Lecturas: Las esferas invisibles
Como un aullido estrangulado
Por Sebastián Grimberg
Aguanto el sueño para terminar las últimas páginas de “El ataúd de ébano”, una de las tres nouvelles que conforman Las esferas invisibles, el libro de Diego Muzzio editado por Entropía en 2015. Debería estar durmiendo hace rato, pero no puedo interrumpir la historia justo en el desenlace. Termino el libro y cierro los ojos un momento, pero vuelvo a abrirlos cuando oigo un grito que llega por la ventana, del lado del arroyo que corre junto a mi casa. Mi pareja, a la cual mi sobresalto despierta, dice que es un gato. Voy hasta la ventana. El grito, como un aullido estrangulado, llega de nuevo. Debería ir a ver, sobre todo porque se me hace que es un grito de niño, pero tengo miedo de que, precisamente, se me aparezca un chico con la cara blanca, o verde, con la mitad del cuerpo chorreando barro, con los pies transparentes. Tengo miedo de que casi vuele hasta mí, como la chica de “El ataúd de ébano”. En esa nouvelle —que acabo de terminar pero que ahora tiene más realidad que la de mi dormitorio— dos amigos, que tienen tanto de criminales como de sinvergüenzas, se dedican a desvalijar casas y a robar ataúdes. Lo hacen en la Buenos Aires de 1871, asolada por la fiebre amarilla y, en esas calles donde se acumulan cadáveres en las esquinas, van a toparse con una niña tan malcriada como santa. Es una historia que en alguna medida recuerda a “Sur” y “Hombre de la esquina rosada” de Borges, a los tugurios que recorren los personajes de Arlt. Está narrada con tal maestría que logra generar un miedo corporal, que consigue dejar al lector en un estado de susceptibilidad que, en mi caso, antiguo consumidor compulsivo de películas de terror, hace años busco y no encuentro ni en libros ni en películas que repiten una y otra vez lo que sucede a un grupo de estudiantes perdidos y cosas semejantes. Una sensación similar me dejó “El intercesor”, la nouvelle que abre el libro. Al igual que las otras dos está situada durante la epidemia de fiebre amarilla, pero esa época de cuerpos sepultados con un apuro que, a veces, lleva a olvidar la constatación real de a muerte, es sólo el marco para un viaje hacia el pasado, hacia el sur, hacia una pequeña fortificación —aunque resulte un halago llamarla de esa manera— en los confines de la llanura pampeana. Allí, además del viento y del sol, de los espejismos de la salina, habrá otros enemigos, que poco tendrán que ver con el temido malón. El libro cierra con la historia que yo leí en primer lugar: “La ruta de la mangosta”, donde el protagonista se salvará de la fiebre amarilla, pero con un elevado costo. Durante años, el placer y la necesidad lo arrastraran detrás de las catástrofes y las masacres, y lo condenarán al opio y a algo más. Es, otra vez, una historia que, en la atmósfera, recuerda tanto a la Buenos Aires colonial como a la Londres de Jack el Destripador. Las tres historias forman un conjunto compacto, no sólo por el contexto histórico y la atmósfera, por la prosa impecable de Muzzio, sino porque todas generan una sensación de cercanía que lleva a que, por ejemplo, cualquier sonido fuera de lo habitual se convierta en un posible pasaje al terror. En mi caso, por ejemplo, el aullido de un gato, porque decido que de eso se trata, un aullido que por suerte no vuelve a repetirse y me permite cerrar la ventana y volver a la cama.
