Entrevista: Esther Cross

Escribir es soñar a propósito

Por Sebastián Grimberg

Esther Cross

© Ricardo Coler

Conocí a Esther Cross a través de La mujer que escribió Frankenstein, un libro maravilloso en el que reconstruye la vida de Mary Shelly y, al mismo tiempo, su época. Ese libro me hizo correr a buscar otros suyos, como Tres hermanos, donde los relatos dibujan un universo rural —que muchas veces puede tornarse siniestro— desde una mirada infantil. Seguí a Cross por los pisos y las historias de Kavanagh y me metí con ella al sótano donde Elmer Dus da forma a una robot, Radiana. Leí algunas de sus traducciones de William Goyen y, hace unos días, tuve la suerte de conocerla y continuar ese diálogo iniciado a través de las páginas.

—Leí que tu padre era profesor de literatura, o sea que tu relación con los libros estuvo desde temprano.

—Siempre. Además era una casa de lectores, la casa de mis abuelos también; la biblioteca era una parte muy viva de la casa.

—¿Escribir fue una decisión a priori o algo que se fue dando?

—Fue una decisión y un deseo… Uno toma decisiones con todo lo que se relaciona en la vida. Yo empecé Letras, dejé, después estudié psicología, no ejercí y ahí tomé de vuelta la decisión de dedicarme a escribir. Pero de chica iba para ese lado, lo que me gustaba hacer era leer y cuando leía me imaginaba escribiendo. Fue mezcla de deseo y decisión.

—En uno de los cuentos de Kavanagh la narradora (que imagino como alter ego) dice que en las entrevistas nunca le preguntan “qué es escribir”. Yo ahora te lo pregunto a vos.

—Es bastante parecido a lo que dice la narradora (se ríe). Creo que dice que es “soñar a propósito”. Creo que es más que inventar una historia; es una lectura de la vida. Cada persona tiene una forma de procesar las experiencias y los escritores lo hacemos a través de la escritura. Creo que el testeo, cuando uno va escribiendo, si va bien o mal, es ver si vas pudiendo filtrar la experiencia de la vida en ese texto. Eso es lo que siento que es escribir, ir filtrando la experiencia de la vida a través del lenguaje y de un texto, que tiende a ser narrativo. Soñar a propósito porque tiene que ver con la vida diurna, como los sueños, pero también con una lógica que es más ordenada, la del lenguaje…

—¿Cómo considerás que influyen las lecturas en la escritura propia?

—Muchísimo. Te decía que escribir es una forma de plantarse en la vida, y te hablaba de las experiencias, y para mí una experiencia fundante es la lectura. Los libros son grandes conmovedores de vida, son grandes experiencias. Trabajan con la misma materia con que trabaja uno. Creo que todo lo que uno va leyendo va apareciendo en lo que uno escribe, por suerte.

—Había pensado, por el orden de mis lecturas, que la investigación para La mujer que escribió Frankenstein fue la experiencia que te llevó a escribir Radiana, pero después vi que Radiana la escribiste primero…

—Como en Radiana yo escribía de un inventor que armaba a una robot, empecé a buscar libros que hablaran de eso, quería una música de fondo que acompañara a lo que estaba escribiendo. Releí Frankenstein pensando en Radiana, y me encontré con una breve biografía de Mary Shelly. Yo nunca había pensado en la autora, y ahí me pregunté por ella, empecé a leer sobre ella, me enfoqué en su vida y en todo lo que la rodea. Hablábamos de la experiencia, del entorno del escritor, y en el caso de Mary Shelley es una escritora muy marcada por su época y, a la vez, su época es impensable sin ella. A diferencia de otros escritores que toman el espíritu de su época hizo algo más: marcó su época.

Foto de la autora: © Ricardo Coler—¿Cómo influye en la escritura el trabajo de traductora? Creo que Cortázar decía que traducir es el mejor ejercicio literario.

—Son nuevas lecciones de escritura, es algo muy práctico, es aprender a leer un texto. Estás mucho tiempo releyendo el libro, y ves lo que está pasando ahí con el lenguaje, las redes que se arman entre las palabras, el espesor… Cosas de las que el escritor probablemente no se da cuenta cuando escribe, si se diera cuenta sería imposible hacerlo. Pensá en lo complejo que es caminar. Rodrigo Fresán dijo: “si pensaras en todos los movimientos chicos que das al caminar, te caerías”. Cuando traducís tenés una visión de todo esto, que es muy enriquecedora cuando volvés a escribir, sin que sea nada que tengas presente al momento de hacerlo.

—¿Tenés alguna rutina? ¿Escribís a diario o, como el padre le decía a Borges: cuando está el deseo de hacerlo?

—Tuve una época en que era muy metódica y después, por las dinámicas de la vida que no son programadas, dejé de serlo. Trato, sí, de tener cierta constancia. A veces si un texto está trabado la única manera de que salga es hacerlo. En momentos de bloqueo, lo que dice Hemingway en París es una fiesta: “voy a escribir una oración que afirme algo, no porque sí, y a esa oración le va a seguir otra que afirme algo y va a seguir destrabando”. No siempre sale pero es bueno. Trato de estar en la pantalla resistiendo cuando las cosas se ponen difíciles, y cuando viene el momento de suerte, en que las cosas están saliendo, como sé que eso se puede perder, me aboco ahí. Si puedo, a veces no se puede estar ahí todo el día, pero si el texto está afinado y le pesqué la voz, trato de llegar a una primera versión.

—Los cuentos para Kavanagh y, luego, Tres hermanos, ¿los escribiste en la misma época? Lo pregunto por esto de la voz, de no perderla hasta llegar a una primera versión.

—En Kavanagh son contemporáneos. Después de escribir uno o dos se me ocurrió tirar de ese hilo. Esos dos primeros cuentos no estaban explícitamente en el Kavanagh, pero yo me los imaginaba ahí, era una época en que andaba mucho por ese barrio y, narrativamente, me quería quedar más ahí. Traté de que fuera una novela pero no me gustaba como quedaba… Eso es una forma de medirlo, si a uno se le hace largo imaginate para el lector. Sentía que ahí tenían que ser cuentos. Y en Tres hermanos hubo un cuento que me pidió Sergio Olguín para un diario. Era un cuento que yo siempre quise escribir, varias veces me habían contado esas historias de esos accidentes que pasan con chicos y a mi siempre me había impresionado mucho el secreto y el silencio y no encontraba la forma de contarlo, y me pidió Olguín y salió ese cuento. Después escribí algunos cuentos más pero fueron con bastante tiempo. Cuando armé el libro (a mí me parecía que tenía una serie de cuentos) quise que hubiera una vuelta. Me intriga mucho, narrativamente, eso de volver al lugar. Ir cargado un lugar con historia y que después de un tiempo el narrador o el personaje vuelva al lugar, es un tema muy clásico.

—En esos dos libros hay gran importancia de los lugares como elemento aglutinante. El Kavanagh por un lado, y el campo y la infancia el por otro. ¿La decisión de escribir los relatos fue previa o salieron y luego los ubicaste ahí?

—Son lugares narrativos que se van armando, ¿no? Creo que es una suerte cuando uno está escribiendo un cuento o una novela y de pronto se arma un lugar, se funda una especie como de genio del lugar que es narrativo. Da mucho para una historia… Tiene que ver con los lugares que están cargados y también con otro tema que me parece muy interesante, narrativamente, que tiene que ver con los objetos que están cargados. Como no se puede viajar en el tiempo, es esto de volver a un lugar como si uno volviera a un momento. Son situaciones que abren algunas dimensiones distintas, que enrarecen el realismo; bisagras por donde está bueno meterse.

—En el posfacio de La misma sangre, de William Goyen, mencionás que él le recomienda a sus alumnos encontrar su lugar, su territorio; que a mí me parece que sería el lugar de origen, de infancia. ¿Vos recomiendas algo similar a tus alumnos?

—Creo que esto del lugar del origen del que habla Goyen es como cuando Flannery O’Connor dice que un escritor es un profeta de distancias. Lo que ella está identificando es el lugar con la capacidad visionaria que puede llegar a tener el escritor, no con algo espiritista sino con todo lo que puede ver el escritor desde su lugar. Y si uno identifica el lugar del escritor con su voz, es eso. Goyen lo que dice es que había una tendencia en Estados Unidos a que en los talleres se enseñaba a trabajar el cuento de una manera en que parecía que pasaba todo con un lenguaje uniformado; habla de los hoteles Howard Johnson y dice: “todos los hoteles son iguales en todos lados, pero a mí contame vos cómo es tu hotel”. Yo creo que de lo que está hablando es de tu voz, que tu voz no aparece en el vacío, colgada de la nada, sino que está impregnada de cosas. El lugar es su voz, y me parece que en un taller lo más difícil es que cada uno aprenda a leer con su ojo, a encontrar su punto de vista y a escribir con su voz. Los escritores que son reveladores, que a uno lo deslumbran, son los que tienen un punto de vista, una forma de ver la vida diferente.

—¿Tenés lectores de confianza? ¿Dejás descansar los textos y después los retomás? ¿Cómo es tu proceso de corrección?

—Primero corrijo yo, de dos formas: un poco yendo hacia atrás y avanzo. Aunque con el tiempo me di cuenta de que no me tengo que poner obsesiva con eso, porque cuando esa corrección es muy minuciosa a veces es una excusa o una forma de justificar la dificultad de seguir adelante. En lugar de ponerme muy preciosista con esas primeras páginas, debería usar esa energía para seguir adelante, porque si no, después, no puedo avanzar. En general ahora estoy tratando de ir hacia adelante y llegar a una primera versión del texto. Después vuelvo y corrijo y, antes de empezar con la lima fina, digamos, tengo lectores de muchísima confianza. Algunos son colegas y otros amigos, un hermano mío que es un lector que respeto mucho, me gusta cómo lee, cómo comenta. Con lo que ellos me comentan vuelvo a corregir, son varias etapas.

—¿Para llegar a esa primera versión partís de una idea ya conformada o empezás a escribir con alguna punta a ver qué sale?

Foto de la autora: © Ricardo Coler

© Ricardo Coler

—Tengo una idea más bien difusa. Cuando tenía todo demasiado armado en la cabeza después no lo escribía, porque mi forma de ir pensándolo es ir escribiéndolo, aunque tenga que deshacerlo y borrarlo y hacer varias versiones. Hace años en una mesa redonda sobre escritura hubo una discusión muy caliente sobre esto, los que decían que ya tenían todo programado y se sentaban a escribirlo y los que decíamos que no, que íbamos viendo a medida que escribíamos. Estaba Abelardo Castillo y dijo: “en realidad es lo mismo, lo que pasa es que unos hacen los borradores mentales y otros hacen los borradores en el papel o en la pantalla.”

—¿Qué recomendaciones podrías darle a la gente que empieza a escribir?

—Yo les recomiendo que lean mucho, que escriban mucho, también. Que le den muchas vueltas a la idea o al cuento o la poesía que están escribiendo, porque después de todo es un trabajo del lenguaje y la imaginación, y la imaginación es la capacidad de encontrarle siempre una vuelta más o una cara más a lo que uno está haciendo. Y hay algo de saber cómo guardar lo que uno escribe. Quedarse un tiempo con el texto que uno escribe, tener una versión, corregirla, dejarla una semana o un mes, y uno se va a encontrar sorpresas, no sólo errores que no pudo ver porque no tenía distancia en ese momento, sino con líneas cruzadas dentro del texto de las que uno puede tirar. Mantener el entusiasmo de escribir, que se mantiene con leer.

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