La isla
Anahí Flores
Después de varios días de lluvia, sale el sol. Roberta pone en la mochila un litro de agua y medio kilo de cerezas, y sale con su novio a caminar. En el hotel les recomendaron bordear el lago y atravesar el bosque hasta una playa apartada, desde donde se llega a una isla. Una hora de caminata, aclaró el chico del hotel, y les recordó la importancia de llevar protector solar.
El sendero arranca con una subida empinada. El polvo se desprende de la montaña con cada paso. A Roberta le parece que, de esa forma, la montaña los incluye en su espacio vital. La respiración se le acelera. Ve un grupo de adolescentes que baja por el sendero. Tienen aspecto cansado. Los cuenta: son seis. Cuando están a un par de metros de distancia, uno de ellos les pregunta si van a la isla.
–¡Este camino no sirve! –dice el mismo chico sin esperar respuesta.
–¡Sí! –dice una chica que viene en el grupo–. ¡Hace dos horas que damos vueltas y de la isla ni noticias!
Se ponen a hablar todos a la vez, que ya están cansados, que ojalá nunca se les hubiera ocurrido venir a un lugar así. A Roberta, la imagen de los chicos protestando le hace pensar en un grupo de pichones hambrientos piando al aire. Ella quisiera preguntarles por dónde fueron, cómo es que no llegaron a la isla si el chico del hotel dijo que el camino era tan simple. En vez de eso, se despiden y continúan andando.
El sendero sube y más adelante se divide en tres. Los árboles son altísimos, es una especie de túnel vegetal. En la intersección con otro camino, hay un hombre y una mujer. Están en el único metro cuadrado en el que hay un claro y el sol les da de lleno en la cabeza, como un foco de luz en un escenario. Parecería que tienen el pelo blanco, pero tal vez no sean canas sino la luz. Aunque hacen el movimiento de caminar, no avanzan. Roberta y su novio se acercan a la pareja, que sigue fija en el mismo punto, caminando. Roberta les mira los pies: las ojotas se les enganchan en el suelo. ¿Será por eso que no avanzan? Tienen los ojos entrecerrados, la luz les da en la cara y parecen no verlos, a pesar de que Roberta y su novio están de pie frente a ellos, a la sombra. Roberta se acerca al oído de su novio.
–No pises donde hay sol –le dice–, por las dudas.
O los esquivan o les hablan. El novio de Roberta le pregunta al hombre si ellos saben cuál es el camino que va a la isla.
–¿Qué, ustedes no? –responde el hombre levantando las cejas con aire filosófico y sin dejar de caminar en el lugar como un mimo.
–Bueno, nos dijeron que había una isla en algún lugar –se mete Roberta.
–Tal vez ninguno sea El Camino –sigue el hombre, respira profundo y deja de mover las piernas como si parara de caminar–, pero alguno de estos senderos llegará a la isla y, como se entrecruzan, en cierta forma todos llevan a Destino.
Mientras el hombre habla mirando al infinito, Roberta se fija en la mujer: levanta los brazos hacia el sol y mueve los dedos de las manos como si fuera a hacer cosquillas a las ramas.
El hombre y la mujer retoman la marcha pero sin salir del lugar. ¿Por qué hacen eso? Roberta y su novio se miran.
–Vamos, vamos –dice él. Los esquivan, cuidando de no pisar ni con la punta del pie la zona iluminada, como si fuera un precipicio en el que pudieran caer, y toman el camino del medio. Ninguno de los cuatro saludó. A los pocos metros, Roberta se da vuelta: la pareja sigue en el mismo punto, dando un paso tras otro.
A partir de entonces, cada pocos minutos de marcha el camino se subdivide en dos o tres senderos formando una maraña de posibilidades. Eligen los que van hacia la costa. Sin embargo, aunque descienden y el lago está allá abajo, la costa no se ve por detrás de la arboleda. Es como si la transición entre tierra y agua fuera inaccesible. A cada rato Roberta piensa en parar a comer las cerezas, pero con la promesa de la isla ahí nomás, a lo sumo se detiene a tomar un poco de agua.
A eso de las dos de la tarde, se encuentran con un hombre y una mujer. A pesar de verse cansados, parecen de buen humor.
–¿Vienen de la isla? –saluda el novio de Roberta.
–¡Imposible! –dice el hombre–. Llegamos hasta una piedra gigante, para pasarla habría que ser escalador.
–Además –dice la mujer–, el bosque se termina ahí nomás y el sol pega fuerte.
–Vuelvan ahora que están a tiempo –los alerta el hombre como si lanzara una profecía. Luego dan un impulso hacia atrás al unísono y con el envión retoman su caminata en bajada.
Roberta y su novio los miran alejarse.
–Deberíamos haber aprovechado para preguntarles si tenían un mapa –dice Roberta ni bien se quedan solos, pero él la mira con cara de “nosotros no necesitamos mapa para un camino así, tan fácil”.
Unos cinco minutos más adelante, tal cual les acaban de avisar, los árboles desaparecen y en su lugar surge un precipicio rocoso que los separa del lago. Hacia el frente, la roca inmensa de la que les habló el hombre. Del otro lado, en las rocas más altas, unas cabras blancas y con cencerros corretean. De entre las cabras aparece una mujer delgada y de negro. Va bajando a toda prisa, esquivando las rocas y las cabras. Al llegar a donde están ellos, la mujer se quita los auriculares.
–¡¿Van a la isla, eh?! –grita mientras se pasa las manos por la ropa como si quisiera acomodarla–. Porque hacia allá les aviso que no queda –y señala las rocas de donde viene–. Todo lo que hay son piedras y cabras.
La mujer no da tiempo a que digan nada: se pone los auriculares y continúa su descenso acelerado.
–Si hacia arriba no es, y hacia abajo está este precipicio, ¿por dónde pasamos? –dice Roberta y se apoya contra una de las rocas. Tiene la esperanza de que su novio sugiera abrir de una vez la bolsa de cerezas, tal vez regresar. Ya son casi las tres. Mientras toma agua, nota que él mira con demasiada atención una fisura vertical y profunda en la roca enorme que tienen adelante.
–Esperá –dice él–, voy a ver si se puede seguir por ahí.
Se queda sola. Desea, sin querer admitirlo ni consigo misma, que él vuelva con la propuesta de regresar.
–Robertaaaaaa, vení que por aquí hay un paso –la llama desde el interior de la fisura. Es un paso estrecho, entre dos paredes verticales. Del otro lado el sendero sigue igual que antes.
Minutos después, Roberta ve a tres chicos muy parecidos entre sí, que bajan por un camino oblicuo. Su novio se adelanta y les pregunta si llegaron a la isla.
–A nosotros también nos hablaron de esa isla, pero no existe –dice, entre dientes, el que parece el mayor. Los otros, que traen puestos dos sombreritos verdes idénticos, asienten en silencio y miran el suelo. Roberta escucha la charla de lejos y en un ataque de maternalismo está a punto de convidarles unas cerezas, pero los mira alejarse.
Aunque ella no está a favor de caminar sin saber si llegarán o no, le gusta el momento en que la gente se aleja por el camino y ellos quedan a solas con la montaña, como si estuvieran en el jardín del fondo de casa. Ya son más de las cuatro y las cerezas se están haciendo desear demasiado, así que se detienen a probar algunas. Terminan comiéndolas todas y quedan con manos y bocas violáceas. Siguen andando. De lejos escuchan unas voces riendo y otras cantando una melodía irreconocible. La isla está cerca, piensa ella, y se felicita a sí misma por no haber sugerido volver. Los caminos continúan y se subdividen cada cinco o seis metros. Ellos toman siempre el que baja.
Hace tiempo que ya no encuentran a nadie ni escuchan las voces canturreando. Atardece y no llevaron abrigo. Las piernas les laten de cansancio. Llegan a una pequeña península y van hasta el extremo. Unos diez metros hacia abajo, el lago turquesa ondula en silencio. Se sientan con las piernas balanceando sobre el precipicio y, después de recuperarse un poco, concluyen que sería prudente volver al hotel, darse una ducha, ir a comer a una pizzería muy agradable a la que fueron la noche anterior. Allá abajo, el agua hace un movimiento más brusco y el sonido de una ola les llega amplificado. Se ponen de pie como dos huéspedes que se han quedado de más. El lago está revuelto y, visto desde tan arriba, provoca vértigo. A Roberta le da frío en la panza. Da un paso hacia atrás, se aleja del precipicio sin perderlo de vista y trata de pensar en la pizza que van a comer. Mientras retrocede de espaldas e imagina aceitunas, escucha el desgarro llegando desde atrás. Se da vuelta y ve que la península se desprendió de la costa y flota a la deriva, como una pequeña isla donde sólo se encuentran ellos dos, sin agua ni cerezas en la mochila pero con toda la noche y el lago por delante.
Anahí Flores
(Buenos Aires, 1977)
Narradora y poeta argentina. Se dedica a escribir y dictar talleres de escritura creativa. Sus cuentos y poemas han sido publicados en distintas revistas, suplementos culturales y antologías de Argentina, Perú y México. Es autora de los libros de cuentos Lo más natural del mundo (Desde la Gente, 2019), Criaturas (Alto Pogo, 2018) y Todo lo que Roberta quiere (Textos Intrusos, 2013); y de los libros de poesía Quizá en otro momento (Halley Ediciones, 2019), Sin embalar (Kintsugi Editora, 2019), Ciertas horas de la primavera (La carretilla roja, 2017), Se durmió y otros poemas (Bajo la Luna, 2015, premiado por el Fondo Nacional de las Artes, Catalinas Sur (Eloísa Cartonera, 2012) y Limericks cariocas (Caki Books Editora, Río de Janeiro, 2011). Compiló Bailarinas (Desde la Gente, 2018), una antología de cuentos de autores contemporáneos ambientados en el mundo del ballet. Entre 2003 y 2010, publicó seis libros sobre la filosofía del Yôga, en Buenos Aires, São Paulo y Río de Janeiro. Actualmente vive en Florida, Vicente López. No come animales desde 1987.