Goteras

Hernán Carbonel

De la parrilla llegaba todavía un olor a carne chamuscada, alentado por las últimas brasas encendidas. En la barra, la tabla y la cuchilla, sucias; moscas alrededor; sobre la mesa, las botellas que debía haber guardado en la heladera, adentro, en la casa, o en la conservadora que tenía a sus pies.

Bruno notó que el cochecito de la bebé había quedado al sol. “Se va a hervir”, pensó. Levantó la cabeza y se entretuvo con la lomada de tierra que daba al río. A un costado, las dos casuarinas, solas, como si alguien las hubiese colocado ahí solamente para impedir cualquier enfoque en perspectiva del paisaje; más allá, las últimas casas del barrio de pescadores. Lo ganaba el sopor, la cerveza del mediodía, pero no quería desperdiciar la tarde con una siesta.

No había estado mal pensar en un fin de semana fuera del hogar, salir de la rutina, las cuatro paredes de siempre, la casa que resultaba cada vez más pequeña a medida que la niña crecía. Pero ahora la temperatura, agobiante, sólo dejaba margen para soñar con el atardecer, la hora en que saldrían a hacer las compras, caminar sobre la costa de la laguna, volver a encender el fuego, abrir una cerveza, preparar la cena.

De ese letargo lo despertó un tuc seco, áspero, sin resonancias, seguido de un apagado “ay”.

Giró la cabeza. Vio cómo el hombre se sacudía el polvo de la ropa, se masajeaba la cintura en una mueca de dolor; arqueaba la espalda como si no tuviera coyuntura y entrecerraba los ojos, enceguecido por la luz. Llevaba jeans gastados, camisa a rayas, alpargatas y un sombrero de paja que acababa de recoger del piso.

—Buenas —dijo el hombre, después de las contorsiones, acercándose hasta la galería—. Disculpe… no quería molestarlo, pero… me caí…

Bruno se preguntó cómo habría llegado hasta ahí, dónde había estado antes de caer. ¿Había caído desde el techo, tal como parecía? ¿Por qué no lo había escuchado? ¿Lo habría escuchado antes su esposa desde adentro? Ella hubiese salido a la galería de haber oído ruidos extraños, desconfiada como era cuando se encontraba en un lugar que desconocía.

El hombre le ofreció su mano para saludarlo. Sucia, como si hubiese estado trabajando la tierra.

—López. Julio López.

—Como… —empezó Bruno, y se detuvo.

—Sí, como.

—Bruno. Bruno Anselmo. Mucho gusto, póngase cómodo. ¿Cómo se siente?

—Gracias —dijo el hombre, arrimándose una silla—. Me duele todo con el golpe.

Miró alrededor, como si reconociera el lugar, o lo aprendiera.

—Soy amigo del dueño de la casa, ¿sabe? Nos conocimos hace una punta de años, en Paso de la Patria, buscando el dorado. Después yo me vine a vivir acá. Sobrevivo haciendo algunos laburitos, cosas menores. Instalaciones de gas, albañilería, electricidad. ¿No le contó nada Fernando que yo iba a andar por acá?

—¿Quién?

—Fernando, el dueño de la casa.

—Ah, no. No me dijo nada.

El techo tiene una pérdida, ¿sabe? Ahora no pasa nada, porque hay lindo día —miró hacia el cielo, como si necesitara certificar que el sol seguía ahí arriba, febril, abrasador—, pero los días de lluvia se hace una gotera, justo en el centro del living, al lado del sillón. ¿No la vio?

—¿Qué cosa?

—La mancha en el piso, por la gotera.

—No… No.

Bruno pensó en contarle que la noche anterior, después de que su esposa y su hija se durmieran, se había quedado en el sillón viendo un partido de fútbol en la tele, pero no había visto ninguna mancha de ninguna gotera.

—Buen tipo —retomó el hombre, secándose el sudor con el antebrazo.

—¿Quién?

—Fernando, el dueño.

—Lo vi cinco minutos nada más, ayer, cuando llegamos.

—Se dedica a las finanzas. Negocios, esas cosas. Poco trabajo y mucho beneficio. Lo que le gustaría a cualquiera. La casita la tiene para él, y cuando no la usa, la alquila. Le gusta mucho pescar, ¿sabe? Por eso nos conocimos en Paso de la Patria.

Hizo una pausa.

—¿Y a la esposa?

—¿Cómo? —Bruno había oído mal, creyó que el hombre le preguntaban por su mujer.

—Eduarda, la esposa de Fernando. Eduarda, así se llama. Nombre raro, ¿no? Digo, si la conoció.

—Ah. Raro, es cierto. No. No la conocí.

—Una mujer muy bella, y muy buena persona, además.

Bruno vio que el hombre dirigía su mirada hacia el rincón donde estaban las cañas, el reel, los aparejos.

—Parece que a usted también le gusta la pesca.

—Me gusta, sí, pero no he tenido tiempo todavía.

—Está bajo el río —dijo el hombre, como si pensara en voz alta. Volvió a secarse el sudor, se reclinó en la silla y clavó la vista en la lomada de tierra que los separaba del curso de agua.

El silencio les devolvió el canto de los pájaros, el motor lejano de un auto que no terminaba de arrancar.

—¿Y usted? ¿Anda solo por acá?

—Sí. Bah, con mi esposa, y la bebé. Iban a venir unos amigos, también, pero a último momento…

—Ah, ¿tiene una bebé? —lo interrumpió el hombre—. ¡Qué bien! ¿Y cómo se llama?

—Amelia.

—Amelia. Lindo nombre.

—Sí. A mí esposa mucho no le entusiasmaba. Amelia Anselmo, suena ripioso y… pero qué desatento… No le ofrecí nada para tomar. ¿Cerveza?

Bruno abrió la conservadora. Sacó la botella y la abrió con el encendedor. De paso prendió un cigarrillo.

—Fuma? —dijo, estirando el paquete.

—Gracias —respondió el hombre, sacó uno y aceptó la llama.

Bruno se felicitó a sí mismo por haber traído la conservadora. Si no, hubiese tenido que ir hasta la casa, la heladera, abrir la puerta, las bisagras que rechinaban, el riesgo de que la niña se despertara.

Sirvió dos vasos.

—A su salud —dijo Bruno.

—A la suya.

Bebieron en silencio. Bruno se distrajo en ver cómo los rayos de sol atravesaban la ligustrina que bordeaba el terreno, formando un manojo de rayos verde amarillos. El cochecito de la bebé había quedado a la sombra.

El hombre tiró el cigarrillo sobre la grava que cubría el piso de la galería y lo apagó con la alpargata. Terminó la cerveza. Bruno le ofreció más.

—Gracias. No quiero abusar —dijo el hombre, dejando su vaso sobre la mesa—. Tuve problemas con la bebida, ¿sabe?, hace muchos años. Fue una de las causas por las que me vine de Corrientes. Tampoco que los vicios se dejan de un día para el otro con sólo mudarse, pero decir que no a tiempo ayuda. Sí que ayuda.

Ahora el ruido era el de una cortadora de pasto, lejano pero ensordecedor, persistente.

—¿Y usted? ¿A qué se dedica?

Bruno de—jó que el boceto de una sonrisa se le dibujara en la boca.

—Periodista.

—¡Apa! Interesante. Está informado de todo, entonces.

—De todo no. Cubro deportes para un diario regional.

—Interesante, igual. A mí, nada, eh. Ningún deporte, ni el fútbol. Pero a mucha gente le gusta. ¿Y le pagan bien?

—Mm. Lo suficiente.

El hombre se puso de pie.

—Bueno, ¿sabe qué? —dijo-. Voy a tener que entrar a la casa, a ver lo de la gotera.

Recién ahí Bruno se dio cuenta  e que no le había avisado que la bebé dormía, que no podría entrar a la casa hasta que se despertara. Empezaba a bosquejar la estrategia para decírselo, a buscar los caminos para que las palabras tomaran forma en su cabeza, cuando la puerta se abrió. ¿Los había escuchado ella charlar al otro lado de la puerta, había sido apenas una coincidencia?

—Hola —dijo la mujer.

—Buenas tardes, señora —respondió el hombre, tocándose con una mano el ala del sombrero—. Julio López, para lo que guste.

—Un placer —devolvió ella—. Bruno…

—¿Sí?

Mudos, se miraron.

—¿Podés venir un segundo?

—Sí. —Y de cara al hombre—: Ya vuelvo.

Entró, cerró la puerta a sus espaldas.

—¿Quién es?

—¿Quién es quién?

—El hombre, Bruno.

—Ah. Viene a hacer unos arreglos. Lo mandó Fernando.

—¿Quién es Fernando?

—El dueño. El tipo al que le alquilamos la casa.

—Pero no nos avisó que vendría.

Ella tenía razón.

—No.

—Bruno…

—¿Si?

—Estoy cansada. Estoy cansada de ocuparme de Amelia todo el día. No doy más, no tengo ni un minuto para mí. Quiero dormir dos horas seguidas alguna vez en mi vida.

Él la observaba, inmóvil, de pie en medio del comedor. Buscaba dentro suyo una voz de aliento, algo que ayudara, que lo sacara de ese lugar y lo colocase en uno mejor. A él y a ella.

—Te en…

De fondo comenzó a oírse un sollozo.

—¿Ves? Ahí está. ¿Cuándo te vas a hacer cargo, Bruno?

—Cecilia…

—Hasta encontrás el pretexto de charlar con un desconocido para no ocuparte de lo que te corresponde.

Bruno intuyó, fugazmente, que no podía contarle que el hombre había caído desde el techo, así nomás, con un tuc seco, áspero, de manera inesperada. Sintió que era otorgarle una razón más de las tantas que tenía.

—Es que el techo tiene una gotera, y el hombre vino a arreglarla. Lo mandó Fernando —dijo Bruno, levantando la voz.

El sollozo se iba convirtiendo, de manera sostenida, en un llanto.

—Shhh, hablá bajo. ¿Dónde? ¿Qué gotera? ¿Quién es Fernando?

—Fernando, ya te dije, el dueño, el tipo al que le alquilamos la cabaña. Ahí —señaló el sillón—, lo que pasa es que ahora no se ve porque hace mucho que no llueve.

—Basta, Bruno. Basta —dijo ella, y salió rumbo a la habitación desde donde llegaban los llantos.

Bruno quedó de pie, solo, en el comedor. Pensó, por un instante, en entrar a la habitación, pero supo que podía ser peor. Certificó que no hubiese ninguna mancha en el piso, junto al sillón. Fue hasta la puerta, la abrió suave, lentamente, para que las bisagras no rechinaran, y salió a la galería.

El hombre ya no estaba sentado a la mesa. Buscó hacia un lado y el otro y lo encontró camino del terraplén que llevaba al río, revoleando una pierna, haciendo malabares para sortear un alambrado.

—¡López! —gritó—. ¡López, no se vaya! ¡La gotera! —pero su voz apenas si llegó a atravesar el terreno que los distanciaba, tapado por el ruido de la cortadora de césped.

Hernán Carbonel

Hernán Carbonel
(Salto, 1973)

Narrador argentino. Estudió Comunicación Social en la UNLP. Escribe para el suplemento literario de La Gaceta de Tucumán y para la revista Acción. Produce y conduce programas de radio y da talleres de lectura. Ha trabajado como bibliotecario y colaborado, también, en varios medios gráficos y digitales sobre turismo, cultura e interés general. Algunos cuentos suyos fueron publicados en revistas literarias y antologías. Publicó los libros Antiguos dueños de la tierra , (Amauta, 2013), en conjunto con Mario Méndez y Jorge Grubissich, El chico que no crecía y otros cuentos (Galerna Infantil) y la investigación periodística El caso Arroyo Dulce, con prólogos de Antonio Dal Masetto y Sergio Pujol.

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