Entrevista: Natalia Crespo

“La literatura es una forma de comunicarse con el otro”

Por Mariana Iglesias

Natalia CrespoEn esta entrevista, conversamos con Natalia Crespo, narradora e investigadora argentina, nacida en Buenos Aires en 1976, acerca del trabajo que abordó durante la escritura, edición y publicación de su nueva novela, Con perdón de la palabra, publicada por la editorial Obloshka en 2019. Un recorrido que además nos llevó a conocer sobre sus lecturas personales y su visión acerca del oficio de escribir.

La obra de Natalia Crespo también incluye la novela Jotón (Modesto Rimba, 2016), el libro Parodias al canon (Corregidor, 2011) y numerosos cuentos y ensayos. Sus textos figuran en distintas antologías y revistas literarias. Ha recibido, entre otras distinciones, el Premio Jóvenes Cuentistas del Cono Sur (Colihue, 1999), el Premio Victoria Urbano de Creación (Letras femeninas) y el Tercer Premio del Fondo Nacional de las Artes (Categoría ensayo, 2011).

En la novela Con perdón de la palabra, narra la historia de Muñón, un hombre que nació sin pies y que, sin embargo, como una compensación divina, según el mismo personaje refiere irónicamente, fue dotado de facciones hermosas y un cerebro privilegiado. Muñón es hijo de una familia humilde y es iniciado por un bibliotecario jesuita en la lectura de las grandes obras del Siglo de Oro español. A lo largo de la novela buscará por todos los medios la manera de alejarse definitivamente del desamparo que lo ha marcado desde su niñez.

—¿Cómo fue el proceso de trabajo de Con perdón de la palabra?

—Durante el 2018, nos reunimos con Ariel Urquiza y Horacio Convertini cada 15 días para leer y corregir(nos) nuestros materiales. Allí empecé con algunos ajustes, sugeridos por ellos. Pero me llevó varios años escribir la novela. El borrador inicial se lo llevé a Hugo Correa Luna, que me cuestionó la verosimilitud del texto: aquella primera versión que él leyó era mucho más grotesca, estrafalaria y disparatada, comparada con la que finalmente se publicó. Le llevé una segunda versión a Gabriela Cabezón Cámara, y fue un estímulo que le gustara el texto. Otra lectura fundamental fue la que hizo Silvia Itkin —editora, junto con Gastón Levin, de Obloshka—, quien no sólo captó enseguida por dónde iba el texto, sino que dedicó una lectura muy minuciosa y me sugirió cambios a nivel de la trama: en concreto, en la segunda parte de la novela —que se desarrolla en una escuela especial— donde había una proliferación de personajes que no eran funcionales cuyas descripciones se superponían y mezclaban entre sí. Gracias a la devolución de Silvia, ahí metí tijeras y podé toda esa hojarasca, producto más de mi regodeo en las descripciones físicas y sensoriales que de necesidades del texto.

—¿Qué diferencias notaste entre tu primera y tu segunda novela?

—En algún punto, ambos procesos de escritura fueron parecidos. Las dos me llevaron mucho tiempo, ya que soy muy obsesiva corrigiendo y tengo largos períodos en los que no escribo. Me frustran esas etapas de sequía creativa, pero creo que las necesito (o no las puedo evitar), son los momentos de decantación de la memoria, del sentir, de las lecturas, de lo que está por venir. En algún momento aparece una punta, una fisura, una burbuja de aire en esa masa decantada y surge lo que quiero o puedo decir. Porque yo siempre escribo desde mis limitaciones, y ahí arranca el trabajo frente a la computadora, que es el más hermoso. Escribir ayuda a pensar. Al escribir Jotón me permitió darle una versión humorística a cosas de mi vida que me habían resultado dolorosas: irme del país, vivir afuera, ser extranjera en Estados Unidos, separarme, volver. En cambio, al escribir Con Perdón de la palabra entré en una ficción completamente alejada de mi vida, y me resultó muy liberador suspender mi propia historia y zambullirme en algo que me evadió por completo de mi aquí y mi ahora, aunque quizás no haya nada de lo que una escribe que esté completamente alejado de la propia vida. Maurice Blanchot dice que el principal enemigo de la escritura es la dificultad para olvidarse de uno mismo.

—¿Cuáles son tus zonas de escritura?

—Mis temas me son cercanos, el olvido de sí no implica no echar mano del reservorio empírico, de ese caldero de vivencias y recuerdos que forman nuestra memoria y nuestra identidad. No puedo escribir sin esa familiaridad sensorial, sin ese conocimiento vivencial.  No podría escribir, por ejemplo, un policial que transcurriera en los Alpes suizos sin sentir que estoy impostando una voz.

—¿Cómo trabajaste el perfil de los personajes de Con Perdón de la palabra?

—Para mí el personaje nace cuando encontrás el tono, la voz, la cadencia. En el caso de Muñón, el protagonista de Con perdón de la palabra, se me fueron trenzando algunos hilos. Por un lado, la experiencia de haber trabajado en una escuela especial, pero también los hilos jocosos de la picaresca española, los de nuestro lunfardo más canyengue y arrabalero, con una pizca de la gauchesca, y con algunos libros que leí y que me marcaron mucho. Las primas, o Nosotros los Caserta, y otros textos de Aurora Venturini, algunas novelas de César Aira (sobre todo las de sus primeros años), algunas de Lucía Puenzo, de Diego Muzzio, o la literatura de Hebe Uhart, a quien también admiro profundamente.

—¿Hay fórmulas o consejos para escribir?

—Para mí lo fundamental es el placer de la escritura. Rescato y sostengo ese disfrute. Y la preservación y el cuidado de la intimidad de la escritura. Necesito que haya de mi parte una lealtad a la propia estética por sobre los intereses del mercado o por sobre lo políticamente correcto, o por sobre lo socialmente aceptado, o por sobre las expectativas del público. Esa es mi posición ética. Y el humor, siempre el humor como bandera. A mí me interesa mucho más la intimidad de la escritura que toda la parafernalia —y exigencia— cultural en torno al cultivo de la figura de la escritora.

—¿Y al momento de publicar?

—Una vez terminada la versión que yo consideré presentable de Con perdón de la palabra les pasé un capítulo a Gastón Levin y a Silvia Itkin, de Obloshka, y me hicieron una muy buena devolución. A los dos meses volví con la versión que finalmente se publicó. Para mí es muy importante la lectura de una buena editora (o editor) que, al tiempo que valora los textos, puede elegir publicar con libertad aquellos que le interesan, aunque no sigan los mandatos de la moda, ni busquen un objetivo comercial. En ese sentido las editoriales independientes son un lujo: te leen a fondo, te acompañan en todo el proceso de publicación, te avalan con independencia de la cantidad de ventas del libro. En este sentido creo que hacen una tarea encomiable. La idea de que la escritura es un oficio solitario es muy relativa, no sólo por el diálogo con otras voces imaginarias (a veces aquelarre) que se arma en la cabeza al escribir, sino más concretamente porque la devolución que pueden darte editoras, colegas o amigos cuya opinión literaria valoro es crucial. En mi caso, lo más parecido a la noción de “realización” o de panza literaria llena (estoy tratando de evadir la palabra “éxito”, que me desagrada porque la vinculo con un sentido de productividad rentable y seriada, que quizás sirve para pensar la industria pero que nada tiene que ver con un proceso creativo) es el reconocimiento de la gente que admiro. Una forma de felicidad muy habitable es la que siento cuando alguien me dice que leyó mi novela y la disfrutó: la literatura es una forma de comunicarse con el otro.

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