Canas rebeldes

Natalia Brandi

 

Desde que mi marido estaba internado yo no me teñía el pelo. No te creas que cuando una está a punto de enviudar no le presta atención a la estética personal, pero falta tiempo. Entre comprar los pañales para adulto y la maquinita de afeitar; pasar por la panadería a buscar las masitas preferidas de las enfermeras; rezar en la capilla de la planta baja del hospital para que tus hijos no se queden sin padre y llegar a tiempo a escuchar el parte de la terapia intensiva no queda tiempo para una.

Pasaron dos meses desde el accidente. Lo supe cuando vi los dos centímetros blancos en la raíz de mi pelo castaño. Ese día le pedí a mi cuñado que escuchara el parte de la mañana y me fui bien temprano a la casa de mi amiga Sandra, que queda a media hora en auto de la mía. No creas que suelo teñirme en casa, al contrario me gusta el tono almendrado que me da mi peluquera, pero viste cómo se siente una cuando anda mal: no querés pasar ni una hora en lugares lejanos a lo que te está sucediendo.  Tenés una extraña obsesión por no abandonar la situación; si te relajás, perdés.

La tintura que había comprado Sandra parecía un poco más rojiza que mi color pero no tuve ánimos de desilusionarla. Preparó unos mates, se puso los guantes y la aplicó en el tiempo que yo me fumaba tres cigarrillos.

Sonó mi celular, número desconocido.

—Hola, hablo del hospital —escuché—. Necesitamos que se acerque, por favor.

Corté sin responder. Quedé inmóvil. ¡Ay, dios mío! Esta gente nunca te dice por teléfono si tu enfermo se murió y yo con la tintura puesta.

Sandra me quitó el celular, lo guardó junto con los cigarrillos en mi cartera.

—Vamos —dijo y la seguí.

Subimos a mi auto. Tomé la avenida en contramano. Doblé en U, me metí en una calle sin salida. No sabía qué camino tomar.

—Tranquila —dijo Sandra mientras me acomodaba el broche en el pelo.

Me puso la toalla sobre los hombros, fue como un abrazo o no sé. No sé qué fue. Encontré el camino.

Manejaba despacio como en los sueños cuando te caes en cámara lenta y no llegas nunca al suelo o cuando corrés para que la ola no te alcance pero termina cubriéndote a vos y a toda la ciudad.

Dejé el auto tirado en el estacionamiento de las ambulancias. Entramos por la guardia y subimos los cuatro pisos por escalera, corriendo. Creo que ahí perdí la toalla porque sentí frío y el pelo enchastrado sobre la frente.

Toqué el timbre de la terapia. Sandra llegó unos pasos atrás mío con la toalla en la mano; me secó la tintura de la sien. Me levantó el pelo y lo sujetó con el broche.

—¿Se está pasando el tiempo? —Le miré las manos rojizas, sabía que ese color no era el mío.

—Tu cana es rebelde, le quedan veinte minutos.

Mi marido no se había muerto pero los médicos necesitaban que yo consiguiera una ambulancia para pacientes críticos porque la del hospital tenía roto el manómetro del respirador artificial.

La muerte llega cuando llega, pero si tenés contactos llega más lenta. Mi suegro llamó a un amigo y conseguimos trasladar a mi marido a un centro de diagnóstico por imágenes que tenía un aparato específico que en el hospital no había.

Los médicos necesitaban saber si “la aorta estaba lesionada o si era el pulmón el que no permitía la estabilización del paciente”. Y yo necesitaba sacarme la tintura.

Recién cuando estuve en el centro de diagnóstico, sentada en los bancos helados de la sala de espera lloré abrazada a Sandra, ella me acomodaba los mechones impregnados de tintura. Una asistente me ofreció un vaso de agua. Se lo dí a Sandra para que se sacara las manchas rojas de las manos. Tenía la boca seca pero la garganta se me había cerrado, ¿sería por el olor de la tintura?

Un médico joven salió con ojos desorbitados y me dijo que en el hospital habían extraviado la orden, entonces él no sabía “qué estudio hacerle al paciente” y que le quedaban solamente veinte minutos de oxígeno en el tubo del respirador. Yo me agarré la cabeza, sentí el pelo duro y frío. Sandra sacó el celular de mi cartera, lo puso en mi mano.

—¡Llamá! —dijo.

El médico me miraba y yo escuchaba el fuelle del respirador del otro lado del panel. Sandra agarró mi celular, buscó el teléfono del hospital en la agenda. Yo me pasé la mano por la nuca, me picaba.

—Interno 107 —dije sin pensar. Agarré el celular y se lo pasé al médico jóven que quedó comunicado con los otros de la terapia intensiva; dio media vuelta y desapareció con mi teléfono.

Mientras a mi marido lo estudiaban vía telefónica yo apretaba la estampita de San Expedito que Sandra había sacado de la billetera. Miré el reloj colgado en la pared.

El fuelle del respirador seguía sonando y yo alisaba la estampita. Me pareció que entraba una conocida mía de yoga. Se acercó al mostrador, la escuché decir que tenía una orden para una ecografía. La secretaría le dijo que estaban en una emergencia y que los turnos se habían retrasado. La mujer se dio vuelta y nos miró. Sandra me acomodó el broche en la cabeza y yo me corrí un mechón suelto de la frente. Evité mirar a la mujer de frente, seguro que no me reconoció.

Volví a mirar el reloj.

Al rato salió el médico y me devolvió el celular. Me dijo que el paciente no tenía la aorta perforada y que la lesión pulmonar podía solucionarse con un eventual transplante. Yo me solté el broche y dejé que cayeran los pelos duros.

Mi marido volvió en la ambulancia con siete minutos de aire. Yo regresé a la casa de Sandra con la tintura roja seca.

Natalia Brandi
(La Plata, 1971)

Narradora argentina. Se formó en distintos talleres literarios (María Marta Bibiloni, Gabriela Bejerman, Leopoldo Brizuela).  Es egresada de la Carrera de Escritura Narrativa en Casa de Letras. Sus sus relatos han sido publicados en revistas como La Balandra, diario La Nación y en distintas antologías. Es autora de la novela Puno (Expreso Nova Ediciones, 2015). Llevó adelante “Entreactos”, un taller de literatura y plástica en la Sala de Diálisis del Hospital de Niños de La Plata. Actualmente coordina talleres de lectura y narrativa, y es columnista literaria en Radio Cantilo.

 

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