Entrevista: Liliana Heker
La trastienda de la escritura
Por Mauricio Koch
“Creo que nadie le puede enseñar a otro a escribir. Más ceñidamente, creo que nadie le puede enseñar a otro a ser escritor. Pero también creo que todo escritor, por caminos complejos y diversos, aprende su oficio”, dice Liliana Heker en La trastienda de la escritura (Alfaguara, 2019), su más reciente libro, donde la narradora, ensayista y maestra de escritores reúne sus reflexiones, búsquedas y tropiezos de toda una vida dedicada al oficio de escribir y a coordinar talleres de escritura.
Hace unas semanas tuve el privilegio, junto a Inés Garland, de acompañarla en la presentación de este libro, y ahí pude decir, entre otras cosas, que si bien muchos de los presentes (que habíamos asistido a sus talleres) teníamos seguramente argumentos para refutar esa idea, yo tendía a darle la razón, pero también que cuando hablamos de aprender el oficio de escribir junto a ella, no nos referimos al manejo de una técnica o a encontrar la frase precisa para cerrar un cuento, o no solo a eso, sino sobre todo a otra cosa: al compromiso con la palabra y con las circunstancias de nuestro tiempo, sin solemnidad pero sin medias tintas. Después de muchos años, volví a su casa de San Telmo, esta vez sin los nervios de aquellos tiempos, pero con la admiración intacta. Lo que sigue es el resultado de esa charla.
El taller
—Hace ya cuarenta años que das taller, por ese lugar han pasado varios de los escritores más destacados de las últimas generaciones, ¿tu forma de coordinarlo ha ido cambiando con los años? ¿Probaste distintos métodos hasta dar con uno con el que te sentiste cómoda?
—Me estuve preguntando mucho eso en los últimos tiempos, a raíz justamente de todo lo que viene despertando esta manera particular, supongo, que tengo de dar taller y de lo brillantes que son aquellos que pasaron por ese espacio, muchos hoy maravillosos colegas míos. En principio yo vengo de una experiencia muy fuerte e intransferible que son las discusiones que teníamos en los sesenta. Ante todo y más que ningún otro, hablo de quien considero mi maestro, Abelardo Castillo. Parece una exageración pero lo digo con conciencia: yo creo que de la literatura argentina es el tipo que mejor sabe lo que es un cuento. Es decir, ese conocimiento y su generosidad hicieron que fuera un gran maestro. Yo estaba muy acostumbrada a leerle a Abelardo cuentos que acababa de terminar, a veces incluso por teléfono, y él me señalaba ciertas cuestiones acerca de esos textos, y eso sin duda fue un aprendizaje. También ocurrió con mis colegas, esos jóvenes escritores que fueron mi generación: Piglia, Briante, Martini, o tipos mayores que yo, como Humberto Costantini. Opinábamos de manera implacable sobre lo que hacían los otros. Quiere decir que cuando yo empecé a dar taller ya tenía esa reserva, pero creo que poco a poco, es más, diría que enseguida, encontré mi propio modo. Por ejemplo, ciertos cuentos con los que trabajaba: me acuerdo de dar “Un día perfecto para el pez banana” para que vieran cómo se manejan los diálogos y los gestos de los personajes. También daba “La madre de Ernesto”, de Abelardo. “La llave”, un cuento mío, fue un poco posterior. En una charla que di hice un análisis de “La llave” y vi que ese cuento servía para ejemplificar cómo se maneja el indirecto libre, cómo en tercera persona se puede contar desde la interioridad de un personaje. Fui encontrando las lecturas que me parecía que podían servir y seguramente fui encontrando también una manera particular de dar taller. Hay muchas cosas que aprendí de la experiencia. Vos sabés que yo siempre hago que todos critiquen y yo hablo al final. Bueno, cuando empecé, la ansiedad de saber –o de creer que sabía qué pasaba con un cuento– hacía que enseguida me largara a opinar. Y los alumnos de ese primer grupo me dijeron “dejanos opinar a nosotros”, entonces aprendí que tenía que dejar que todos se tomaran el tiempo necesario y recién al final yo debía dar mi opinión, y después entre todos discutiríamos lo que hiciera falta. Poco a poco fui encontrando mis propios caminos.
—¿Alguna vez trabajaste con consignas?
—Al principio di algunas, pero no me pareció buena la experiencia. Siempre me pareció más eficaz que cada uno construya sus propias necesidades; a mí me gusta mucho trabajar sobre los textos que la gente trae al taller. Cada texto que se lee constituye un nuevo problema y ahí se ve la diversidad de posibilidades en los textos de los otros. Es decir, hay ciertas cosas que fueron punto de partida y otras que fui aprendiendo sobre la marcha. Y sigo aprendiendo.
—En los sesenta, mientras ustedes discutían sus textos en esas míticas reuniones de El escarabajo de oro, qué pensaban sobre los talleres, si es que existía el concepto de taller. Porque también hay una mirada crítica sobre los talleres; Piglia, sin ir más lejos, decía que la escritura de los talleres tiende a ser hipercorrecta.
—Eso es tener un preconcepto. Estoy segura de que si Piglia hubiese dado un taller no hubiera apuntado a que sus alumnos tuvieran una escritura hipercorrecta porque él no creía en esa escritura. Si uno parte de que todos los que dan taller son un poco tarados, va a pensar que son muy malos los talleres. Pero Ricardo sabía muy bien que no todos los escritores son tarados y que algunos pueden tener una visión del arte tan compleja como la suya.
—Pero más de una vez habrás escuchado o leído que todos los que pasaron por el taller de Castillo tienden a escribir como Castillo, los que pasaron por el taller de Laiseca remedan su estilo, los de Heker, etcétera y así.
—Pero no es cierto. Qué tiene que ver la escritura de Pablo Ramos con la de Inés Garland, o la de Samanta Schweblin con la de Guillermo Martínez. Realmente me aburriría muchísimo si fuera así, incluso me irrita que alguien escriba o trate de escribir “a la manera de”. No sólo a la manera mía, si no si escriben a la manera de Borges o a la manera de Cortázar o de quien sea, eso es simplemente una copia superficial de ciertas escrituras, de la música, y a veces ni siquiera de la música. Ahora, volviendo a los sesenta, no había ninguna necesidad de talleres literarios porque obraban así las reuniones de las revistas literarias. Pero había instituciones, por ejemplo la SADE, que era un mausoleo y sigue siéndolo a lo largo de los años, que tenían talleres. Nunca fui, pero me imaginaba lo que eran porque los coordinaban señores de traje y cuello duro o señoras peinadas de peluquería. Nosotros teníamos un desprecio muy grande por esos talleres. Yo sigo teniendo cierto desdén, aunque cada vez menos porque creo que cada uno puede hacer lo que le guste, y si hay gente a la cual le hace bien ir, leer un cuento, que todo el mundo le diga “qué lindo”, tiene todo el derecho del mundo de hacerlo. Soy menos absoluta que hace unos años. Los talleres pueden ser eficaces o no. Yo creo que tiene que haber una corriente de empatía entre quien da el taller y quien asiste. Porque si uno no tiene ganas de comunicarle cosas al que viene y si el que viene no tiene ganas de creer un poco en lo que uno dice, eso no va a funcionar. Es muy singular el hecho del taller, no se puede generalizar. A mí me apasiona. A veces miro con cierto asombro ese proceso porque cuando empecé a escribir quizás no me veía como escritora, pero sí me veía escribiendo cuentos o novelas, pero nunca vi que el hecho de dar un taller tuviera alguna proyección, y en mi caso la fue teniendo, se transformó en una parte muy significativa de mi quehacer literario. Así como tuvo un valor enorme para mí haber sacado revistas literarias, me doy cuenta desde hace unos años que el hecho de dar taller, de trabajar con grupos de jóvenes o a veces no tan jóvenes escritores, se transformó también en algo que me constituye como escritora.
Las polémicas
—Hace un par de años, en una entrevista de Ángel Berlanga para La Balandra, hablaste de la polémica como algo crucial para el aprendizaje y la conformación de un saber y una identidad. Hoy escasea la polémica, más aun en el ambiente literario, es algo que se evita, nadie polemiza con nadie. En esa nota contabas que a los diecinueve años escribiste una reseña muy dura de Dar la cara, la novela de David Viñas, y a los veinte una crítica de Rayuela…
—Sí, escribí una crítica muy dura de algunos aspectos de Rayuela cuando Rayuela era sagrada para todo el mundo. Siempre me fascinó la polémica. Lo que dije en esa crítica fue que los capítulos prescindibles me parecían realmente prescindibles y los que no lo eran se integraban a la novela, y que un orden como 25-3-93 es tan orden como 1-2-3-4, y que Cortázar estaba imponiendo una lectura, porque decía “ustedes léanla como quieran, pero si la leen secuencialmente son lectores hembra, pero si la leen como yo les digo son lectores macho”, ¡caramba, una lectura más dirigida que esa no puede haber! Señalando todo lo excepcional que tenía Rayuela, que lo tenía y lo sigue teniendo, a mí me importó cuestionar lo que me parecía superficial y que en su momento resultaba lo más admirable.
—¿Qué creés que pasa hoy, por qué hay ese vacío?
—Yo creo que el desinterés en la polémica tiene mucho que ver con la indiferencia. Uno discute cuando las ideas del otro le importan, cuando cree que las ideas del otro tienen una razón de ser.
—Y eso no impedía que se siguieran leyendo. Que Castillo discutiera con Sabato o vos con Cortázar no impedía que los siguieran admirando, ni que dejaran de considerarlos maestros…
—Absolutamente.
—Hoy la más leve crítica significa pelea, dejan de saludarse, aparece lo que se llama grieta. La grieta en todo.
—Exacto. O es el agravio, porque se baja totalmente la cortina, o bien la cortesía, “qué lindo lo tuyo”, que no significa nada. Ninguna de las dos cosas sirve. Uno discute con sus amigos, discute con su pareja, por qué no se va a poder discutir. Una discusión es un cambio de opiniones, uno no discute con el enemigo. Uno discute, sí, con sus pares, con quienes tal vez no coincide en ciertos aspectos. Por qué no hacerlo. Hay una cuestión de respeto a las ideas del otro. Tomar esas ideas, pensarlas, cuestionar lo que a uno le parece cuestionable, lo que da lugar a que el otro a su vez conteste. A mí eso me parece fascinante. Tomemos por ejemplo la polémica Sartre-Camus, que es una polémica en la que uno puede ver en vivo una cantidad de ideas y cuestiones que estaban en juego en la época y que siguen estando en juego hoy. O en la historia argentina: Sarmiento con Alberdi. En este país las polémicas eran habituales y era realmente algo fascinante. Las revistas: Boedo y Florida; ahí tenés por ejemplo dos campos de la literatura que tampoco eran enemigos, de hecho ciertos escritores como Roberto Arlt pertenecían en parte a Boedo y en parte a Florida. No eran lugares sin puntos en común, no había lo que hoy se llama grieta. Había sí dos posiciones en cuanto a lo formal, a la temática y a la ideología. Pero eso es enriquecedor, venimos de Boedo y Florida. Que hayan existido Boedo y Florida tiene que ver con lo que somos hoy. Por eso yo creo fervorosamente en la polémica y creo que es todo lo contrario de esa maldita grieta que se instaló y que consiste en pararse en la vereda de enfrente y sacarse la lengua al otro. Es estúpido. Entre intelectuales no me parece que sirva para nada.
Sobre la experiencia personal
—Como lector de originales y como coordinador de talleres veo desde hace un tiempo una propensión cada vez mayor hacia la llamada autoficción –que siempre fue autobiografía y ahora, con algunos matices, se le llama autoficción–: narraciones en primera persona basadas en anécdotas personales. Pero los autores están tan atados a esas vivencias que aunque uno les diga que eso a veces no funciona como ficción, no quieren modificar nada con el argumento de que “pasó así”. Vos le dedicás un capítulo al tema…
—Eso que ahora se llama autoficción existió siempre. Un escritor considera su experiencia personal porque no solo está cerca de sí mismo y se conoce sino que le importa de una manera particular; entonces, cuando se pone a escribir ficción, a veces de una manera tangencial y otras de manera directa, esa experiencia personal es material de lectura. Pensemos en Norman Mailer. O en Henry Miller. Sin duda su obra está marcada por la experiencia personal. Vayamos más lejos. Yo estoy segura de que Laurence Sterne, cuando escribió esa obra monumental que es Tristram Shandy, estaba muy cerca de su experiencia personal. Ese libro sin duda toma mucho de su experiencia, pero él con eso construyó una obra que perdura a lo largo de los siglos y va a quedar como uno de los libros más transgresores, tanto en lo ideológico como en lo formal que se hayan escrito. Lo que me parece preocupante es la mezcla de soberbia y estupidez de creer que lo que a uno le ha pasado, simplemente porque a uno le ha pasado, tiene, así nomás, en crudo, alguna significación para los otros. Sin duda uno le da significación a su propia experiencia porque ese acontecimiento acotado sobre el que uno quiere escribir está rodeado de una cantidad de recuerdos, de una manera particular de ser, de una serie de asociaciones que lo vuelven significativo para uno. Ahora, para volverlo un texto literario significativo lo que hay que hacer es cargarlo de una cantidad de elementos que lo vuelvan significativo para los demás. Y eso es lo que a veces no se hace. Por una especie de ansiedad de publicación, porque ni siquiera es de notoriedad sino de verse publicado. Quizá por una facilidad que ahora proporcionan las redes…
—¿Vos notás entre los participantes del taller que hay más gente escribiendo en primera persona?
—No siempre. Lo que sí creo es que hay una tendencia, e incluso hablo de eso en el libro porque lo he notado, que cuando alguien empieza a escribir le parece más natural hacerlo en primera persona. Aun cuando sean situaciones muy alejadas de la propia experiencia. Eso ya es otra cuestión; es, tal vez, no querer asumir una tercera persona, que ya parece más estrictamente de la literatura. Uno desde que es chico cuenta todo desde el yo, miente desde el yo, recuerda desde el yo, cuenta sus miedos desde el yo, entonces parece más natural, menos difícil escribir en primera persona. Y no es así, porque la primera persona tiene sus propias dificultades. En principio el lenguaje del personaje, cuál es su punto de vista. A veces es imprescindible la primera persona, pero requiere una reflexión, una construcción y una búsqueda como cualquier hecho literario en segunda o tercera persona. Pero yo creo que son dos cuestiones distintas: la escritura en primera persona y el relato de lo que a mí me pasó. Como a mí me pasó, tiene que importarles a los otros; esto sinceramente creo que implica una soberbia y una tontería al mismo tiempo. Si fue algo que tenía cierta gracia, si fue algo que uno sintió como una injusticia, si fue algo que a uno le dio miedo, bueno, no se trata sólo de narrar los hechos sino de valorizar ese miedo o ese absurdo, eso que provocó en uno la necesidad de escribirlo. Siempre hay hechos personales que provocan en uno la necesidad de escribir, así sea un hecho fantástico. Yo escribí pocos cuentos netamente fantásticos. Mi cuento Vida de familia es un cuento fantástico, pero yo sé de dónde vino. Vino de una mañana en que me desperté y escuché ruidos raros en mi casa y se me cruzó, como tantas locuras que a uno se le cruzan, pensar: a ver si cuando abro la puerta encuentro a otra familia. Y también viene de una vivencia muy fuerte que sucedió cuando yo tenía dieciocho años y murió mi papá. Yo no quería estar en ese velorio, entonces me acosté a dormir. Cuando me desperté había gente en la cocina preparándose café, había gente caminando por la casa y yo tuve una sensación de extrañeza muy grande. De esos dos hechos y de lo distraída que soy, que de pronto me bajo en una parada de colectivo y no sé dónde estoy, de todas esas vivencias absolutamente personales surge un cuento como “Vida de familia”. Es decir, yo me expreso a través del cuento “Vida de familia” como me puedo expresar a través de un cuento como “Berkeley” o “Mariana del Universo” en el que aparecen las dos hermanas, Lucía y Mariana, que vienen totalmente de mi propia experiencia. En todos los cuentos en que aparecen Lucía y Mariana estoy contando experiencias personales que vienen del vínculo entre mi hermana y yo. Después, por ejemplo en “La crueldad de la vida”, el vínculo con mi madre. Todos esos textos vienen de experiencias personales y, sin embargo, no sólo tienen una resolución formal, cuando hace falta tienen incluso una intervención en la realidad.
El estilo
—Hace poco leí La vida invisible, el libro de Sylvia Iparraguirre sobre sus lecturas, y en una parte ella habla de Thomas Bernhard, puntualmente sobre el estilo de Bernhard, y dice algo muy interesante: que ese estilo tan presente, tan a la vista, termina siendo una prisión para Bernhard, no puede escapar de ahí, ese estilo hecho de repeticiones y subordinadas sin fin es su marca pero también es su límite. Vos en La Trastienda de la escritura decís que cada historia viene con su forma, y que a esa forma hay que encontrarla, porque si uno se preocupa a priori por el estilo se lo está imponiendo a la historia, forzándola para que entre en determinado estilo…
—Claro, lo que digo además es que el estilo es lo único que no tiene que ser un problema para un escritor porque cada uno tiene su estilo. Una cosa son esas formas a veces un poco repetitivas, que es, para mi juicio, el caso de Thomas Bernhard. Nosotros tenemos estilo para hablar, para mirar, para vivir, de alguna manera, y eso termina apareciendo en lo que escribimos, no es una cuestión que deba preocuparnos. En el caso de Bernhard, sin duda no puede narrar de otra manera porque ve la realidad en forma repetitiva, entonces tiene un estilo muy singular que a mí a veces me resulta un inconveniente. Justamente lo charlaba con Sylvia respecto de El malogrado, una novela que tiene un tema cautivante pero a mí tanta reiteración me agotó. Y eso es, además, lo que resulta fácil de plagiar.
—Son estilos muy contagiosos. Cortázar es otro ejemplo, cuando lo leés por primera vez se te pega.
—Sin dudas. O Borges. En cambio, resulta más difícil plagiar a Katherine Mansfield, o a Alice Munro. Y nadie podría decir que no tienen estilo y que no han encontrado una forma para lo que escriben. Pero eso no es un mérito ni un demérito, tener un estilo muy notorio. Para algunos el estilo es muy notorio, y es muy fácil imitar la cáscara. Esa imitación ni siquiera es influencia porque las influencias son saludables, en cambio las imitaciones se quedan en la corteza.
—Igual, las imitaciones al principio quizá son saludables, y hasta inevitables.
—Sí, al principio, lo quiera uno o no está imitando. Pero otra cosa es la influencia, la influencia queda. Al principio yo no me daba cuenta pero tenía mucho de William Saroyan, porque yo a los doce o trece leía a Saroyan y me parecía que la única manera de contar era esa. Y seguramente en mi escritura algo de él quedó. Lo que uno lee va abriendo caminos. Yo después de leer Ulises encontré posibilidades en lo formal que antes ni siquiera había soñado. Uno está hecho de todo lo que leyó y de todo lo que vivió. Otra cosa es copiar. Y otra cosa es estar desesperado por tener estilo y ponerse a copiar un poco de cada uno.
—Para terminar, ¿en qué estás trabajando ahora?
—Es una pregunta difícil. Tengo un principio de novela que viene de antes y se va modificando porque cada vez tiene más que ver con el tiempo que estamos viviendo. Tiene un título muy lindo pero no lo quiero decir, por las dudas. Igual, mi vida viene un poco revuelta desde la salida de La trastienda de la escritura. No está mal lo que pasa, pero me saca un poco de caja, así que no conseguí todavía ponerme de lleno con esa búsqueda, que tal vez me lleve años. Tengo comienzos, capítulos sueltos, pero para ser honesta no puedo decir “estoy escribiendo esta novela” porque no la estoy escribiendo, y si algo aprendí con los años es que uno tiende a mentir cuando dice “estoy escribiendo una novela”.
Fotos: Maximiliano Didari