Nuestra Señora

Gabriela Colombo

 

En la Sala de Promesas, detrás del mostrador, dos hombres uniformados se encargaban de recibir las ofrendas. Las paredes estaban cubiertas de placas con agradecimientos, los techos empapelados con fotos de miles de fieles. Junto a la vitrina de las medallas y los trofeos había un escritorio con hojas y lapiceras agarradas con cadenitas. La gente escribía concentrada y depositaba los mensajes en una urna.

Traté de entender cuál era el procedimiento a seguir. A mi lado, una mujer abrió su bolsa, la colocó sobre el mostrador y fue nombrando cada uno de los objetos que sacaba:

—La cabeza de mi hijo. El corazón de mi marido. Y mi pie.

Inmediatamente uno de los hombres los levantó y los apoyó en la estantería del fondo junto a decenas de otras cabezas, piernas y brazos.

Miré el reloj y conté el dinero que me quedaba en el bolsillo. El próximo ómnibus pasaría en media hora. Tenía que apurarme. Corrí hasta la tienda y de la góndola de los senos traté de elegir uno que no estuviera cascado ni rayado. Al final, me decidí por el de apariencia más nueva. También compré seis velas, una por cada miembro de la familia. Quise llevarme una imagen o un rosario, pero ya no me alcanzaba el dinero. Tal vez en otra visita, pensé, tal vez, si se cumple mi pedido, vuelva este mismo año. Habrá que ver.

La chica de la caja registradora pasó los ítems uno por uno frente al lector de código de barras. Mi seno fue lo último que entregué. Venía con el sticker pegado justo en el medio. Confieso que pagué con cierto remordimiento, acababa de cambiar el valor de un litro de leche por un seno de cera. Pensé en mamá. Sí, seguro que mamá lo aprobaría.

Bajé por las rampas nuevamente hasta la Sala de Promesas para hacer mi entrega. Esta vez, en el mostrador, una señora reclamaba la falta de un intestino que acababa de comprar y que no encontraba en la bolsa.

—Vuelva a buscarlo, seguramente se lo olvidó en la caja —le dijeron.

Cuando la señora partió junté coraje, saqué mi seno y lo sostuve entre mis manos como si fuera un pichón indefenso. Uno de los hombres uniformados se me acercó para recibirlo. Hubiera sido más fácil dárselo a una mujer, pensé.

—¿Qué es lo que van a hacer con él? ¿Adónde lo llevan? —pregunté.

—Lo ponemos allá —dijo señalando la estantería del fondo.

—¿Y después? ¿Dónde lo dejan?

—Van al depósito y ahí son expuestos a las plegarias de los sacerdotes.

Imaginé un salón gigante, repleto de miembros del cuerpo humano hechos en cera. Pregunté si los llevarían a la basílica, si estarían en presencia de la Virgen, pero, impaciente por la fila que empezaba a formarse detrás, respondió que no, “a la basílica nunca los llevamos” e hizo un gesto llamando al siguiente. Quise saber por cuánto tiempo los guardaban, si se trataba de días o de meses, pero los nervios me impidieron seguir hablando. Entregué el seno y salí.

A la vuelta me arrodillé frente a la imagen de Nuestra Señora Aparecida, nuestra protectora y lloré sin disimulo, como cuando era chica.

Afuera el ómnibus parecía estar esperándome. Revolví la cartera para confirmar que traía las velas y me senté al lado de una anciana que rezaba el rosario. En la autopista, saqué la cabeza por la ventanilla para un saludo final. La enorme basílica se transformaba en un recuerdo, un punto en la distancia. Me recosté en el asiento y cerré los ojos. Pensé en los 400 kilómetros que me separaban de mis hijos y sentí, en el pecho, el ardor profundo de la herida todavía abierta.

Gabriela Colombo
(Buenos Aires, 1972)

Narradora, guionista y licenciada en administración de empresas argentina. En 2006 se mudó a Brasil y comenzó a escribir cuentos. Forma parte del grupo literario Martelinho de ouro, de San Pablo. Su relato “Vuelo nupcial” obtuvo el segundo lugar en el Premio Municipal de Literatura Manuel Mujica Láinez (2016). Es autora del libro de cuentos Experimento marciano (Modesto Rimba, 2019). Desde 2008 coordina clubes de lectura. Actualmente vive en Buenos Aires.

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