Formas de supervivencia

por Valentina Vidal

Valentina VidalDurante los dos o tres primeros meses de la cuarentena obligatoria —y esto es una aproximación, porque el tiempo en aislamiento se desdibuja— no podía hacer otra cosa que ver las noticias, desinfectar y evitar el contagio. Toda ficción, finalmente, había sido superada por la realidad y las distopías habían quedado demasiado cortas. Nos había llegado el momento de ver con nuestros propios ojos las imágenes que recorrían el mundo: los reportes diarios de las víctimas del virus, los contagios, y, sobre todo, la palabra muerte durante las 24 horas del día picando las cabezas de cada uno de nosotros y de todos los que amamos. 

Estuve semanas sin salir a la calle. El living se convirtió en oficina y el espacio que antes usaba para escribir, se vio invadido por las obligaciones y una nueva forma de comunicación: el zoom. El pequeño departamento donde vivo hizo de búnker, pero también se convirtió en una opresión asfixiante.  Tanta era la sensación de irrealidad que me empecé a preguntar qué pasaría con la literatura, con la ficción y sobre qué mundos se podría escribir si nuestras peores anticipaciones se habían vuelto un presente desesperante. 

Pero el peligro, ¿no era algo que siempre mutaba? Después de la gran depresión con el crack de la bolsa, fue el apogeo de la novela negra con títulos como Cosecha roja y Él Halcón Maltés, de Dashiell Hammett. En nuestro país, el gran narrador sobre los horrores de las dictaduras es sin dudas Rodolfo Walsh con Operación Masacre y la carta a la Junta militar, Cortázar pegó un volantazo en su narrativa desde el exilio, en la guerra por Las Malvinas, Fogwill escribió Los Pichiciegos y en la previa a la gran crisis económica del 2001, lo hicieron Juan Forn y la generación de los 90, con Fabián Casas, Fernanda Laguna, Cecilia Pavón y tantos más. Tal vez la diferencia con la pandemia es que el enemigo era, y por el momento es, invisible. Lo repitieron los medios hasta el cansancio: estamos a ciegas. No hay una entidad que podamos identificar como enemigo en común y quedamos perdidos, sofocados por los barbijos, sin poder tocarnos. Pareciera ser algo imposible de vencer para cualquier ser humano común y corriente, mucho menos para un escritor. Nos dimos cuenta que estábamos en manos de los científicos y los gobiernos. Todo movimiento colectivo se desarticuló —momentáneamente— porque el contacto con el otro podía ser mortal.  

Traté de abstraerme. Intentaba leer, pero era como un músculo entumecido.  Entonces fui por la poesía, hasta que saqué de la biblioteca El beso de la mujer araña, de Manuel Puig, y terminó de abrir las puertas del bloqueo en el que estaba metida. No creo que haya sido una casualidad que fuera la conversación entre dos personas privadas de la libertad. Empecé a un diario, vi grandes clásicos del cine. Leí mucha poesía, leí a Anne Carson y La belleza del marido, a Dickinson, Negroni, Rosenberg, Thénon. Día tras día, durante el resto del aislamiento me alimenté de la palabra. La literatura me había vuelto a salvar y comprobé una vez más, que siempre sobrevivirá a cualquier crisis, porque es la que se encarga de narrar desde lo onírico, por fuera de los biógrafos e historiadores. Es la que divulga la otra historia, la que se metió en las venas de la percepción. ¿Qué surgirá desde la ficción con esta herida tan traumática? No se sabe. Lo único que puedo decir ahora, es que nunca se dejarán de contar historias y que tal vez, dentro de un tiempo, alguien se volverá a salvar leyendo un libro o una poesía que se escribió durante la pandemia del 2020 y que la palabra se habitará con la supervivencia de este tiempo.

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