por más de cien metros de ductos con sus herramientas de precisión: un mazo y una palanca.

Los sensores tampoco andaban bien y para verificar si el resto del tubo estaba libre, se vio obligado a salir a la superficie. Claro que eso no significaba salir al vacío o abandonar por completo el complejo. Aunque la mayor parte de las instalaciones de la planta eran subterráneas, existía una cúpula originalmente diseñada como observatorio con atmósfera y temperatura controladas. Por desgracia, la cúpula se mantenía tibia debido a los ductos de aire que ventilaban allí y el nivel de contaminación superaba ampliamente el promedio de la planta, por lo que tomó la precaución de ponerse su traje antes de subir.

Sabía que debía ser cuidadoso y no entretenerse demasiado, porque tampoco se podía confiar en el sistema de paneles que tenían que cerrarse para proteger la cúpula del sol directo. Estaba listo para salir del ascensor, hacer lo suyo y volver a entrar sin perder un minuto. Sin embargo cuando se abrieron las compuertas y por fin vio lo que desde ahí se veía, se quedó sin aliento.

Los grandes silos y las tolvas, los ventiladores de los respiraderos con sus aspas gigantescas, los paneles solares moviéndose imperceptiblemente y al unísono para estar siempre de cara al sol, todo parecía parte de un extraño jardín, un jardín mecánico y descomunal expandiéndose sobre las rocas. Y aun así, todo se veía increíblemente pequeño bajo ese cielo estrellado.

Sólo en ese momento tomó conciencia de que llevaba casi un año sin ver el cielo. Y comprendió cuánto lo había extrañado. Se sentó en un banco derruido y contempló aquella noche sin fin. Bajo un cielo como ese había estado con ella. Le había entregado lo que nunca había dado de sí mismo. Había bebido de su risa y había alimentado su fuego. Se había perdido en esos ojos negros, que eran como pozos llenos de estrellas. Cada vez que pensaba en ellos esas sensaciones volvían y se le arremolinaban en el pecho. Ni siquiera podía recordar por qué se habían separado. Seguro se reencontrarían en cuanto terminara con este contrato. Realmente estaba ansioso de volver a verla.

 

Aquel paseo le había hecho bien. Estaba de un inusual buen humor cuando preparó su informe de la reparación. Incluso pensaba en tomarse unos tragos después de entregarlo. Pero fue entrar a la oficina del encargado de sección y ser notificado de una nueva prórroga en el vencimiento de su contrato, de modo que su buen humor se evaporó.

Pensó que las cosas no podían empeorar.

Naturalmente, estaba equivocado.

 

La mujer de bata blanca le dijo que el procedimiento consistía en implantarle un dispositivo subcutáneo en el antebrazo. Explicó que se trataba de un poderoso aliado para su sistema inmunológico: el dispositivo era la siguiente generación, la forma de tratamiento nanotecnológico que estaba por encima de todas las demás. Lo que le habían estado administrando hasta ahora quedaría en el pasado, las molestias por las inyecciones y los continuos chequeos, esas dosis que él tanto odiaba de “microscópicos guerreros” entrando a su cuerpo para protegerlo de toxinas e infecciones no serían más que un mal recuerdo.

Mientras ella hablaba con inocultable entusiasmo, la duda rondaba a Nikolev como un bichito molesto, y preguntó por qué si aquello era tan bueno no se lo habían implantado desde un principio. La mujer se limitó a decir que el plan de salud de su sindicato no lo cubría y en la cobertura que ofrecía la planta el dispositivo estaba disponible sólo para empleados permanentes.

⎯Sin embargo ⎯sonrió⎯, el vencimiento de tu contrato fue prorrogado tantas veces que al fin alcanzaste la antigüedad mínima requerida para el procedimiento. Felicitaciones: parece que vas a estar con nosotros por mucho, mucho tiempo.

Nikolev sintió que un escalofrío le recorría la espalda como un mal presentimiento, era casi como si le hubiera dicho que nunca abandonaría aquel asteroide, como si le hubiera dicho que moriría ahí. Contemplando el estuche sobre la bandeja se sintió como el primer día en que había estado en esa oficina, desnudo e incapaz de evitar que hicieran con él lo que quisieran por mucho que deseara evitarlo.

 

 

Durante el último semestre había estado trabajando sin demasiados problemas. Debido a sucesivos atrasos en la entrega de repuestos y al precario estado de los sistemas, había visto prolongar el vencimiento de su contrato más de lo esperado, pero no se trataba de algo con lo que no hubiera tenido que lidiar en el pasado. No tenía motivos para quejarse del alojamiento o la comida; eran tan buenos como podía esperarse en una planta de aquel tipo. Tampoco su trabajo se había vuelto demasiado pesado. Sin embargo, Nikolev se sentía incómodo en la instalación, vagamente inquieto, y pensaba que sólo estaría contento cuando pudiera abandonarla.

Posiblemente el problema fuera la gente del lugar. Todos lucían demasiado adaptados. Eso era sólo un pedazo de piedra en medio de la nada y nadie parecía insatisfecho ahí, nadie hablaba de su casa ni de su familia. Era cierto que en un principio le había parecido agradable; ya estaba harto de todos esos nostálgicos que a la menor oportunidad sacaban retratos de sus seres amados y hablaban de ellos durante horas; como outsider era propenso a padecerlos. Pero ahora el silencio del comedor se le antojaba excesivo, por momentos escalofriante. Nikolev se rió de sí mismo apretando los dientes; un hombre de su tamaño y su aspecto, inquieto por semejantes estupideces… Se miró las manos curtidas, las puntas cuadradas de los dedos, las uñas cortas e irremediablemente sucias. Había un leve temblor en esas manos y se las frotó como si pretendiera aliviarlas del frío. Entonces volvió a su memoria. La forma en que ella le tomaba las manos entre las suyas, el modo en el que su roce lo vencía. No importaba qué tan furioso pudiese haber estado un momento antes, eso lo borraba todo. Del mismo modo que su sonrisa. Su sonrisa era embriagadora. Ah, sí, ella sabía bien cómo controlarlo.

Entonces intentó recordar la última vez que había ido a verla. La borrosa línea de su rostro recortándose en las sombras, la oscuridad de su cabello fundiéndose en la oscuridad del cuarto, en la oscuridad de la memoria. Nikolev se esforzó por encontrar sus ojos en medio de tanta noche, pero no logró hacerlo. Intentó desesperadamente asir aquel recuerdo, pero se le escapaba de entre los dedos como un pez escurridizo, un pequeño pez plateado que desea regresar al mar del olvido. ¿Ella estaba llorando o se reía? ¿Por qué lo hacía? ¿Qué era lo que le había dicho? Simplemente no podía recordarlo.

Pero quizás fuera mejor así.

Quizás era mejor olvidar algunas cosas.

 

 

Un poco más de un año atrás, mientras la nave sobrevolaba la planta de tratamiento, Nikolev se preguntó por qué lo habrían contratado. La planta estaba ubicada en un asteroide y ni siquiera era un asteroide muy grande; qué problema de mantenimiento podrían tener que el personal asignado no pudiese solucionar. De todos modos, no debía ser algo realmente grave, ya que no habían mandado a buscar a un equipo ni a un grupo antidesastres, sino a un tipo como él, un especialista que trabajaba solo. Sonrió al recordar que algunos de sus clientes le decían que él valía por un equipo entero; reconocía que tenía sus habilidades, pero tampoco era para tanto.

Necesitaba levantarse el ánimo con cualquier cosa a la que pudiera echar mano. Llegaba a destino después de un viaje largo e incómodo. Había dormido durante casi todo el trayecto, pero eso no evitaba que se sintiera como si hubiese cruzado la galaxia entera para llegar ahí. Naturalmente había soñado con ella.

No importaba cómo comenzaran los sueños, de algún modo al final él siempre llegaba al mismo lugar, abría la puerta de la habitación y estaba otra vez en esa noche de verano, contemplando su cuerpo lánguido recostado sobre la cama; luego llegaba su voz, la forma en que sus labios se curvaban en una sonrisa. La impresión era tan vívida que no podía dejar de pensar en ella durante todo el día.

Desgraciadamente, los recuerdos no eran todos agradables, y a fuerza de conjurarlo, para cuando llegaba la noche ese nombre tan querido tenía un regusto amargo.

Intentando apartar su mente de ella y de los recuerdos dolorosos, decidió ponerse a trabajar inmediatamente. Se presentó en la estación de bombeo cargando todavía su equipaje y con la primera prueba descubrió el origen del desperfecto. El problema estaba en los filtros de aire. La cantidad de contaminantes en el ambiente había aumentado de tal modo que los filtros se volvían obsoletos mucho antes de ser reemplazados automáticamente.

Según le informaron, no se trataba de una situación aislada; en algunas áreas del complejo incluso habían sacado de línea los biodetectores porque sonaban todo el tiempo e interrumpían demasiado el trabajo.

⎯Tengo un programa que cumplir ⎯dijo el encargado de sección, y Nikolev asintió; después de todo nadie demasiado preocupado por su salud tomaría un trabajo en una planta de tratamiento.

Ya se había levantado dispuesto a despedirse cuando el hombre tomó unos informes de su escritorio y mientras los acomodaba mencionó que ese no era el único sistema que debía ser reparado, que los repuestos tardarían algún tiempo en llegar y que su estancia quizás se prolongaría más allá de lo esperado. Volvió a alzar la vista y le deseó un buen día. Nikolev abandonó la oficina puteando por lo bajo.

 

Tomó el alojamiento que le habían asignado (un compartimiento minúsculo con una litera y un excusado), acomodó su escaso equipaje y revisó el gran cofre de herramientas. Sólo cuando estuvo seguro de que todo estaba en orden, se dirigió a desayunar.

Estaba hambriento y eso por lo general lo ponía de mal humor, pero ese mal humor amenazó con convertirse en furia homicida cuando le negaron la entrada al comedor. Aparentemente el reglamento de la instalación era muy claro al respecto: nadie podía ingresar si no había pasado antes su revisión médica en el pabellón azul. Y hacia allá se encaminó, conducido y escoltado por un par de uniformados después de un breve intercambio de golpes de puño.

 

Una mujer de bata lo revisó. No era raro ver mujeres en aquellas funciones, pero Nikolev era un hombre anticuado y pudoroso, y se sintió aliviado cuando terminó el examen físico. En la espalda enorme y el ancho pecho había gruesas cicatrices, pero la mujer tuvo el buen gusto de no hacer preguntas al respecto.

Volvió a ponerse la ropa mientras respondía a un cuestionario de rutina. ¿Qué enfermedades ha padecido? ¿Es hipertenso? ¿Toma alguna medicación? Fue respondiendo maquinalmente y comenzó a sentirse más seguro. Pero cuando salió de atrás del biombo vio que la mujer había acercado una bandeja con un par de jeringas.

Ella debió haber notado su aprehensión porque se apuró a decirle que el servicio médico de la instalación estaba muy orgulloso del tratamiento profiláctico que ofrecía, que se encontraría completamente protegido de las toxinas y que sólo consistía en unas pocas inyecciones. Se trataba de lo usual en administración de fármacos: polimerosomas y máquinas inmunes. Las polimerosomas o células artificiales funcionaban como transportadoras y las máquinas inmunes eran nanos capaces de atacar bacterias y virus; no tenía de qué preocuparse.

Nikolev no podía sacarle los ojos de encima a las agujas y sólo oyó “inyecciones” y “nanos”. Y por más que buscó afanosamente una excusa que lo librara de aquello, no pudo encontrar nada que decir. Finalmente se dio por vencido y comenzó a subirse la manga. Pero ella le indicó que no era ahí donde las aplicaría.

 

Esa noche debió acostarse boca abajo. Lo que experimentaba no podría calificarse como dolor, pero era una molestia persistente. Mientras el sueño iba venciéndolo, casi podía sentir las nuevas sustancias formándose en sus venas, combinándose unas con otras; casi podía imaginar pequeños entes navegando en su interior. “Guerreros microscópicos que convertirían su cuerpo en una fortaleza”, había dicho la mujer. Y justo entonces, cuando se alejaba de la vigilia como un bote que se separa irreversiblemente de la costa, tuvo el presentimiento de que aquello no podía ser gratuito. ¿Cuál sería el precio? ¿Qué tanto debería entregar a cambio?

Pero eso no importaba ya: allí estaba el sueño otra vez. Pronto volvería a verla, pronto regresaría a la noche en que la había conocido. Todo parecía tan sencillo entonces. El recuerdo de su perfidia todavía lo quemaba por dentro. Pero había sido tan feliz con ella. Si sólo pudiera olvidar el día en que supo que la había perdido. Sin embargo no quería pensar en eso. Ya se encontraba abriendo la puerta, entrando a aquella noche de verano otra vez.

 

 

Cuatro años antes, Nikolev estaba prestando servicio en un puerto de Tulba, la pétrea luna de un gigante gaseoso en el sistema Megán, y se enfrentaba a la finalización del plazo de su contrato sin perspectiva de prórroga o reasignación alguna. Sabía que no debía preocuparse demasiado, sus habilidades eran apreciadas y su experiencia reconocida; pronto aparecería algo. Sin embargo, esa noche se sentía raro. Cuando era chico su madre le decía que se parecía a los animales que presienten un terremoto o una gran tormenta. Se pasó la mano por la cabeza rapada. Hacía demasiado calor para dormir y la habitación polvorienta en la que se alojaba se volvía cada vez más pequeña. Decidió ir por un trago.

 

El puerto era un lugar sucio, ruidoso y maloliente, y el bar no podía serlo menos. Como siempre, estaba lleno. Nikolev llevaba un buen rato ahí y unas cuantas copas encima cuando notó que una de las chicas de la casa lo miraba. Ella sonrió en el espejo que había detrás de la barra y él respondió con una inclinación de cabeza. Alguna vez había disfrutado de sus servicios; era una chica agradable. Pensó que más tarde quizás subiría la escalera y buscaría la puerta de su habitación entre las muchas puertas del gran pasillo de la planta alta.

Algunas horas después efectivamente lo hizo.

Golpeó a la puerta ⎯a la que él creía que era su puerta⎯ y una voz desconocida lo invitó a entrar. Supo al instante que no se trataba de la chica que le había sonreído, pero no podía simplemente irse después de haber golpeado; debía disculparse, e incluso podía pedir indicaciones para hallar la habitación correcta, de modo que abrió la puerta.

Y ahí estaba ella. Su cuerpo lánguido recostado sobre la cama lo dejó sin aliento. La piel clara, casi traslúcida. El cabello brillante y oscuro cayendo como una cascada. Y alzándose lentamente como si nunca fueran a terminar de hacerlo, sus ojos negros.

⎯Pasá, no te quedés ahí… Acercate ⎯dijo, mientras sus labios se curvaban en una sonrisa.

 

 

Nikolev ya estaba perdido. Fue como una polilla hipnotizada por la flama. Y lo sabía. Esa mujer iba a romperle el corazón. No es que no lo supiera (lo supo al instante). Pero nunca había sido bueno para sortear los sinsentidos del amor ni las bromas del destino.

 

Después de aquella vez, volvió a esa habitación incontables noches. Se hallaba (lo sabía) profundamente entregado. Había algo en ella que intoxicaba su mente y dominaba su cuerpo. Nikolev se hundía en su carne, en la tibieza de su abrazo, en la oscuridad de sus aromas, en el húmedo contacto de su boca… Estar con ella era para él como sumergirse en un misterio infinito. Era igual que dejarse arrastrar por la marea. La necesitaba de un modo en el que nadie debería necesitar a otro. Hasta un ciego como él podría haberse dado cuenta que aquello no podía terminar bien.

Comenzó a frecuentarla fuera del bar, a hacerle obsequios caros. Hasta que un buen día descubrió que no era el único. Ella le dijo que los demás no significaban nada y él le creyó. Pero a veces era difícil creerle cuando la veía reírse en compañía de otros, cuando manos lascivas buscaban su cuerpo y ella no lo negaba. Ella dijo que sólo a él lo amaba, y Nikolev, sabiendo que mentía, se calló.

 

Pero se cansó de masticar madrugadas aguardándola, se cansó de esperarla afuera del bar, sólo para ver cómo se iba del brazo de otro. Intentó no visitarla, y durante un par de días tuvo éxito. Pensó incluso en irse del puerto. Pero la necesidad de estar con ella siempre terminaba por imponerse a su voluntad. Por eso volvía a su lado y soportaba una a una las humillaciones. Porque beber de su boca era lo único que parecía tener sentido. Pero al final hasta eso estaba envenenado. Debía olvidarla, debía dejarla ir y continuar con su vida. Pero cómo hacerlo, si no había nada más que ella.

 

Y una noche lo supo. Fue como una revelación, como una luz cegadora golpeando su mente. La miró dormida a su lado, el cuerpo lánguido y perfumado, el cabello largo siguiendo la línea de la espalda, la curva de su cuello invitando a sus manos, esas manos grandes y pesadas que casi no tuvieron que hacer fuerza. Apenas si hubo sonido, fue igual que quebrar el tallo de una planta, y luego nada. Parecía como si el universo entero hubiera enmudecido, como si el universo entero fuera de pronto más oscuro y más pequeño. Pero ya estaba hecho. Ahora que estaba muerta podría olvidarla.

Laura Ponce

Laura Ponce
(Buenos Aires, 1972)

Narradora y editora argentina especializada en Ciencia Ficción. Ha colaborado con diferentes publicaciones electrónicas y en papel. Sus relatos han aparecido en revistas y antologías de Argentina, Cuba, Colombia, Perú y España. Fue traducida al inglés y al francés. Su cuento “Paulina” fue adaptado por narradoras orales de Casa de Letras para el Encuentro de La Palabra 2015 y “La tormenta” fue convertido en audiorelato para SupernovaPod, revista literaria en podcast. Formó parte del grupo de dirección editorial de la revista Axxón, primera revista digital de habla hispana, y desde el 2009 dirige la revista Próxima y Ediciones Ayarmanot. Dicta talleres, cursos y charlas sobre narrativa, lectura y escritura del género. Participó del IV Encuentro Internacional de Narrativa de Ciencia Ficción y Fantasía, 2013 (Feria del Libro de Quito, Ecuador); del Encuentro Internacional de Narradores, 2016 (Feria del Libro de La Habana, Cuba) y del 1° Encuentro Internacional de Literatura Fantástica y de Ciencia Ficción, 2017 (Pontificia Universidad Católica, Santiago de Chile). Organiza las Tertulias de Ciencia Ficción y Fantasía de Buenos Aires. Participa en la organización de Pórtico — Encuentro de Ciencia Ficción, que se celebra desde 2015  en la Facultad de Ingeniería de La Plata y combina las características de un evento académico con actividades dedicadas al fandom. Tuvo una columna mensual en el sitio Amazing Stories, sobre Mujeres y Ciencia Ficción (la mujer como autora, lectora, temática y mirada dentro del género). Participó del programa de radio Contragolpe con la columna semanal “Escribir Ciencia Ficción y Género Fantástico hoy: Autogestionando el futuro”. Cosmografía general (Ayarmanot, 2015) es su primer libro de cuentos. Una edición ampliada, bajo el título Cosmografía profunda, fue publicada en España por el sello La Máquina Que Hace PING!, en 2018, y en Argentina por Ediciones Ayarmanot en 2020.

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