Igual que Marty
Máximo Chehin
—Me di cuenta el lunes. Estoy como loco —dice Malice, mientras se sienta en una de las sillas de la cocina. Luego se para, se apoya en la fórmica blanca de la mesa, se pasa las manos por el pelo y vuelve a sentarse. Atrás, en la oficina, alguien pregunta a los gritos dónde está el papel para la impresora.
—¿De qué te diste cuenta? —le dice Robles, desde la silla del frente. Se mete las manos en los bolsillos del pantalón: olvidó las monedas para el café en el escritorio. Con lo que necesita un café—. ¿No tenés una moneda de cincuenta? —arriesga, sabiendo que el otro no lo está escuchando.
—Del problema que tengo. Estaba en el baño. Estoy yendo muy seguido al baño por los diuréticos. ¿Te conté lo del ácido úrico, no?
—Sí, creo que sí, del ácido. Moneda para el café no tenés, ¿no?
—Menos mal que me dijiste lo del ácido úrico, me había olvidado de tomar los diuréticos. A ver si los tengo aquí —le dice Malice, buscando en los bolsillos de la camisa—. Pucha, no los tengo. Tomá una moneda.
Robles se levanta despacio, da un par de pasos y se para frente a la máquina de café. Pone la moneda en la ranura, oprime el botón rojo y espera unos segundos, pero el vasito de plástico no aparece. Golpea la máquina al costado un par de veces y el vaso baja de repente; luego la máquina comienza a escupir el líquido oscuro y oloroso.
—Qué basura —murmura Robles mientras camina de vuelta a su silla. Se asoma por la puerta y mira la oficina; ve su escritorio entre las decenas de otros escritorios, el cubículo vacío del jefe detrás de todo. Puede quedarse un rato más, piensa, tirándose en la silla. Malice sigue palpándose los bolsillos, agachándose, mirando el piso.
—Pucha, no los tengo —repite Malice—, ojalá que los haya dejado en el saco. Si no los tomo me hincho, es un desastre, no te imaginás.
—Seguro que los tenés el saco —lo corta Robles. Malice lo mira un segundo y asiente.
—Si, tenés razón, seguro que los dejé ahí. Gracias che, vos sabés que soy enfermo y me pongo ansioso de vez en cuando. Gracias por tranquilizarme, se aprecia. Ah, te contaba, fue el lunes que me di cuenta.
Malice se levanta, se sirve un vaso de agua del dispenser y la toma despacio, aclarándose la garganta después de cada trago. Ahora voy a tener que escuchar otra historia del loco de mierda este y sus enfermedades, piensa Robles. A Malice no le va a importar que le diga que hoy necesita descansar un rato, que no le importa lo que le pasó el lunes ni el mes pasado, que hoy no joda: va a seguir hablando de cualquier manera. Estira la cabeza y ve por la puerta la oficina, los escritorios idénticos, la luz gris de los tubos fluorescentes, los papeles acumulándose sobre las mesas. Cualquier cosa es mejor.
—Contame —dice Robles, entregado, y sorbe un trago de café.
—Te decía, el lunes a la mañana llego tempranito y voy derecho al baño, por el tema de los diuréticos. Hasta ahí todo bien, bue, normal, con los problemas de siempre. Después me lavo las manos. Yo me lavo bien siempre en los baños públicos, porque todos los virus están ahí, ¿sabés? Cualquier precaución es poca. El tema es que me lavo bien, me escurro y después me paro al frente del secador que está al lado de la puerta, esos nuevos que instalaron el mes pasado, que se encienden solos cuando vos ponés las manos abajo. La verdad, mucho mejor eso que las toallitas de papel, que siempre se acababan a media tarde y después había que secarse con papel higiénico si quedaba, un asco, ¿no te parece?
—Si, un asco —repite Robles, y toma el último sorbo de café. Si pudiera prender un cigarrillo ahora, una pitada nada más. Si pudiera chasquear los dedos, materializar un cigarrillo y hacer que Malice desaparezca.
—Bueno, entonces pongo las manos abajo del secador, y nada. Las pongo más cerca, más lejos, las muevo, y nada de aire. Raro que se rompa esa máquina, pienso, tan nueva, pero qué se yo, cosas que pasan. Estaba yendo a buscar papel higiénico cuando pasa Carlitos, el de contabilidad, se para frente al secador y el aparato arranca, como si nada. La pucha, debo haber hecho algo mal, digo, me acerco de vuelta al aparato, moviendo las manos, dejándolas quietas, más arriba, más abajo, y ni suspiro. Me quedé un rato en el baño, haciendo como que me estaba lavando, para ver si a alguien más le pasaba lo mismo. Pasaron cuatro personas y a todos les anduvo perfecto. Ahí me di cuenta que el problema lo tenía yo, que me estaba pasando algo. ¿Me seguís?
—Te sigo —le responde Robles, meciendo el vasito vacío entre las manos. Pobre tipo, piensa, llegar a este nivel de ridículo, joder a todo el mundo y ni siquiera darse cuenta. Traga un poco de saliva; el café le dejó un sabor ácido y amargo, desagradable, en la boca.
—Me servís un vasito de agua, por favor —le dice a Malice, señalando el dispenser. Malice se levanta, mira el tubo vacío al lado del bidón.
—No hay más vasos —dice.
—Servime en el tuyo, en el que acabás de usar —responde Robles. El otro lo mira, sacudiendo la cabeza.
—Che, no seas boludo, mirá que yo no estoy bien, y los virus se pegan en cualquier lado…
—No te preocupés, yo estoy sano —dice Robles antes de que el otro termine. Malice le sirve agua en el vasito usado y se la acerca.
—Estoy muy preocupado —le dice Malice, sentándose otra vez—. Desde que me pasó lo del baño estoy cada vez peor. Es raro, como que las cosas se me filtran, no sé cómo explicarte. El agua me moja menos, eso es seguro. Tardo una barbaridad en pegarme una ducha. Y volví a probar varias veces con el secador automático. No hay caso. Traigo de casa una toallita para secarme las manos.
Malice se apoya la mano en la frente, primero la palma, después el dorso.
—Fiebre no tengo por ahora. Por ahí un par de líneas. Pero estoy mal, te digo, estoy mal. Estoy pensando a que médico voy. Creo que me conviene ir primero al clínico, pero no sé, porque hasta que me derive por ahí pasan dos o tres semanas y yo así no puedo estar un día más. Quizás me conviene ir directo a un especialista. ¿A vos qué te parece?
—Eh…, si, un especialista —dice Robles. En dos o tres minutos el jefe va a volver y él va a tener que sentarse otra vez en el escritorio, inclinarse sobre una planilla de gastos de cuatrocientas líneas. Necesitaría un poco de tranquilidad, silencio. Y un cigarrillo.
—¿Sabés qué? —dice Malice—. Yo creo que sé lo que tengo. Es como en la película Volver al Futuro, ¿te acordás de esa película?
—Si, me acuerdo —le contesta Robles. Delante de él, el cielo se despeja en la ventana de la cocina y un rayo le ilumina la cara y los hombros. Por fin algo agradable en este día de mierda. Ahora piensa quedarse quieto en ese lugar hasta que escuche los gritos del jefe.
—Bueno —sigue Malice—, viste que ahí el protagonista, creo que se llamaba Marty, viaja al pasado y hace alguna cagada. Entonces el futuro cambia, los que van a ser sus padres no se conocen, y cosas por el estilo. Todo resulta en que él mismo no va a nacer, y entonces comienza a desaparecer de a poco, porque en realidad nunca nació. Yo creo que a mí me está pasando lo mismo.
—Fuiste al pasado, me estás diciendo.
—No, no —dice Malice, sacudiendo la cabeza—, ¿cómo se te ocurre? Te digo que tengo ese problema. Tengo una enfermedad que me produce eso. Es como que estoy perdiendo algo, no sé, materia, ¿entendés? Igual que Marty.
Dios mío, piensa Robles, las cosas que hay que escuchar. El regusto del café en la boca es tremendamente desagradable. Podría darse una escapada rápida a la puerta, encender un cigarrillo, mirar un rato el cielo, pero calcula que el trámite le va a llevar por lo menos diez minutos y no puede tener otra pelea con el jefe esta semana. Al menos está ese rayo de sol que le entibia la cara. Cierra los ojos y respira hondo; estira las piernas completamente por debajo de la mesa hasta apoyar las puntas de los zapatos en la silla de Malice. Empuja la silla con los pies, como para hamacarse un poco hacia atrás, pero en lugar de eso Malice y su silla se mueven unos centímetros hacia adelante sin oponer resistencia. Malice busca algo en sus bolsillos; no parece haber percibido nada. Robles levanta la cabeza y lo mira, se agacha levemente y mira la silla de Malice por debajo de la mesa, luego vuelve a estirarse y la empuja otra vez. La silla se desliza casi sin roce contra el piso, como una silla vacía.
—¿Ché vos te pesaste últimamente? —le dice Robles, incorporándose. Malice encuentra una moneda en el bolsillo de su pantalón, se para y camina hacia la máquina de café. Está igual, piensa Robles, no está más flaco, está igual.
—No me peso desde que estuve con una infección intestinal el mes pasado. Tenía miedo de deshidratarme y me pesaba varias veces por día. Cuando hacés eso el peso te da cualquier cosa, y lógicamente te agarra pánico. Así que el gastroenterólogo me dijo que me pese una sola vez por mes y en su balanza, que es más precisa.
El olor del café inunda la cocina. Robles toma un sorbo de agua.
—Me parece que te tendrías que pesar, ¿no? Sobre todo por este… este problema que estás teniendo ahora.
—Y sí, tenés razón. También por los problemas de estómago. Yo creo que tengo un parásito jodido, una tenia o algo por el estilo, y no me lo detectan. Es todo un tema detectar los parásitos. Es más, yo ni siquiera debería tomar esta porquería, pero bue, vicios son vicios. Con los parásitos…
Robles mira a Malice, su ropa, el cuello, la cara: todo está igual. Malice gesticula mientras habla, y luego intenta agarrar el vasito de café de la máquina; su mano pasa limpiamente a través del vaso, como si la mano o el vaso fueran sólo una imagen. Inmediatamente después repite el movimiento y saca el vaso de la máquina, sin dejar de hablar, como si no hubiera notado el primer intento fallido. Robles se para; mira la mano derecha de Malice, que ahora lleva el vaso a la boca. Malice traga un sorbo de café y sigue:
—Me tendría que hacer una endoscopía de una buena vez. Pero bueno, viste como son los médicos, primero te dan diez pastillas y…
—La mano —lo interrumpe Robles, señalando la mano derecha de Malice—. Tenés algún problema en la mano. Recién cuando levantaste el café… Tenés un problema.
Malice deja el café en la mesa y se mira la mano.
–—Che no me asustés, por favor. ¿Es el lunar? Si me crece el lunar que tengo en la palma el tema es serio. ¿Es eso, no? ¿Me está creciendo el lunar?
Malice se para entre Robles y la ventana, con el brazo estirado, mostrándole la palma de la mano que hace segundos recogió el café. El rayo de sol que entra por la ventana atraviesa a Malice y emerge sobre el pecho de Robles con una luz tenue, como a través de un vidrio esmerilado. Robles piensa súbitamente en un virus, en miles, millones de puntos invisibles, venenosos, poblando todo el espacio de la cocina, el aire, su vaso. El mismo vaso del que hace un rato tomó agua Malice.
Le falta el aire. Tiene que salir de ese lugar y respirar aire sano, y no le importa un carajo el jefe ni nada que se le interponga. Aire sano y fresco, y un pucho. Sale de la cocina, cruza la oficina y corre por el pasillo que termina en la puerta de calle. Tiene la boca seca y siente un mareo espantoso. Necesita estar afuera. Unos metros antes de llegar a la puerta reduce el paso para darle tiempo al mecanismo automático, pero la hoja de vidrio enorme, maciza de la puerta, no se abre. Robles se mueve hacia adelante, hacia atrás, levanta los brazos, y no logra que el punto rojo del sensor de movimiento parpadee. Golpea la puerta con los puños, la patea, y nada. Se para frente al sensor y salta para poner la mano justo frente al aparato; al elevarse siente que lo hace casi sin esfuerzo, como si súbitamente fuera más liviano. Afuera alguien pasa fumando un cigarrillo.
Máximo Chehin
(Tucumán, 1972)
Narrador argentino. Publicó los libros de cuentos Vista al Río (Editorial Bajolaluna, 2010) y Salir a la nieve (Fundación El Libro, 2017), y la novela La vida interesante (Editorial Bajolaluna, 2014). Ha recibido varias distinciones por su obra, entre ellas el premio de cuentos del Fondo Nacional de la Artes (Argentina), el Premio Internacional de Cuento de la Fundación El Libro (Argentina), y el premio de crónica “La Voluntad” de la Fundación Tomás Eloy Martínez (Argentina). Actualmente vive en Buenos Aires.