Quinotos en almíbar

por Silvina Gruppo

Silvina GruppoMarzo. Perpleja es una palabra ajena. Nunca la había pronunciado y ahora me viene a la boca a cada rato. Suena horrible, pero la uso, sobre todo, para poder decir algo cuando, en realidad, no tengo palabras. Experimento el presente con la añoranza de lo que fue y la incertidumbre de lo que va a venir. Subo a ver los frutos verdes de un árbol de quinotos que tengo en la terraza. La naturaleza sigue su curso, como si nada. Pero yo no puedo escribir.

Abril. A partir de ahora te tenés que pintar los ojos todos los días, me dijo mi hermana hace diez años cuando nació mi hija y me llevó de regalo a la clínica un estuche con maquillajes de emergencia: corrector de ojeras, labial, rímel, delineador. En el momento me pareció un poco frívola, pero hice la prueba y, en ese puerperio feroz, antes de maquillarme, me tenía que levantar de la cama, me tenía que bañar y lavar los dientes y una vez que estaba maquillada no volvía al camisón: ya era de día, ya estaba en pie. Mi hermana, al pedirme que me pintara los ojos, me estaba pidiendo que siguiera adelante. Tal vez así me salvó de la depresión sin que me diera cuenta. No puedo reflexionar sobre la cuarentena. Solo sé que por el encierro y la incertidumbre del futuro, me recuerda al puerperio. En retrospectiva, ese hormonazo opresivo me parece dulce: mi hija era una explosión de vida que se alimentaba de mi cuerpo y crecía. Ahora las noticias por todos lados son de la muerte. ¿Qué hacer? Me pinto los ojos cada mañana. Pero no escribo.

Mayo. Después de reprogramar todo a las corridas, empezamos las clases virtuales en la facultad. Somos una grilla de cuadraditos bidimensionales en la computadora. Una chica cambia pañales y da la teta mientras yo explico morfología flexiva. Veo sus casas de fondo, elles ven la mía. Me apasiona hablarles de escritura y conocer sus proyectos. Pero el lenguaje no está de mi lado, todo lo que digo, lo traigo de antes: en este tiempo no leo y no puedo escribir.

Junio. Subo a la terraza a ver los quinotos. Se fueron amarilleando hasta que se volvieron de un naranja escandaloso. El tiempo maduró en la fruta y eso es todo lo que sé del tiempo. Los coseché, los hice en almíbar: salieron dos frascos. 

Julio. Cumplo años. No veo a nadie, no existe la vida social y el árbol no tiene flores ni novedades. Se queda mudo, resiste con sus hojas perennes. ¿Cuánto tiempo va a necesitar para volver a producir algo? ¿Y yo? 

Agosto. Operan a mi hija. Mi compañero y yo pasamos el miedo más grande y silencioso de nuestra vida. Los estudios nos confirman que es benigno. ¿Tanto miedo puede ser benigno?

Septiembre. Tal vez ya no haya una normalidad a la que volver. Y yo, si no escribo, soy un mientras tanto. Me atrevo: le doy lugar a un texto.

Octubre. Las palabras me crecen con la voracidad que antes tuvo el silencio. Trenzo sentidos para un personaje y sus escenas me ocupan la cabeza. Son horas en las que no hablo de la pandemia, pero la pandemia es una experiencia que me está haciendo cosas en el cuerpo y, probablemente, también en lo que escribo. Les pido a les estudiantes que tengan una bitácora sobre su propia escritura. Les prometo que también voy a llevar la mía.

Noviembre. Lo sé: tengo una protagonista que piensa sin parar y, a través de ella, estoy escribiendo una novela.

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